Opinión

El gran prescriptor

El autor destaca del fallecido Javier Muguerza, "además de su inteligencia y su fino sentido del humor, su amabilidad, curiosidad, tolerancia y disponibilidad a dialogar con todas las corrientes filosóficas"

Caricatura del filósofo español Javier Muguerza. Loredano

Confieso, levemente avergonzado, que en mi juventud encontraba luminosa la frase de Ortega “así se es, así se ama”. Hasta que caí en la cuenta de que su aparente potencia derivaba de su profunda obviedad, del hecho de que, en el fondo, era trivialmente verdadera. Cosa que se demuestra sustituyendo el verbo “ama” por casi cualquier otro. Me ha venido a la cabeza el ortegajo (Ferlosio dixit) nada más conocer la triste noticia del fallecimiento de Javier Muguerza. Y no he podido dejar de pensar...

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Confieso, levemente avergonzado, que en mi juventud encontraba luminosa la frase de Ortega “así se es, así se ama”. Hasta que caí en la cuenta de que su aparente potencia derivaba de su profunda obviedad, del hecho de que, en el fondo, era trivialmente verdadera. Cosa que se demuestra sustituyendo el verbo “ama” por casi cualquier otro. Me ha venido a la cabeza el ortegajo (Ferlosio dixit) nada más conocer la triste noticia del fallecimiento de Javier Muguerza. Y no he podido dejar de pensar que, en su caso, la frase del filósofo madrileño se hubiera declinado como “así se es, así se piensa”.

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Porque no se puede hacer referencia a Javier Muguerza sin mencionar su forma de ser. Una forma de ser de la que destacaban diversos rasgos. Además de su inteligencia y su fino sentido del humor, su amabilidad, su deferencia, su curiosidad intelectual, su tolerancia en todos los ámbitos, su modestia, su disponibilidad a dialogar con todas las corrientes filosóficas, por alejadas que estuvieran de sus puntos de vista… Algún rasgo me debo dejar, seguro, pero los mencionados deberían resultar suficientes para que quienes no tuvieron la oportunidad de tratarlo personalmente entendieran enseguida la razón por la que quienes sí lo conocían acostumbraban a definirlo en primer lugar y ante todo como un tipo encantador, con un encanto muy british.

Sin forzar lo más mínimo los paralelismos, bien podríamos decir que los escritos de Javier Muguerza compartían sus rasgos personales, es decir, se parecían a su autor. No es este, a poco que se piense, un elogio menor. Por eso, aunque ahora este tipo de cosas puedan sorprender a los más jóvenes, algunos de sus textos pasaban a ser, en cuanto su publicaban, textos de referencia a la hora de entender una determinada problemática. Fue el caso de su aportación «“Es” y “Debe” (En torno a la lógica de la falacia naturalista)» al libro homenaje a José Luis Aranguren (Teoría y sociedad), de quien se declaraba discípulo, o del artículo seminal "Nuevas perspectivas en la filosofía contemporánea de la ciencia", publicado en la revista Teorema, en septiembre de 1971, en el que llevaba a cabo una presentación de conjunto de las revisiones que empezaban a presentarse por aquel entonces de las posiciones analíticas más duras en beneficio de un post-popperianismo más laxo. Gracias a dicho artículo, buen número de estudiantes y jóvenes profesores no solo repararon en la importancia de autores como Hanson o Toulmin (de la importancia de Khun o Feyerabend ya tenían noticia) sino que estimularon a muchos investigadores a indagar en ese territorio que Muguerza les había roturado.

Pero, lejos de conformarse con ello, perseveró en la tarea. No solo con sus propios textos, sino también con una actividad editorial que quienes empezábamos en esto por aquellos años no podemos dejar de recordar. Que un libro apareciera en una colección dirigida por Javier Muguerza era para nosotros suficiente garantía de calidad, por más que el autor ni el título de la obra pudieran resultarnos perfectos desconocidos. Y hay que añadir que nuestras expectativas nunca quedaban defraudadas. Era, con todo merecimiento, lo que hoy se denominaría un gran prescriptor. Otro capítulo de sus aportaciones, a medio camino entre el artículo y la dirección de colección, lo constituiría la edición, con una copiosa y muy informativa introducción, de la obra en dos tomos, La concepción analítica de la filosofía, una obra (y una introducción) sencillamente imprescindibles para quien se quiera aproximar de manera ordenada a esta corriente filosófica.

Aunque donde sin duda lució con más brillo su extraordinaria capacidad para reconstruir problemáticas, para dibujar con tino, precisión y agudeza el estado de cuestiones ciertamente complejas fue en su libro La razón sin esperanza. Pero no era la pulcra reconstrucción el único mérito de ese texto. En él Muguerza presentaba también su propia propuesta del Preferidor Racional, que algunos en su momento no supieron entender (como también le sucedió por cierto a Habermas, al que tantos han terminado por darle la razón), una propuesta en la que nuestro autor se colocaba en la estela de todos aquellos grandes pensadores –en el pasado: de Hume a Kant, pasando por Adam Smith- que han aspirado a la elaboración de una moral de alcance universal en que se defendieran el respeto y la dignidad de cualquier ser humano por el mero hecho de serlo. Y se colocaba ahí reivindicando una figura en cierto modo idealizada (el Preferidor Racional), pero que compartía un inequívoco aire de familia con las propuestas presentadas por contemporáneos como el Rawls del velo de la ignorancia, el Apel de las éticas dialógicas o el Habermas de la comunidad ideal de comunicación.

Sensible a las críticas y, por tanto, capaz de autocrítica, modularía estas posiciones años más tarde introduciendo lo que denominó la alternativa del disenso. Se trata de un planteamiento que, aunque formalmente parece enterrar la figura del Preferidor Racional, mantiene intacto el espíritu que la engendró, que no es otro que el de elaborar una estrategia de principios morales no relativistas, ahora con el matiz preventivo de no incurrir por ello en forma alguna de dogmatismo. Es este matiz el que da pleno sentido al nuevo enfoque de Muguerza. Porque el disenso no es el empeño tenaz y obstinado en hacer volar por los aires todo consenso, sino el primer paso para la elaboración de uno nuevo. No se trata, por tanto, de negar la existencia de valores universalmente admisibles, sino de cuestionar la relación de los incluidos en los consensos heredados, proponiendo añadir unos nuevos o bien ampliando la nómina de beneficiarios de los antiguos a base de incorporar a ella a sectores dejados al margen hasta el presente.

No creo que haga falta subrayar que estos planteamientos tienen una clara aplicación a nuestra situación actual. Empezando por el final, la reconsideración de qué debemos estimar como valioso en general sintoniza sin el menor problema con los planteamientos de aquellos que, por ejemplo, proponen revisar en clave poscolonial el modelo heredado de racionalidad occidental, enriqueciéndolo con registros provenientes de otras tradiciones pero sin por ello renunciar al horizonte de universalidad. Y, por otro lado, la insistencia creciente en la necesidad de ampliar el número de colectivos que se han de beneficiar de los principios ya aceptados como buenos sintoniza plenamente con la defensa de las minorías tan característica de la izquierda en los últimos años (mal que le pese a Mark Lilla). El tiempo, en efecto, ha terminado por darle la razón en muchas cosas a Javier Muguerza, pero a buen seguro él, con esa elegancia de espíritu que le caracterizaba, nunca la habría dicho a sus críticos “ya os lo tenía advertido”.

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