ARTES Y OFICIOS | Marcos Mundstock, humorista

“No nos parecemos a nadie”

A los 75 años, este miembro de Les Luthiers dice sentirse "bárbaro" en el escenario

Marcos Mundstock, en Buenos Aires.Mariela Eliano

Marcos Mundstock, dotado con una hermosa voz hecha para contar, tiene el poder de la ironía y la precisión. Ama el lenguaje y se le nota. Son muchos los años de jugar con las palabras como miembro de Les Luthiers. Conversamos a través de la pantalla del ordenador, él en Vicente López, población cercana a Buenos Aires, y yo en Madrid. A pesar de la distancia, enseguida me familiarizo con su gran estudio abuhardillado, tapizado de libros, luminoso. Marcos sigue celebrando estos días la felicidad de haber sido galardonado con el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2017, que ...

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Marcos Mundstock, dotado con una hermosa voz hecha para contar, tiene el poder de la ironía y la precisión. Ama el lenguaje y se le nota. Son muchos los años de jugar con las palabras como miembro de Les Luthiers. Conversamos a través de la pantalla del ordenador, él en Vicente López, población cercana a Buenos Aires, y yo en Madrid. A pesar de la distancia, enseguida me familiarizo con su gran estudio abuhardillado, tapizado de libros, luminoso. Marcos sigue celebrando estos días la felicidad de haber sido galardonado con el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2017, que recibirá junto a sus compañeros del grupo el próximo octubre. No es la primera vez que son agasajados en nuestro país, además del cariño de un público fiel, Mundstock posee la Orden de Isabel la Católica, y comienza por decirme, "a vos te permitiré que no me trates de Ilustre Caballero, que es lo que me correspondería".

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-Mis papás eran judíos polacos de la Galitzia. Ahora esa zona es de Ucrania. Vinieron por separado a la Argentina en los años 30. Mi papá era relojero y en casa tenía el taller. ¡Claro que me influyó la cultura de la que venían mis padres! En casa se escuchaba el canal de música clásica y los fines de semana programas para las colectividades que daba la radio pública. Un canal de música yidish y otro en italiano. Esa mezcla. Yyyy... por ahí me viene el gusto por esas cosas. Además, a mi papá le encantaba contar chistes, también eso se cultivaba en casa; el humor judío, que tiene sus características, sin duda. La autocrítica constante, la autoironía. Algo como aquel chiste de la mujer del rabino que le dice a su marido, "vos siempre te las ingeniás para darle la razón a todo el mundo". El rabino se queda pensando y le contesta: "¿Sabés qué? Que vos también tenés razón". Ese tipo de finura humorística es con la que me eduqué.

-Cuando yo era chico había en Buenos Aires dos teatros en yidish. En eso se parecía a Nueva York. No había muchas ciudades así, bueno, las había en la Europa devastada por el Holocausto. Por eso, cuando nos dicen que tenemos algo del humor de Woody Allen, pienso, claro, nos criamos en un mundo parecido.

-Mis papás vinieron a la Argentina por motivos económicos, pero también porque había un tipo de discriminación hacia los judíos en Europa que aquí en Argentina no se vivía. Si el funcionario que le tramitaba los papeles a mi papá para emigrar le llamaba "perro judío", eso entraba dentro de lo usual. Ellos vinieron antes del nazismo, pero toda mi familia paterna murió en los campos.

-Yo nací en el 42, en plena masacre. En casa no se hablaba de eso, pero un día lo vi a mi papá llorar escuchando un canto litúrgico. Ahí me di cuenta de cuánto dolor sentía.

-Mi familia no era muy religiosa pero yo por las tardes iba unas horas a una escuela yidish. Hoy en día no tengo a nadie con quien hablar ese idioma. Se me ocurren juegos de palabras, chistes, pero no tengo con quien compartirlos.

-Hace diez años viajé a Lviv (hoy Ucrania), la ciudad en la que mi padre aprendió su oficio de relojero. Mi gran frustración fue que yo esperaba encontrar algo de la vida de mis antepasados allí. Yyyy.. qué se yo, alguna calle, el nombre de una plaza. Pero nada. No sólo los nazis borraron su huella, también los soviéticos, que tenían sus propias razones para no recordar.

