Talleres de artistas, fábricas de sueños

Los creadores son definidos por sus espacios, desde los membrillos podridos de Antonio López a los bocetos en el suelo de Luis Gordillo

El estudio-taller de Francisco Leiro en Madrid.Jordi Socias

El 9 de julio de 1994 por la tarde el rey don Juan Carlos, la reina doña Sofía, la infanta Elena y el príncipe Felipe llegaron al taller del pintor Antonio López, situado en una colonia de chalets al norte de Madrid. La dirección del Patrimonio del Estado le había encargado un retrato de la familia real. Se trata del famoso retrato que el artista, sumido en ...

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El 9 de julio de 1994 por la tarde el rey don Juan Carlos, la reina doña Sofía, la infanta Elena y el príncipe Felipe llegaron al taller del pintor Antonio López, situado en una colonia de chalets al norte de Madrid. La dirección del Patrimonio del Estado le había encargado un retrato de la familia real. Se trata del famoso retrato que el artista, sumido en una neurosis, tardaría dos décadas en acabar. El fotógrafo Chema Conesa fue llamado para realizar una sesión de fotos. La reina llevaba dos vestidos en un perchero y preguntó cuál le parecía al pintor el más adecuado para vestir al maniquí. “Cualquiera de los dos está bien, señora, tal vez este de las flores parece más alegre”, contestó el artista. La familia real se dispuso pacientemente a ser retratada desde todos los ángulos, en primeros planos y de cuerpo entero y mientras don Juan Carlos hacía las chirigotas de costumbre, la reina Sofía con educada curiosidad en medio del desorden natural del taller se interesó por unos membrillos podridos que habían quedado olvidados en un serón. “Cuanto más podridos, más luces íntimas despiden”, pudo haberle contestado el pintor.

Toda la casa de Antonio López es a la vez vivienda, estudio y taller porque esa jarra de agua y ese vaso en el que bebe, la silla en la que se sienta, la lámpara que pende del techo, la percha en la que cuelga la chupa, la mesa donde come la familia, el armario, el aparador, la nevera de la cocina, la taza del retrete, el cepillo y la pasta de dientes en la repisa de cristal del cuarto de baño, el membrillero del jardín que se ve lleno de sol por la ventana, el mismo que le sirvió a Víctor Erice para realizar una película, todos esos enseres domésticos constituyen la materia de los sueños que el pintor ha recreado en sus cuadros como una forma de atrapar la luz fugaz sobre la materia. Han pasado 25 años de aquella visita real. En el jardín del taller de Antonio López, el día en que lo visité hace unos meses, había también un serón con membrillos podridos y apoyados en una pared permanecían cubiertos de polvo dos grandes tableros en cuyo reverso se podía leer: el rey y la reina. Así habían quedado arrumbados sus primeros bocetos del controvertido retrato desde aquel tiempo. Los dos reyes y el serón de membrillos olvidados, así se pudre también la historia.

En cambio, el taller de Luis Gordillo ocupa una nave de altas claraboyas con aspecto industrial separada de su vivienda por una amplia parcela en una colonia de chalets de Villafranca del Castillo, cerca de la sierra. Para llegar hasta su estudio hay que descifrar primero varios nudos de carreteras y autopistas, cruces, rotondas, señales de tráfico y direcciones que conducen a callejones sin salida de urbanizaciones equivocadas. Este camino laberíntico es un ejercicio previo para entender la obra de este artista. Uno llega hasta allí confuso y dispuesto a aceptar su profunda neurosis creativa. El suelo del taller está alfombrado de papeles que son bocetos, apuntes, trazos nerviosos de proyectos que después de pasar por su imaginación el pintor ha desechado como quien aparta de sí un mal pensamiento o un deseo frustrado, pero también en algunos de esos papeles ha quedado grabado el chasquido que produce el choque de neuronas cuando germina una idea feliz. En el suelo del taller esos bocetos forman senderos que se bifurcan y uno tiene que ir saltando sobre ellos con cuidado para no pisar lo que mañana serán obras de arte. En la mesa donde están los pinceles, los tubos de colores, los botes de aguarrás y otras sustancias hay un tablero en el que las mezclas han formado un tapiz que uno puede imaginar como aquella charca primigenia de donde una membrana comenzó a latir por ósmosis y engendró la primera célula.

En el taller del escultor Francisco Leiro, un antiguo garaje reconvertido en el barrio de Ventas en Madrid, la luz cenital vertida desde los distintos fanales forma un alveolo en el que permanecen sus esculturas envueltas en un aire irreal. El espacio produce la sensación del claro de un bosque en el que los troncos de los árboles se hubieran convertido en figuras aproximadamente humanas, trasgos, avatares, gigantes contorsionistas, atormentados por este escultor gallego, proteico e ilimitado, capaz de manejar la sierra más ruda unas veces con la precisión de un bisturí y otras como un arma de defensa personal. Puede uno imaginar que el trabajo de este artista tiene un carácter de lucha muy física contra sus sueños, como una fuerza de la naturaleza, hasta el punto que su taller parece un espacio propicio para instalar un cuadrilátero de boxeo en el que los combates son siempre a catorce asaltos entre pesos pesados, uno el artista y otro la materia. Leiro tiene tres talleres, uno en Nueva York, otro en Cambados, pero yo le he visto en este de Madrid acudir en auxilio de esa figura que le grita desde el fondo todavía informe de la madera y que el artista libera con un hacha en la mano.

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