Mirazur, una cocina sin obligaciones

El restaurante comandado por el argentino Mauro Colagreco que impone su mandato culinario en el sur de Francia

Betarraga en costra de sal con caviar.

La ostra que me sirven en Mirazur es un bocado diferente. Llega instalada sobre una ligerísima crema de chalotas y tapioca, la acompañan con cortes pequeños —una lámina, dos bolitas y un cilindro— de diferentes tipos de pera y rematan el asunto bañándola con un chorrito de jugo de pera. El instinto y la experiencia me ponen sobre aviso, pero la prueba me lleva por el camino contrario. El resultado no es lo extraño que puede parecer; de hecho, es un plato gozoso. Propone un juego divertido y sutil que acaba abriendo horizontes al sabor de la ostra. También es una declaración de intenciones que ...

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La ostra que me sirven en Mirazur es un bocado diferente. Llega instalada sobre una ligerísima crema de chalotas y tapioca, la acompañan con cortes pequeños —una lámina, dos bolitas y un cilindro— de diferentes tipos de pera y rematan el asunto bañándola con un chorrito de jugo de pera. El instinto y la experiencia me ponen sobre aviso, pero la prueba me lleva por el camino contrario. El resultado no es lo extraño que puede parecer; de hecho, es un plato gozoso. Propone un juego divertido y sutil que acaba abriendo horizontes al sabor de la ostra. También es una declaración de intenciones que muestra los caminos que transita la cocina de Mauro Colagreco, el argentino que impone su mandato culinario en el sur de Francia. Es el plato que abre el menú, justo después de los aperitivos, y pone las cosas en su sitio. Esto se anuncia divertido.

Por delante vino una espina de sardina frita, crujiente y sabrosa, devolviéndome el sabor de las raspas de anchoa en salazón que engrandecían los desayunos del Hotel Empordá, en Figueras. Un bocado singular e incuestionable. Por detrás de la ostra hay una larga lista de platos en los que aparecen la gamba roja de San Remo, un espectacular calamar de la cercana Bordighera, buey de mar, parte de la cabeza de un pargo y después un corte del lomo, calabaza crecida en la huerta del restaurante, betarraga —remolacha, betarraga—, algunas de las últimas setas del otoño (la que completa el plato de gamba roja se llama saignant), un par de láminas de trufa blanca, media cucharada de caviar rematando esa betarraga que ocupa el lugar estelar del menú… No hay vuelta, el producto manda en esta cocina.

Los trayectos culinarios de Mauro Colagreco y su restaurante, Mirazur, avanzan sólidamente asociados al peso del territorio, que vienen a ser más el de las aguas inmediatas del Mediterráneo que el de la región o la localidad que los acogen. Esta es, precisamente, la clave que define la naturaleza del restaurante. Asentado en Mentón, el rincón más oriental de la Costa Azul, Mirazur es un establecimiento fronterizo. Colgado al borde de una cornisa, sobre la carretera que recorre los 10 kilómetros que separan Mentón de Ventimiglia, la ciudad italiana al otro lado de la frontera, disfruta de dos despensas diferentes. Me queda claro cuando visito el mercado de Ventimiglia primero y el de Mentón después, acompañado por Antonio Buono, napolitano formado en las cocinas de Santi Santamaría, a día de hoy jefe de cocina de Mirazur.

Llaman la atención las diferencias. Sobre todo cuando llegas al sector dedicado a pescados y mariscos. Las pescaderías italianas rebosan atractivo. Veo galeras, sepietas, calamares, salmonetes, sanpedros, caballas, boquerones, o gambones llegados de Argentina —el letrero explica que descongelados— junto a las primeras gambas rojas de la temporada (justo ayer se levantó la veda). En el de Mentón se notan las carencias: solo queda un barco de pesca y abastece al restaurante de forma directa.

Algo parecido sucede con las especies vegetales. Nunca había pensado cómo pueden cambiar las cocinas en apenas 10 kilómetros de distancia. También está el sistema montañoso que se deja caer desde los Andes para cubrir esta parte de la Costa Azul. Me lo confirma Colagreco pasado el almuerzo. “Con el tiempo he entendido la importancia de jugar con el espacio en el que vivimos, entre el mar y la montaña y entre dos culturas gastronómicas increíbles, llenas de contrastes que enriquecen nuestra cocina”. Si a eso le unes el origen argentino del creador del restaurante, se consigue el cóctel ideal. El hecho de no ser ni italiano ni francés le permite vivir la cocina desde una perspectiva diferente a la del profesional local, más abierta, a caballo sobre la frontera.

Mirazur no ofrece platos de raíces francesas o italianas, como tampoco vuelve la vista a los orígenes argentinos del propietario. Colagreco propone una cocina libre, actual, basada en el producto y el mercado, adobada con altas dosis de técnica culinaria. Lo que más me gusta es que esta apenas se deja notar, pero ahí está, siempre al servicio del plato, o del producto, que en este caso viene a ser casi lo mismo.

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