-Yo quería ser aviador, jugador de fútbol, amante latino, Tarzán... También humorista. Nunca tuve una vocación clara. Me enamoré del oficio de ingeniero, por esa cosa de la pureza y la sinceridad de las ideas, pero no lo terminé. Fue al ingresar en un coro de la universidad de Buenos Aires en el 67 cuando nos encontramos los que formaríamos Les Luthiers. Una época gloriosa para la música coral. Ese fue el caldo de cultivo en el que Gerardo Masana fundó el conjunto de instrumentos informales.

-Mi frustración es no haber sido músico, pero no es culpa de nadie, salvo de mi propia neurosis. Lo intenté varias veces, pero he sufrido de una especie de inconstancia, de incapacidad de concentración.

-Yo siempre simpaticé con los ideales de la izquierda. ¿Quién no puede simpatizar con ellos? Pero con los años me fui desencantando, y no porque me hubiera vuelto derechista. Fue un gran cambio en mi cabeza. Me pareció que hay que ser prepotente para creer que hay que romper cosas para hacer el bien, algo así como: vos no sabés que te estoy haciendo el bien pero todo lo estoy haciendo por vos.

-Ser peronista... Jajaja, no puedo explicar lo que es. Ser peronista es una gran franquicia por la cual se matan entre ellos. La prueba es cómo puedes explicar que lo fueran las bandas fascistas de la Triple A; Menem, que fue un neo liberal a ultranza o esa pareja que tuvimos en los últimos doce años. Mentirosos que prometieron la salvación al pueblo y el pueblo se lo creyó.

-Mirando hacia atrás la obra del grupo podría decirte que hemos hecho un humor lo suficientemente abstracto y sin localismos para que no tenga fecha de caducidad. Voy a ser inmodest: creo que nos inventamos un estilo. Sin ser una cosa del otro mundo no nos parecemos a nadie. Chistes con conceptos, ese jugar con las palabras, ahí está nuestra originalidad; algo eficaz para hacer reír a 2.000 personas en un teatro con la historia absurda, por ejemplo, de un tipo que se duerme en la conferencia de un semiólogo.

-Con la muerte de Rabinovich hace dos años se nos fue un hermano. Podés imaginarte, tristeza, bronca... Ya se nos había muerto Gerardo Massana en el 73. Pero jamás se nos pasó por la cabeza no seguir. Aunque sabemos que hay público que siente su pérdida como un desgarro muy grande, en general la gente percibe que el espectáculo va mejor que nunca. Creo que lo echamos más de menos en la vida que en el escenario.

-Con los años fuimos aprendiendo a ser más sabios y a valorar el aporte del compañero. Nos ayudó la terapia. Hicimos un grupo terapéutico porque estábamos algo inarmónicos entre nosotros y queríamos que incluso las peleas fueran más provechosas. Hemos logrado que nos preocupe menos el quedar más brillantes que el otro, rebajar esa inercia competitiva (que sigue estando) y subir eso de, uy, qué suerte que este tipo que tengo al lado haya estado fenomenal. Incluso admitir ideas o canciones que uno hubiera vetado. Algo tan difícil como darle la razón al otro.

-Fuera del escenario soy un tipo normal. Me gusta, obvio, lucir la capacidad que tengo de decir cosas ingeniosas. Soy depresivo por momentos, cascarrabias a veces. Sé que hay humoristas muy amargados en su vida. No es nuestro caso.

-Por suerte, mis padres llegaron a ver que trabajaba en algo útil, que vivía de ser humorista. Es una profesión estupenda, porque además la gente tiene la tendencia a creer que porque hacemos reír somos buenas personas. Aparte de pagar por vernos hay un agradecimiento extra, nos tienen cariño.

-No trabajamos con hechos de actualidad, ni con nombres propios, ni con localismos, somos unos señores vestidos de pajarita. Si eres bailarín o galán te tienes que retirar, pero nosotros podemos seguir trabajando mientras las neuronas funcionen. Más aún, creo que seguimos aprendiendo, y eso es muy placentero. Mirá, tengo 75 y me siento bárbaro arriba en el escenario.

-El sentir que dices una palabra, haces una pausa y eso provoca una explosión de risa en más de mil personas es algo cercano a tener poder, bueno, una bendición más que un poder.

Mundstock, el judío argentino que añora no tener con quien bromear en la lengua de sus antepasados, tiene mucho de ilustre y aún más de caballero.

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