Al rescate de la España invencible que se fue a pique
La excavación del ‘San Giacomo di Galizia’, el gran galeón de Felipe II hundido en 1597, confirma que se conserva mucha cubierta del “Atapuerca de la arqueología marítima”
Una noche en la que el mar descargaba su ira, hará este mes de noviembre 423 años, vecinos de los pueblos costeros de Galicia y Asturias se afanaron en encender hogueras sobre los acantilados para guiar hasta un puerto de abrigo a uno de los más orgullosos galeones de la Corona. El San Giacomo di Galizia -una temible máquina de guerra al servicio de la flota de Felipe II, su nueva versión de la Armada Invencible- regresaba a tierra malherido después de derrotar en el Cantábrico a dos navíos holandeses y uno inglés con los que se había topado y entrado en combate. El día 13, ya refugiado...
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Una noche en la que el mar descargaba su ira, hará este mes de noviembre 423 años, vecinos de los pueblos costeros de Galicia y Asturias se afanaron en encender hogueras sobre los acantilados para guiar hasta un puerto de abrigo a uno de los más orgullosos galeones de la Corona. El San Giacomo di Galizia -una temible máquina de guerra al servicio de la flota de Felipe II, su nueva versión de la Armada Invencible- regresaba a tierra malherido después de derrotar en el Cantábrico a dos navíos holandeses y uno inglés con los que se había topado y entrado en combate. El día 13, ya refugiado en la ría de Ribadeo, aquel barco construido en Nápoles con robles del monte Gargano, la espuela de la bota de Italia, se hundió, probablemente anclado en un banco de arena cuando subió la marea.
Quedó sumergido a tan poca profundidad que su capitán, Giacomo di Polo, le comunicó al rey que aprovecharía las piezas al aire para construir otro barco más pequeño. Pero la mayor parte del galeón de 34 metros de eslora y 1.200 toneladas, con su casco protegido con plomo y sus cubiertas impermeabilizadas con brea, estaba bajo el agua y cayó en el olvido. Hasta que en 2011, el filtro del tubo de aspirado de unas tareas de dragado en el canal de acceso al puerto lucense se atascó con una colección de objetos inesperados: un vetusto tramo de madera, proyectiles de cañón hechos de piedra y una lámina de plomo.
Miguel San Claudio, de la empresa coruñesa Archeonauta, llevaba a cabo el control arqueológico de aquellos trabajos técnicos para aumentar el calado de la ría y ahora dirige, desde 2018, las excavaciones que cada año le hacen regresar al pecio. El pasado viernes, contra pandemia y marea, concluyó la tercera campaña, en un proyecto amparado por la Xunta de Galicia, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y el Institute of Nautical Archaeology de Texas, la principal institución en el mundo dedicada a la arqueología subacuática. Hasta la temporada que viene, el yacimiento del Giacomo di Galizia (o Santiago de Galicia) quedará protegido de la erosión por una malla especial que fija los sedimientos que envuelven el buque. Hay que evitar a toda costa que “las corrientes, el sol y los xilófagos” sigan deteriorando esta joya del siglo XVI, explica San Claudio, porque es “el mejor especimen conocido de galeón español de combate y el único excavado”. “El San Giacomo”, afirma, “ya es conocido como la Atapuerca de la arqueología marítima española”.
No es que se espere encontrar en sus entrañas grandes tesoros, porque la tripulación (salvada del naufragio) llegó a rescatar armamento y unos 91.000 ducados que transportaba. Pero el galeón sumergido era, según el arqueólogo, un “pura sangre” pensado para la guerra naval, construido en el contexto del conflicto que enfrentó a España con Inglaterra (1585-1604) por el dominio del mar. Su importancia radica en su estado de conservación, único entre los galeones bélicos conocidos en el mundo, y en la información que puede aportar sobre su ingeniería. El valioso pecio se encuentra en una zona de “fuertes corrientes” en los momentos de subida y bajada de las mareas, por eso los arqueólogos del equipo de San Claudio solo pueden trabajar en inmersión tres horas al día, y además, partidas: “una y media por la mañana y una y media por la tarde”, explica el investigador.
