La maldición de la sal amenaza a la catedral de Cádiz
Continúa el riesgo de desprendimientos en el templo mientras el plan para restaurar los 3.000 metros cuadrados de sus bóvedas lleva una década pendiente de ejecución
El canónigo Domingo González Villanueva dio la voz de alarma cuando habían transcurrido tan solo tres meses desde la consagración de la catedral de Cádiz, en 1838. Según hizo constar en las actas del Cabildo, desde sus flamantes bóvedas “caían lascas de piedra y trozos algo mayores”. Y lo que debía ser el final feliz de una tortuosa obra de más de un siglo se convirtió en un calvario. 183 años después, la sal sigue corroyendo los más de 3.000 metros cuadrados de cubiertas. El pasado 29 de enero ...
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El canónigo Domingo González Villanueva dio la voz de alarma cuando habían transcurrido tan solo tres meses desde la consagración de la catedral de Cádiz, en 1838. Según hizo constar en las actas del Cabildo, desde sus flamantes bóvedas “caían lascas de piedra y trozos algo mayores”. Y lo que debía ser el final feliz de una tortuosa obra de más de un siglo se convirtió en un calvario. 183 años después, la sal sigue corroyendo los más de 3.000 metros cuadrados de cubiertas. El pasado 29 de enero un cascote desprendido de la fachada recordó que sus gestores y las administraciones públicas llevan más de una década sin acometer restauraciones, ni ejecutar el plan director elaborado a petición de la Junta de Andalucía que dicta cómo solventar el problema.
Ese trozo de piedra caliza que impactó en un lateral de la plaza de la catedral sin causar heridos no es la única señal de la maldición salina aún sin solventar. La repetición de desprendimientos (el templo llegó a estar cerrado entre 1969 y 1983) llevó a que en 1989 se instalase una gran red que recorre todas sus bóvedas interiores. La decisión se tomó tras la caída de un gran bloque que rompió un banco, a escasos días de la celebración de una misa de primeras comuniones.
La pulverización de las bóvedas es evidente con solo alzar la vista: los bloques corroídos provocan constantes embolsamientos de cascotes en la malla, que hay que limpiar periódicamente con un rastrillo. Juan Jiménez Mata, el arquitecto que colocó la red hace ya tres décadas, no sabe precisar cuánto peso sería capaz de soportar ahora la urdimbre ante un desprendimiento de envergadura.
El templo gaditano se empezó a construir en 1722 como aspiración de una próspera ciudad enriquecida por el comercio con América. Y se culminó como se pudo con una piedra caliza de peor calidad, ya bien entrado el siglo XIX, justo cuando la ciudad entraba en una crisis de la que nunca ha terminado de salir. Juan Alonso de la Sierra, uno de los mayores especialistas del monumento junto con su hermano Lorenzo, apostilla: “La catedral refleja las mismas pautas de la ciudad”.
En la construcción se emplearon 24 clases de piedra para levantar un edificio que arrancó con las trazas barrocas ideadas por Vicente Acero y que, con las décadas, fue virando al neoclásico y el academicismo. Pero principalmente una de esas clases de piedra, la caliza de Estepa, se ha convertido en la pesadilla del templo. Juan Jiménez Mata, arquitecto de las últimas 16 grandes obras de restauración, explica: “Se empezó a todo tren; pero cuando hubo menos dinero, de las cornisas hacia arriba se añadió esta piedra. El problema es que es más blanda y ante los agentes atmosféricos se comporta mucho peor”. El mal no distaría mucho del que sufren otros grandes monumentos si no fuese porque la sal que la rodea y penetra en los muros lo hace aún más dañino. “La catedral es una inmensa fábrica de sal”, añade Jiménez Mata.
