Arde la Amazonía colombiana
La deforestación desbocada dispara las alarmas de los ambientalistas. EL PAÍS sobrevuela las áreas más afectadas por la tala y quema de bosques
Las llamas devoran, una vez más, la Amazonía colombiana. Pocos minutos después de que la avioneta despega del aeropuerto de Villavicencio, la puerta de entrada a la inmensidad de las llanuras que dominan la mitad sur de Colombia, se comienza a observar las copiosas columnas de humo. Es apenas el preámbulo del alarmante paisaje que deja la deforestación, recrudecida en el nuevo año, en uno de los países más biodiversos del mundo. Las intensas quemas –empujadas por mafias, acaparadores de tierras, grupos armados y terratenientes– ya cercan reservas naturales y resguardos indígenas. Al acercarse al parque Sierra de la Macarena, se multiplican los huecos en la capa boscosa. Muchos pedazos de lo que antes era selva amazónica han quedado reducidos a cenizas.
A pesar de que el Cessna Centurión con capacidad para seis ocupantes se mantiene a más de 400 metros del suelo, el asfixiante humo de los incendios impregna la estrecha cabina. El cielo está cargado de esas partículas. “Le están metiendo candela debajo del bosque”, señala desde el puesto del copiloto, con su ojo entrenado, Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y Desarrollo Sostenible (FCDS). Desde 2015 hace estos sobrevuelos, armado de cámaras, tabletas y mapas satelitales, para vigilar y documentar esos agujeros en la selva.
En el recorrido de cerca de cinco horas, el pasado viernes, la avioneta se adentra después en Chiribiquete, el mayor parque natural de Colombia, declarado patrimonio cultural y natural de la humanidad y famoso por sus tepuyes salpicados por miles de pinturas rupestres. En el corazón del parque, en medio de ese mar de selva que se extiende hasta donde alcanza la vista, también surge una enorme cicatriz de árboles talados y aplastados, una operación que requiere de costosa maquinaría. “Medio millón de hectáreas de bosque, y en toda la mitad, esto”, se lamenta Botero al señalar esa porción. Debajo de las copas y el follaje, imperceptibles al ojo, corren carreteras ilegales que abrió la guerrilla de las FARC antes de dejar las armas hace ya cinco años.
“A pesar de que ya hay sitios con pocos remanentes de bosques, el tamaño de la deforestación y de las quemas sigue siendo enorme. Hay sitios que están quedando con un cambio de cobertura definitivo, algunos de ellos corresponden a corredores de conectividad ecológica que eran cruciales”, explica Botero, ya en tierra, en la sede de la FCDS en San José del Guaviare, a manera de balance. “Estamos entrando en un punto de inflexión. Es posible que antes haya habido más área deforestada, pero no necesariamente con esta intensidad”.
Los bosques naturales cubren cerca de 60 millones de hectáreas en Colombia, y la deforestación es lo que más contribuye al cambio climático en el país. Las quemas ocurren en el llamado arco de la deforestación, que se extiende por los departamentos de Caquetá, Meta y Guaviare. El fenómeno se filtra a los parques nacionales naturales y a la selva amazónica. Esos bosques garantizan, entre muchas otras cosas, le regulación del clima y la oferta de agua en la zona andina, a través de los llamados “ríos voladores”. Los parques constituyen un corredor biológico entre la Amazonia y Los Andes. Sin embargo, la deforestación sin freno, que no se detuvo ni siquiera durante la pandemia, tampoco da tregua en el nuevo año. Los ambientalistas han encendido todas las alarmas.
Los primeros meses son la temporada de menos lluvia en los sistemas de bosques, sabanas inundables y humedales que conectan a la Amazonía con la Orinoquía colombianas. Esa estación seca –que comienza en diciembre y va hasta marzo– ha sido particularmente cruda en este 2022. El calor es agobiante en San José del Guaviare, donde no llovió en todo enero, cuando se registró la mayor cantidad de puntos de calor en el bioma amazónico de Colombia en los últimos 10 años, de acuerdo con el Ministerio de Ambiente. En todo el territorio nacional, entre el 15 de diciembre y el 5 de febrero, se presentaron 1.950 incendios forestales y quemas prohibidas, según datos del Ministerio del Interior. En Guaviare se declaró una alerta roja por los incendios que consumen miles de hectáreas, y en Bogotá, la capital de Colombia, a unos 400 kilómetros, también se activó una alerta ambiental por la calidad del aire.
