La vida y la obra entera de Georges de La Tour, o lo poco que ha llegado a nosotros de ellas, se abarcan en el tránsito por unas cuantas salas casi en penumbra del Museo del Prado. La penumbra del espacio real se parece a la de los interiores en sus obras de madurez. Las velas que los alumbran dan la impresión de que extienden su claridad hacia nosotros. La pintura de las paredes se corresponde con esos fondos sin asideros anecdóticos que faciliten la sensación de profundidad. Andrés Úbeda, comisario de la exposición, me señala un muro de la última sala en el que hay colgado, en un ejercicio audaz de austeridad, un solo cuadro, uno de los más impresionantes, El recién nacido, del Museo de Rennes. “Queríamos lograr que el espectador no se acuerde luego de cómo es la pintura de la pared, que no lo distraiga nada de la contemplación de la obra”, me dice Úbeda un jueves a última hora de la tarde, cuando todavía hay operarios terminando detalles, añadiendo letreros. El trajín del montaje y las voces murmuradas se pierden en un silencio que emana de la pintura misma y que induce gradualmente a una atención absoluta.
El itinerario va de la juventud a la madurez, de la gestualidad a la contención, de la claridad a la sombra. La economía misma de la exposición resalta el despojamiento de esta pintura, y también la rareza de quien la pintó, y hasta el modo en que su nombre y su talento han ido regresando después de una oscuridad de siglos. Dice Andrés Úbeda que no hay otro caso de un gran pintor que desapareciera tan sin rastro. Caravaggio quedó rezagado en el aprecio de historiadores y críticos, pero nunca dejó de ser visible, “aunque solo fuera para denostarlo”, dice Úbeda. La Tour es un extraño pintor provincial que no parece haber abandonado nunca su tierra de origen, Lorena, una región devastada por matanzas, hambres, epidemias e incendios durante una gran parte de su vida, que coincide con el horror de la guerra de los Treinta Años. Tiene la impronta del naturalismo tenebrista de Caravaggio, pero también hay en él algo muy cercano a la pintura del norte, al interés de Brueghel por las escenas de vida popular y de los pintores holandeses por la recreación de presencias estáticas en interiores cotidianos, sin duda asociada a una religiosidad que por su falta de melodramatismo tiene un aire de introspección protestante.
Andrés Úbeda empujó una puerta y me vi sumergido de golpe en la penumbra de la atmósfera real y en la de la pintada. Estábamos empezando por el final. Pero el itinerario ha de seguirse en orden cronológico para que revele plenamente dos maestrías simultáneas: la de la pintura, desde luego, pero también la del montaje de la exposición, más seductor porque está calculado para no llamar la atención sobre sí mismo. Andrés Úbeda me explica, con la satisfacción y el agotamiento de la tarea ya casi cumplida, todas las complicaciones que se han debido superar para que se encuentren juntas aquí obras que proceden de museos y colecciones privadas repartidos por medio mundo. La mayor parte de estos cuadros son familiares para el aficionado. Dos de los mejores, un Tocador de zanfona y un San Jerónimo leyendo, pertenecen a El Prado. Pero el efecto del conjunto es tan poderoso que produce una exaltación feliz con algo de mareo, un lento empaparse de un repertorio de imágenes que se vuelven más intensas a medida que se van haciendo más limitadas en su variedad. En el primer cuadro que encuentra el espectador hay un estallido de violencia y crueldad, de expresiones humanas, de objetos y texturas: dos músicos ambulantes forcejean, uno de ellos sosteniendo una navaja, el otro echándole un chorro de limón en los ojos, sin duda para desenmascarar una falsa ceguera de pícaro. Las expresiones permanecen congeladas en el pavor, la ira o la burla. Una luz sin inflexiones muestra los pormenores más mezquinos de lo real. Parece que escuchamos una carcajada cruel de novela picaresca.
La Tour depura al máximo la iconogafía religiosa
El estilo de La Tour va cambiando, quizás no solo por la evolución interna, sino también por la diferencia entre clientes y encargos. Pero el recorrido tan preciso de la exposición permite advertir lo mismo las modificaciones que las recurrencias de lo que ya estaba en el principio: el ensimismamiento de las figuras y los lazos siempre indirectos que se establecen entre ellas; las variaciones menores pero significativas a partir de modelos establecidos; la relevancia de los gestos de las manos, sean manos ásperas de trabajadores, músicos callejeros o mendigos, o manos muy cuidadas de personas de rango; la atención al pormenor y al mismo tiempo que la economía máxima en los objetos, los rasgos físicos, los colores.
Raro pintor católico, La Tour depura al máximo la iconogafía religiosa, o la modifica con detalles sutiles que no están en ningún otro pintor. En una época en la que el método científico estaba empezando a discernir los procesos de la percepción visual, sobre todo en Holanda, la luz de las velas de Georges de La Tour es un estudio empírico y un símbolo sagrado. Cuanto más atentamente se mira más cosas se van viendo en esa penumbra.
Georges de La Tour. 1593-1652. Museo del Prado, del 23 de febrero al 12 de junio.