Ir al contenido

Muere John Gurdon, el Nobel que recuperó el tiempo perdido

Descubridor de la clonación, su trabajo fue olvidado y después reivindicado tras el nacimiento de la oveja ‘Dolly’

A veces se puede cambiar el mundo con humildad. “Buenas, me llamo John Gurdon y trabajo con sapos”. Así se presentaba un científico extraordinario, descubridor de que el tiempo biológico no es irreversible, inventor de la clonación, pionero de la reprogramación genética y Premio Nobel de Fisiología o Medicina. En las reuniones científicas su sitio favorito era con los estudiantes, que la mayoría de las veces no sabían quién era, charlando, preguntándoles sobre su trabajo y haciéndoles sentir importantes.

La historia de John Gurdon, que falleció esta semana a los 92 años, es un ejemplo de tesón frente a la adversidad y del papel de la serendipia en nuestra existencia. Criado en Surrey, en el sur de Inglaterra, pronto desarrolló un interés por la naturaleza que le llevo a coleccionar mariposas y a querer ser científico. Esta ambición se vio truncada por el informe de su tutor de Eton, donde estudió, que le evaluó como último de una clase de 250 con la profecía de que “a la vista de su proceder, su interés por ser científico es, francamente, ridículo… estudiar biología sería una pérdida de tiempo para él y para los que le tengan que enseñar”. Siguiendo un estilo inglés muy de la época, le mandaron a estudiar latín y griego.

A pesar de esto, con un apoyo materno que él siempre recordó, y su empeño propio, acabó en la Universidad de Oxford estudiando Zoología, a las puertas de lo que era su interés, la entomología. Sin embargo, aquí sufrió un nuevo rechazo que, como él dijo, quizás fuera un golpe de suerte, pues en aquella época tampoco había mucho interés en esa rama de la biología. Y así, a trompicones, se encuentra con Michael Fishberg, biólogo emigrado de Rusia, que le acepta como doctorando en embriología. Por proyecto le sugiere un experimento para testar una idea fabulosa que lleva años dando vueltas por los laboratorios: ¿Es la existencia biológica realmente irreversible? Quizás su trato de los estudiantes tenía que ver con su historial juvenil.

El descubrimiento de los genes y la observación de que durante el desarrollo las células se van especializando a partir del huevo fertilizado —glóbulos rojos, músculos, neuronas, cardiomiocitos— lleva a la pregunta de si, a medida que se especializan, las células pierden su potencial inicial. ¿Es posible recuperar un embrión, incluso otro adulto a partir de una célula diferenciada? Es decir, ¿es posible la clonación? ¿Envejecen las células? O, en términos biológicos, aunque tengan apariencias diferentes, ¿mantienen las células los genes que llevan aunque no se usen?

Dos científicos americanos, Robert Briggs y Thomas King, a quienes Gurdon siempre rindió homenaje, establecieron las reglas del juego con un sencillo experimento en ranas. Sustituyendo el núcleo de un huevo sin fertilizar por el de una célula de un embrión o de un renacuajo, observan si ese núcleo es capaz de dirigir el desarrollo de una nueva rana, un clon del original. Lo que descubren es que los núcleos de embriones tempranos son capaces de hacer renacuajos, pero que a medida que pasa el tiempo los núcleos de embriones más tardíos pierden esa facultad. Conclusión, con la edad y la diferenciación las células pierden la capacidad de generar un organismo. Las decisiones de las células no son reversibles. No hay marcha atrás en el tiempo biológico.

La ciencia avanza por replicación y un resultado negativo puede deberse a muchas causas. Con 23 años, bajo la tutela de Fishberg y quizás motivado por su costumbre de no aceptar un no como respuesta, Gurdon inicia sus trabajos para replicar los experimentos de Briggs y King. Cambia de anfibio, de la rana al sapo Xenopus laevis, y lucha con agujas y técnicas. Al cabo de dos años, tiene la primera respuesta, en 1958 obtiene renacuajos con células de embriones tardíos. Más tarde, usando núcleos de células intestinales activas de un renacuajo, es capaz de obtener sapos adultos que más tarde muestra que son fértiles. Con el tiempo demuestra lo mismo con otros tipos celulares. Puede que la célula envejezca, pero la información que tiene se puede recuperar. La vida es, en principio, reversible.