Las altas expectativas sobre los dividendos ambientales del acuerdo de paz firmado a finales de 2016 no se han podido materializar. Las otrora Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), hoy desarmadas y convertidas en un partido político, tuvieron una presencia histórica en estos territorios. La guerrilla restringía la deforestación, en parte porque las copas de los árboles dificultaban que el Ejército identificara sus campamentos desde el aire. Hoy, el abandono estatal es palpable allí donde las autoridades no llenaron el vacío que dejó la salida de los rebeldes. Otros actores armados han emergido, principalmente las disidencias que se apartaron de las negociaciones. La herencia de la guerra todavía pesa, acompañada de la amenaza de nuevos ciclos de violencia. La avioneta también sobrevoló el paraje rural donde hace dos semanas los disidentes quemaron dos vehículos de la Misión de Verificación de la ONU.
El panorama es alarmante, con implicaciones ambientales, diplomáticas y de seguridad. El Gobierno de Iván Duque –un crítico de los acuerdos que ha militarizado la política ambiental– se propuso en un primer momento mantener la pérdida anual de bosques al nivel récord de 2017, en torno a unas 220.000 hectáreas. Sin embargo, con el apoyo de Alemania, Reino Unido y Noruega –el mayor cooperante ambiental de Colombia–, estableció metas más agresivas, hasta 100.000 hectáreas o menos para el 2025, y 155.000 hectáreas o menos para el 2022. Empujada por la ganadería, el acaparamiento de tierras, la minería ilegal y los cultivos de coca, entre otras causas, la deforestación aumentó un 8% hasta 171.685 hectáreas en 2020.
Los datos para 2021 se conocerán en julio. El rezago estructural con la entrega de las cifras consolidadas solo permite conocer las de un año hasta mediados del siguiente. La crisis actual, por ejemplo, se podrá dimensionar en 18 meses, a mitad del 2023. Por eso, ambientalistas y cooperantes recurren a señales de alertas tempranas como los llamados puntos activos de calor, que sobre el terreno equivalen a incendios y quemas. “No es posible que un sistema dependa exclusivamente de las cifras oficiales. Lo que ha sucedido durante este cuatrienio confirma que se necesita robustecer la capacidad de la sociedad civil para mantener sistemas paralelos con información confiable, veraz y en tiempo real, para que el Estado se mueva”, apunta Botero. Las carreteras –legales e ilegales–, que abren la frontera agrícola y desde el cielo lucen como líneas naranjas que cortan el paisaje, están directamente relacionadas con la tala de árboles y son otra advertencia de lo que se avecina en los próximos años.
Los compromisos de Colombia el pasado noviembre en la cumbre climática de Glasgow, la COP26, serán imposibles de cumplir sin una implementación más decidida de los aspectos más “verdes” del acuerdo de paz, que se encuentran en gran medida estancados y sin financiación, advertía un reciente informe del International Crisis Group (ICG). Entre ellos, frenar la frontera agrícola, reintegrar excombatientes en economías rurales sostenibles, los proyectos de sustitución de cultivos ilícitos o los proyectos de desarrollo rural en los municipios más golpeados por la guerra. El documento también señalaba que el Gobierno debe redirigir sus esfuerzos contra los delitos ambientales hacia los actores económicos que impulsan la destrucción de bosques, en lugar de los taladores más pobres. Aunque ya existe una nueva ley de delitos ambientales, hasta ahora no se ha capturado a ningún gran determinador.
“Las acciones deben ser preventivas, no reactivas. Esta es una tragedia anunciada y año tras año en temporada seca vemos, con impotencia y dolor, al Amazonas arder”, apuntan más de 180 académicos colombianos en una carta pública a Duque y su ministro de Ambiente, Carlos Correa. A tres meses de las elecciones presidenciales, el próximo mandatario tendrá que abordar con precisión quirúrgica la emergencia en lugares como Chiribiquete. El asunto se ha asomado en la campaña. Dos de los candidatos más conocidos, Gustavo Petro y Alejandro Gaviria, ya sobrevolaron a finales del año pasado el arco de la deforestación, y otros se proponen hacerlo en los próximos días.
“La mayor parte de los centenares de miles de hectáreas de selva amazónica destruida desde que Duque gobierna, se debe a grandes capitales, a políticos locales, que acaparan tierras depredadas para venderlas en el futuro”, declaró Petro en su momento. “No podemos seguir echando carreta [embustes] afuera de nuestro compromiso con el cambio climático mientras no hacemos nada para evitar la quema del Amazonas”, manifestó por su parte Gaviria el fin de semana, cuando volvió a impulsar el tema en el debate público. “La deforestación está acabando con nuestros bosques, con nuestra biodiversidad, con lo que nos hace únicos frente al mundo. Esto tiene que parar”.
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