Jessica Andrews: “La gran novela masculina de la tradición anglosajona tiene los días contados”

La escritora, intensa nueva voz de las letras ‘indies’ británicas', pone orden a su disfuncional familia de clase obrera en ‘Agua salada’

Jessica Andrews, en la solitaria playa de Garraf, a principios de junio.Albert Garcia (EL PAÍS)

No lleva mascarilla. Dice que nadie aquí la lleva. Aquí es Garraf, la pequeña población, de poco más de 400 habitantes, en la que Antoni Gaudí levantó su obra menos visitada, las Bodegas Güell. Tan pequeña es —toda costa, alguna calle, la carretera que lleva a Sitges— que ni siquiera tiene supermercado. Jessica Andrews (Sunderland, Inglaterra, 28 años), intensa nueva voz de las letras indies británicas —como la joven novelista irlandesa Sally Rooney pero del extrarradio inglés— ha pasado el ...

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No lleva mascarilla. Dice que nadie aquí la lleva. Aquí es Garraf, la pequeña población, de poco más de 400 habitantes, en la que Antoni Gaudí levantó su obra menos visitada, las Bodegas Güell. Tan pequeña es —toda costa, alguna calle, la carretera que lleva a Sitges— que ni siquiera tiene supermercado. Jessica Andrews (Sunderland, Inglaterra, 28 años), intensa nueva voz de las letras indies británicas —como la joven novelista irlandesa Sally Rooney pero del extrarradio inglés— ha pasado el confinamiento comprando comida enlatada en el colmado para turistas que tiene aquí en Garraf al lado de casa. También ha estado escribiendo. Ha terminado su segunda novela. La primera, Agua salada (Seix Barral), sobre la mesa en la única terraza abierta y solitaria del pueblo, un enorme restaurante que se yergue sobre el mar, también la escribió confinada.

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Aquella vez, en la casa de su abuelo, en Donegal, Irlanda. Tuvo solo un par de meses, los que se permitió escapar de sus “mil trabajos” en Londres. “Quiero que quede claro. Puede que el mundillo editorial esté abierto a que los que venimos de abajo publiquemos, pero no es nada fácil. Crecemos en casas que no entienden el sentido de la escritura, a veces sin que en ellas haya un solo libro. Vamos a escuelas en las que tus amigos no entienden por qué lees. Si llegas a la universidad, muchas veces, como es mi caso, eres la primera de la familia que lo ha hecho y quieren de ti que te busques una profesión que ellos entienden con futuro, y las letras ahí no entran. Una vez allí, tienes que trabajar además de estudiar, por lo que tu tiempo se minimiza y también disminuye tu ilusión. Hay que persistir y no olvidar nunca lo que quieres para intentarlo, y a lo mejor ni siquiera lo consigues”, dice. “No eres igual que el resto, y lo que ves es un espejismo”, añade.

Con la intención de que nadie a su alrededor tirase la toalla, puso en marcha en aquella época The Grapevine, revista literaria que da salida a la obra de aquellos que aún no han tenido su oportunidad. “Quería crear una comunidad, que sintieran que no están solos, que lo que hacen tiene sentido”, dice. Andrews está tomando un café con leche. Tiene su diario encima de la mesa. Va con él a todas partes. Y esas partes son muchas. En los cuatro años que han pasado desde que terminó su licenciatura en Literatura inglesa ha vivido en Santa Cruz, París, Donegal, Londres, Barcelona, y Garraf, porque, como la protagonista de su novela, Lucy, pensaba que lejos de todo lo que le resultase familiar, podría llegar a ser “la versión más absoluta” de sí misma. “Me creí todas las chorradas de Jack Kerouac, y ni siquiera se estaba dirigiendo a mí”, apunta. Su despertar literario se lo brindó Andrea Ashworth con su libro Once in a House on Fire.

“No empecé a leer de verdad hasta que acabé la universidad y me di cuenta de que había algo más que esa llamada gran novela masculina”, dice. Ahora cree que esa gran novela masculina de la tradición anglosajona “tiene los días contados”. La visceral y evocadora forma de narrar que ella practica, como quien da pinceladas, aquí y allá, a un cuadro que solo se completa al final —un poco como ocurre en la narrativa de Valeria Luiselli—, es un tipo de reacción contra lo establecido, literariamente hablando. Agua salada es una fotografía (o un puñado de ellas) de su vida —un padre alcohólico y ausente, los abuelos como seres de otro planeta en los que nada de lo que ella quiere tiene sentido, un hermano discapacitado, una madre todopoderosa y comprensiva—, y a la vez no lo es, porque la vida “es caos” y lo que contiene la novela es orden, “el orden que no supe ver en su momento”. Un buen ejemplo de esto es, reflexiona, que si ella ha acabado siendo escritora es gracias, en buena parte, a que su hermano era sordo. “Me hizo consciente de lo poderoso que es el lenguaje, y lo necesario de la palabra escrita”, dice.

La mañana en que se celebra la entrevista hay algunas familias bañándose en la playa, a sus espaldas. El pueblo acaba de estrenar la fase 2. A veces ella también nada por las mañanas. No hay buenos ni malos en su novela, porque no cree que los hubiera tampoco en su vida. O sí, pero sostiene que hay que encajarlo todo: “Aunque estaba enfadada con mi padre, también le quería, no podía evitar quererle, ¿y tenía que resistirme a hacerlo?”. Niega con la cabeza. Cuando escribe, Andrews intenta volver a mirar el mundo como lo haría un niño. “Estar atenta a los detalles, que nada sea rutinario, que todo sea nuevo y quiera decirme algo”. Señala el mantel en el que hay un ancla bordada. “Esto”, por ejemplo. Anclarse es lo que busca y de lo que huye su personaje, y ella misma. “¿Puedo pertenecer sin ser propiedad?”, se pregunta. Porque así se ha sentido todo este tiempo. Sentía que su familia esperaba de ella algo que ella no era. “Cuando eres la persona que rompe sientes a la vez culpa y responsabilidad, y al perder el único papel que te sabes, estás perdida, no tienes mapa”.

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