Hasta que, en 1915, el historiador del arte alemán Hermann Voss atribuyó dos cuadros a un tal Georges Dumesnil de La Tour, el rastro de este pintor lorenés, nacido en 1593 y muerto en 1652, se había borrado del mapa. Desde entonces se abrió una formidable pesquisa, que aún hoy sigue abierta, para reatribuirle una obra que había sido asignada a otros artistas de su época, principalmente españoles y, a veces, holandeses, pero tuvo que pasar más tiempo hasta que el público aficionado le asignase el fundamental papel singular que hoy se le concede en la historia del arte. Para que esto último tuviera lugar hubo que esperar a la exposición titulada Pintores de la realidad, que se exhibió en la Orangerie de París en 1934, y aún más, porque hasta 1948 no se publicó una monografía completa sobre el pintor, escrita por el investigador francés François-Georges Pariset. Desde entonces y hasta ahora, no han cesado las muestras y monografías sobre De La Tour en los principales museos del mundo, aportando cada una nuevos datos sobre su catálogo y enigmática personalidad, por no hablar de las encendidas polémicas acerca de las causas y características de su peculiar estilo, dentro de ese complejo haz internacional que fue el del realismo de corte caravaggista durante el siglo XVII europeo.
En cualquier caso, la interrogación candente es ¿cómo fue posible caer en este asombroso olvido de dos siglos y medio de un artista tan peculiar y potente? Es cierto que el vaivén de la fama se ha cernido sobre artistas que fueron menospreciados durante largos periodos, pero es muy excepcional que no se tuviese ninguna huella de su existencia. Protegido por el duque de Lorena y el rey francés Luis XIII, hoy tenemos constancia de que Georges de La Tour fue muy estimado por sus compatriotas contemporáneos y, en consonancia, que vivió en el desahogo económico y pudo elevar considerablemente su modesto origen social, el de una estirpe de artesanos de la panadería, pero nada de ello le franqueó la perduración de su memoria. Quizás, aventuran los especialistas, la causa de este ulterior silenciamiento fue debido a la voluntaria reclusión del pintor en el predio familiar de Lunéville, la conflictiva situación del ducado de Lorena o el progresivo cambio de gusto oficial francés en una dirección clasicista, antagónica con su agraz estilo naturalista, que apenas pudo fecundar en el país vecino más allá del primer tercio del siglo XVII.
Pero el misterioso De La Tour, del que apenas sabemos otros datos biográficos que el de su temperamento montaraz y su afición a apalear a algún vecino, no fue un caravaggista más, trufado de algunas notas holandesas tenebristas. La soledad y el silencio con que imaginó sus temas sacros y profanos, su alternancia de una manera “clara” y otra “oscura”, el impactante aura metafísica con que envuelve sus figuras, la sólida contextura lígnea con que resuelve su perfil, los extremos contrastes de tierna belleza y dureza acre de sus personajes, su distante sentido moral mordaz, etcétera, lo convierten en un caso único. Quizás por todo ello hubo que educar nuestra mirada, gracias al cubismo y a la reivindicación del realismo, que alentaron las vanguardias del primer tercio del XX, para que sintiéramos la larvada potencia de sus cuadros. Por lo demás, como les ocurre a los genios artísticos, De La Tour nos inspira hoy tanto desde un punto de vista formal como simbólico, convirtiéndose, por tanto, simultáneamente, en un referente plástico y filosófico. En este sentido, hay quien lo asocia a la mística franciscana y a san Juan de la Cruz, pero también con la percepción ardiente de la nada, que consume nuestra existencia. De él han escrito el tropel más variopinto de grandes autores contemporáneos, como, entre otros, René Char, Pascal Quignard y nuestro José Jiménez Lozano, además de la flor y nata de los historiadores del arte, como Charles Sterling, Jacques Thuillier, Pierre Rosenberg o Philip Conisbee. ¡Qué maravillosa emoción produce, en cualquier caso, la resurrección histórica de un fantasma!, ¡qué vivificante experiencia!
Georges de La Tour. Museo del Prado. Madrid. Del 23 de febrero al 16 de junio.