El edificio se construyó mediante morteros (masas de arena, conglomerante y agua) hechos con arena de playa y con el agua que se extraía de un pozo salobre ubicado en la cripta. Alberto Jiménez, arquitecto y heredero en activo del estudio de su padre, relata: “Cuando las mareas eran altas no fraguaban, y la cal se hacía polvo”. Eso causó que los sillares de las bóvedas se quedaran sujetos solo por unos ripios [fragmentos de materiales que se utilizan para rellenar huecos] que generan tensiones y rompen piedras blandas como la caliza. La cercanía al mar hace el resto: con la humedad, esa sal se disuelve, penetra en los sillares y los rompe cuando vuelve a cristalizarse en días secos.
La maldición podría haberse contenido si el templo no se hubiese visto afectado además por largos periodos sin aislamiento. Entre el siglo XVIII y el XIX, se quedó 40 años con tramos a cielo abierto. La explosión de unos polvorines en 1947 dejó al edificio sin ventanas durante años.
El daño tiene una solución laboriosa y cara: rellenar las juntas vacías con nuevos morteros y reponer las piedras perdidas con nuevas piezas de cantería. Es la solución que el Estudio Jiménez Mata ha aplicado durante los 30 años en que han trabajado en el templo con restauraciones como las de la sacristía baja o la capilla de las reliquias, en las que el mal quedó neutralizado con éxito. Extender esa solución a los 3.100 metros cuadrados de bóvedas costaría 15 millones de euros. Es lo que Juan José Jiménez calculó cuando, en 2009, la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía le encargó la redacción de un Plan Director que guiase los pasos, el orden de prioridades y las formas de trabajar. Hace más de una década que el arquitecto entregó el documento al Cabildo de la Catedral y a la Junta, pero quedó guardado en un cajón. Actualmente la Delegación en Cádiz de la Consejería, a preguntas de EL PAÍS, no sabe precisar por qué sigue sin aprobarlo: “Debe tratarse de uno de otros documentos de planificación que no se culminaron en su programación”.
Más de diez años han pasado también desde que la catedral no emprende una restauración de calado en sus maltrechas bóvedas. En el mismo lapso, las administraciones regional y central tampoco han financiado intervención alguna, aunque de 1998 a 2009 invirtieron 1,5 y 2,3 millones, respectivamente, en otras restauraciones. Desde que el Cabildo de la Catedral se quedó solo al frente de la restauración de su edificio, ha destinado sus esfuerzos a contratar tareas anuales de mantenimiento de las cubiertas y limpiezas de la red anticascotes —la misma que instaló Jiménez Mata hace ya 32 años—, además de restaurar ocasionalmente capillas y esculturas. La Delegación gaditana de Cultura le ha seguido autorizando intervenciones durante este periodo, la última en 2020 para restaurar la capilla de la Asunción, la primera que se construyó. Pero en la lista de la última década no aparece ninguna para atajar el mal de la piedra de los techos.
Fabián Pérez, restaurador de Ars Nova y colaborador habitual en el templo, defiende: “El esfuerzo del Cabildo en restauración de bienes muebles e inmuebles es de destacar. Ni se ha parado por la pandemia”. Sin embargo, esa institución se ha negado hasta en tres ocasiones a atender a EL PAÍS para explicar por qué no ha solicitado el 1,5% cultural, cuánto ha invertido o si se guía por las prioridades marcadas en ese Plan Director.
Mientras, los Jiménez Mata ven con preocupación, ya desde afuera —la catedral no encarga trabajos al estudio desde 2014—, la ausencia de intervenciones de calado en unas bóvedas cada vez más degradadas: “Debería haber un grupo de albañiles contratado, dirigido por un arquitecto que repase cubiertas y cornisas de forma constante”, se queja Juan Jiménez. Su hijo Alberto apunta otra carencia: “No pedimos que se nos encarguen las obras, pero sí que se valoren con transparencia y mediante concurso público las personas que intervienen en el patrimonio histórico”. 183 años después de que el canónigo González Villanueva se percatase de que algo no iba bien, la maldición de la sal continúa su curso sin Plan Director, ni grandes restauraciones a la vista. Y Alberto Jiménez Mata advierte preocupado: “Siguen cayendo trozos, pero el tamaño que cae es una lotería”.