La España vacía... y opresiva

El libro de Sara Mesa, ‘Un amor’, nos recuerda por qué hemos venido a vivir a la ciudad

Una guía turística atraviesa una calle desierta en el pueblo abandonado de Belchite, en Aragón.GERARD JULIEN/AFP (Getty Images)

Hay libros, fábulas y un discurso hoy dominante que intenta hacernos creer que el campo, el pueblo, es una cápsula de bienestar y valores que se han perdido en el ajetreo de la ciudad. Y es cierto que en esa España vacía no hay prisa, ni estrés, ni contaminación y que por justicia merecen los servicios adecuados, bla bla, bla. Pero quien esto escribe no compra la idealización. Libros mediante.

El tema lleva siglos impreso, pero este año se han sumado dos joyas en la librería. Abrió boca ...

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Hay libros, fábulas y un discurso hoy dominante que intenta hacernos creer que el campo, el pueblo, es una cápsula de bienestar y valores que se han perdido en el ajetreo de la ciudad. Y es cierto que en esa España vacía no hay prisa, ni estrés, ni contaminación y que por justicia merecen los servicios adecuados, bla bla, bla. Pero quien esto escribe no compra la idealización. Libros mediante.

El tema lleva siglos impreso, pero este año se han sumado dos joyas en la librería. Abrió boca Olga Merino con La forastera (Alfaguara), el retrato de una mujer que regresa a su pueblo tras frustraciones que no vienen al caso. Allí no solo la esperan el sol y la naturaleza sino la miseria humana, los fantasmas del pasado, las sagas de oprobios que se heredan más sólidamente aún que las lindes y deslindes. Y ahora ha llegado Un amor, de Sara Mesa (Anagrama), bellísimo relato sobre una mujer que empieza nueva vida en un pueblo donde no solo se le encenderá el deseo, el sentimiento, hacia uno de los vecinos, sino que se topará con un ecosistema opresivo de seres quedos, algunos miserables, que triangularán una estancia asfixiante que se agiganta ante el espejo de su propia inseguridad.

Los libros de Sara Mesa y Olga Merino nos recuerdan por qué vivimos en la ciudad

La protagonista de Un amor cae pronto en el desnivel entre lo que quisiera y lo que hay, entre lo que percibe y lo que es, entre lo que agrede y la incapacidad de enfrentarse a ello. Escruta todo acto como algo sospechoso y, lo que al principio es sospecha adquiere categoría de realidad agresiva desde la superioridad que se arrogan los demás sobre ella. Todos saben lo que debería hacer. Porque son hombres, porque son mayores, porque conocen las normas del lugar y porque le quieren señalar que no encaja.

La relación con el casero, que se atribuye la potestad de irrumpir en la casa con taras que le ha alquilado y otras potestades más, es brillante y forma parte de esa cadena de tensiones entre personajes que Sara Mesa siempre es capaz de crear. Magnético y sencillo, el libro se arquea como el lomo de un gato que no sabes si va a atacar o a huir. Los poderes invisibles que se establecen en una pequeña comunidad, sobre todo cuando has cometido un error, se crecen. El recuerdo de incestos castigados está marcado. El maltrato a los animales es habitual. Y las goteras de un tejado en mal estado emergen como síntoma de un doble poder: el del casero que se niega a arreglarlo y el de quien sabe arreglarlo, pero le pone un alto precio. El sexo se abre paso en una doble ecuación abominable: como abuso o como pago. A partir de ahí no pareces ser tu dueña, no pareces ser capaz de recuperar un lugar y necesitarás la nueva huida.

Pueblo chico, infierno grande, como sabemos. Los libros de Mesa y Merino nos recuerdan por qué vivimos en la ciudad.

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