En la expedición de medio mes que acaba de concluir (aunque ahora restan meses de análisis y estudio en tierra), se certificó que esta embarcación de élite está partida de proa a popa por el costado de babor y que, además de la estructura del casco, se conserva un tramo “bastante largo” de la cubierta correspondiente a la batería principal. Esta parte se situaba por debajo de la línea de flotación y estaba impermebilizada para evitar el hundimiento si el galeón era alcanzado por fuego enemigo.
Entre los objetos que se han recobrado en esta campaña y que en principio acabarán en el Museo do Mar de Galicia (Vigo), está una cureña naval o carro de madera para los cañones, el primero que se recupera de un pecio en aguas nacionales. También destacan los numerosos bolaños o proyectiles de piedra que se disparaban a corta distancia, una táctica “muy mediterránea” y casi una seña de identidad de los barcos de guerra españoles en aquella época. “Los enemigos evitaban a toda costa acercarse a los galeones españoles porque sabían que si impactaba una de estas bolas contra su casco estaban perdidos”, ilustra Miguel San Claudio. Su capacidad destructiva era muy superior a las balas de hierro, pero pesaban mucho más y no alcanzaban su objetivo si se disparaban a lo lejos. En verano, durante unas labores de supervisión de buzos de la Armada, aparecieron también en el ámbito del yacimiento una jarra del siglo XVI y una gran sorpresa: un ánfora griega datada en el siglo VI antes de Cristo que nada tenía que ver con el barco y que, según sus descubridores, podría ser el objeto más antiguo rescatado del mar en el norte peninsular.
El galeón español tiene una eslora dos metros más larga que la del Mary Rose de Enrique VIII, un símbolo del poder de Inglaterra, hundido en 1545, que a diferencia del San Giacomo fue sacado a flote y hoy atrae a turistas de todo el mundo a Portsmouth. El pecio de Ribadeo “se podría extraer también si hubiera voluntad y se pusieran los medios necesarios”, reconoce el director de la excavación, “pero habría que tener muy claro cuál es el motivo” por el que se quiere recuperar.
Un armador ragusano y un astillero napolitano
El buque se construyó siete años antes de irse a pique en los astilleros de Castellammare de Stabia (Nápoles) por encargo de un armador de Ragusa (Dubrovnik) que colaboraba con la Corona española a cambio de protección y beneficios. “Lo de la externalización de los servicios no es algo nuevo; entonces ya existía”, explica el arqueólogo subacuático. El armador se encargó no solo de poner a disposición de la Armada una docena de embarcaciones, sino de dotarlas de sus pertrechos y de tripulación. En el San Giacomo di Galizia, con todos los adelantos de la época y todo el bagaje de lo aprendido tras el desastre de la Armada Invencible de 1588, se extremó el cuidado. La madera del casco, toda ella roble del Gargano y de Albania (solo algunas partes interiores son de conífera), tenía un grosor de 12 centímetros, el doble de lo habitual.
En 1596, los ingleses saquearon Cádiz, y la Armada Real de Felipe II redobló esfuerzos desde entonces. La ofensiva que se convirtió en el último viaje del San Giacomo desde la costa de A Coruña estaba compuesta por más de 130 buques y más de 12.000 hombres, pero antes de llegar a toparse con los barcos británicos un fuerte temporal dispersó la flota. De regreso a España, el galeón derrotó en una escaramuza a tres embarcaciones extranjeras pero quedó tocado.
El capitán Di Polo escribía una carta al rey en la que atribuía el hundimiento al “mal gobierno de sus mandadores". Supuestamente culpaba a los oficiales que en el momento en que el barco “dio de través” se hallaban de guardia y tomaron decisiones erróneas. Los investigadores creen que, cuando ya había encontrado refugio y estaba fondeado frente a Ribadeo, subió la marea y esta arrastró las anclas, que quedaron prendidas de un banco de arena. Al aumentar el calado, las cadenas que las sujetaban resultaron demasiado cortas. Aquel acontecimiento debió de ser sonado, pero el mar y los siglos llegaron a borrarlo por completo de la memoria colectiva de los ribadenses. Miguel San Claudio cuenta que la historia se repite en cada naufragio: “la experiencia dice que al cabo de cien o ciento y pico años estos sucesos se olvidan”.