En Cambridge desde 1972, primero en el mítico Laboratorio de Biología Molecular y luego en el departamento de Zoología, establece Xenopus como una herramienta para la biología molecular, que en aquel momento se está desarrollando, y crea una progenie intelectual importante. En 1991 funda el Instituto de biología del desarrollo del Instituto Wellcome-CRC que acabaría llevando su nombre y donde explora las reglas moleculares de la biología del desarrollo.

Los experimentos de reprogramación celular de Gurdon se convirtieron en un elemento central en la transformación de la embriología, en un ejercicio descriptivo en la biología del desarrollo, y en una labor analítica. También sirvieron de inspiración para varias generaciones de biólogos. Pero fuera del campo y al margen de historias de ciencia ficción sobre clonación humana en las que él nunca estuvo interesado, su trabajo no despertó mucho interés hasta que en 1996 nació la oveja Dolly. Entonces el foco vuelve a la clonación y el trabajo de Gurdon se menciona como la motivación perdida en la noche de los tiempos. Quizá fue la lana de Dolly y su nombre los que devolvieron el foco al trabajo de Gurdon que entonces sí, tímidamente, sale de los círculos académicos. En la celebración de su 70 cumpleaños, uno de sus discípulos, reflexionando sobre el impacto de Dolly, flotó la idea de lo que hubiera pasado si su primer sapo clonado hubiera tenido un nombre, Kermit, por ejemplo.

Pero el reconocimiento llegó y en el 2012 el comité del Nobel reconoció su trabajo. Lo que trajo el premio no fue Dolly, sino los experimentos del japonés Shinya Yamanaka reprogramando químicamente células humanas adultas. El extraordinario resultado de Gurdon con Xenopus era profético, hay una ruta a la eterna juventud. Las derivadas de estos experimentos están vivas.

Los 50 años que Gurdon pasó en Cambridge dejan una labor científica y docente significativas que solo están al alcance de los grandes. También una colección de anécdotas de un personaje pintoresco, humano y muy británico. Durante años iba a trabajar en un Lotus rojo que dejaba en el aparcamiento de la universidad y de donde salía con un maletín antiguo que contenía sus secretos. En invierno con su bicicleta, bien abrigado y protegido con un gorro de lana. Siempre retando a la autoridad y a la naturaleza con amabilidad. Amaba la aventura y, cuando podía, se perdía en bosques, desiertos o montañas de las que muchas veces volvía con la recompensa de su interés infantil, mariposas y de donde en alguna ocasión tuvo que ser rescatado. Gurdon ocupó varias posiciones administrativas y de liderazgo en la Universidad de Cambridge, pero nunca dejó de hacer experimentos. Fue justo durante la pandemia cuando colgó su micromanipulador, su microscopio y la pipeta.

Hablar con él era adentrarse en un ejercicio socrático, quizás derivado de sus tiempos de estudios clásicos, en los que te desarmaba con preguntas básicas, fundamentales, que desnudaban tu aparente sabiduría.

Los muchos españoles que estudiaron y trabajaron en Cambridge, y fuimos muchos, le recordaremos ofreciéndonos sus galletas con una taza de té y muchas preguntas sobre nuestro trabajo en la cantina del departamento o del instituto, siempre con una sonrisa pícara que dejaba caer que él sabía algo más que tú, algo que quizás no podías saber. Y sobre todo le recordamos en la primera fila de los seminarios de los viernes en uno de esos antiguos anfiteatros británicos, escuchando charlas con atención y al final, con pausa, haciendo preguntas que siempre iluminaban la exposición que las precedía.

John Gurdon ha sido un faro para una generación de estudiosos de la vida que poco a poco nos abandona, dejándonos un gran legado científico y técnico pero huérfanos de referencias. Gurdon solía repetir que un científico siempre debe tener preguntas, que la ciencia se mueve por preguntas. Ese era el mantra de su generación y que a algunos de nosotros nos hace preguntarnos qué pasaría si, en este mundo de información desbocada en la que muchos sugieren hacer ciencia sin hipótesis, fuéramos capaces de combinar la experiencia que heredamos de ellos con las posibilidades que nos ofrece el presente. John Gurdon nunca acepto no como respuesta y en su recuerdo, igual que podemos recuperar el potencial de la célula, quizás debiéramos recuperar ese arte de hacer ciencia con preguntas que estamos dejando atrás.

Alfonso Martínez Arias es Profesor ICREA en la Universidad Pompeu Fabra y autor del libro Las arquitectas de la vida (Paidós).

Más información

Archivado En