De primero, perro. Cómo el mejor amigo del hombre se convirtió en parte de su dieta

Se sacrifican 30 millones de canes cada año para comerlos. Los antropólogos creen que su consumo se normaliza en épocas de hambruna y al convertirse en un rasgo identitario se dificulta su prohibición

Activistas por los derechos de los animales asisten a una manifestación contra el consumo de carne de perro en Corea.JEON HEON-KYUN (EFE)

En Corea del Sur, decir que te encantan los perros es un tanto ambiguo: pueden ser parte de la familia o del menú. Pero un proyecto de ley aprobado esta semana pondrá fin a esta costumbre histórica. El Gobierno ha dado tres años de plazo a los 1.600 restaurantes y 1.150 granjas de perros del país para presentar un plan de cierre o reconversión. Sin embargo, esta medida no pondrá fin a una práctica relativamen...

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En Corea del Sur, decir que te encantan los perros es un tanto ambiguo: pueden ser parte de la familia o del menú. Pero un proyecto de ley aprobado esta semana pondrá fin a esta costumbre histórica. El Gobierno ha dado tres años de plazo a los 1.600 restaurantes y 1.150 granjas de perros del país para presentar un plan de cierre o reconversión. Sin embargo, esta medida no pondrá fin a una práctica relativamente extendida en Asia. Casi una veintena de países siguen permitiendo el consumo de canes. Según la ONG Humane Society International, anualmente se sacrifican 30 millones de ejemplares para el consumo humano, aunque las cifras podrían ser mayores, pues es un sector muy desregulado. El mejor amigo del hombre se convierte, en determinados lugares y contextos, en parte de su dieta. Antropólogos, historiadores y biólogos intentan entender por qué.

Desde un punto de vista evolutivo, el consumo de carne de perro no tiene mucho sentido. Este animal fue, probablemente, el primero que domesticó la humanidad. “Los usábamos para la caza, el pastoreo, la guardia… Y nos salía mucho más rentable eso que comérnoslos”, explica en conversación telefónica Rocío Pérez, antropóloga del grupo de investigación de sociología de la alimentación, de la Universidad de Oviedo.

El roce hizo el cariño y esa visión utilitarista dio paso a una de amistad interespecie. “A lo largo de los siglos hemos hecho un proceso de antropomorfización de estos animales. Los hemos empezado a ver como un miembro de la familia, hasta el punto de que comerlos nos parece casi canibalismo”, apunta Pérez. Pero otras sociedades han evolucionado de forma diferente. Es una cuestión cultural. “A nosotros nos puede parecer raro que coman perro, como a ellos que nosotros comamos otras cosas”.

La chef coreana Haesung Yoon y su pareja, el español Raúl Rivelles, pueden dar fe de ello. Presumían en 2017 de hacer las mejores paellas de Corea del Sur. Sin conejo, por supuesto. “Era imposible conseguirlo y bueno… Creo que la gente fliparía si lo hubiéramos metido”, confiesa ella al teléfono. “Es un poco raro, allí no se come”. La idea de Yoon está bastante extendida a nivel mundial. Este animal, tan presente en los menús de la dieta española, es una rareza gastronómica, un tabú impensable en muchos lugares del mundo, donde los conejos son únicamente una mascota.

Perros destinados al consumo en una jaula en una granja de perros en Pyeongtaek, Corea del Sur, el 27 de junio. Ahn Young-joon (AP)

Con los años, Yoon y Rivelles hicieron el viaje inverso. Hoy regentan en Valencia un popular restaurante de comida coreana. Dumplings, kimchi, Ganjang Suyuk… Ni por un segundo pensaron en introducir carne de perro en el menú. “Su consumo es muy residual”, apunta Rivelles. “Yo no vi ningún restaurante que lo sirviera en cuatro años viviendo allí”. La propia Yoon jamás lo ha probado, explica: “Hasta la generación de mi abuelo, con la guerra, era normal comer perro, porque entonces apenas había cerdo, ni vaca, eran un lujo. Pero ya la generación de mis padres dejó de hacerlo. Y ahora mismo casi nadie lo hace”.

Según una encuesta de Gallup, solo el 8% de los coreanos decía haber comido perro en 2022, frente al 27% que lo reconoció en 2015. El consumo de estos animales fue muy popular durante la Guerra de Corea, en los años cincuenta. Se utilizaban en un plato llamado bosintang, que podría traducirse como “sopa buena para el cuerpo”. Se le empezaron a atribuir propiedades curativas y pasó a formar parte de la dieta, convirtiéndose en un elemento identitario. “Las costumbres gastronómicas, con el paso de los años, se van codificando en la cultura, la religión y la moral”, explica Pérez. “Se va construyendo una forma de legitimar lo que se come y lo que no”.

El cerdo y los toros

En la historia existen ejemplos muy claros de esta codificación. Musulmanes y judíos no comen carne de cerdo, y ambas religiones se extendieron por zonas desérticas, donde el cerdo no era habitual, pues consumía mucha agua y podía ser incluso un competidor directo del hombre al ser omnívoro. Una de las teorías es que ambas religiones introdujeron como dogma lo que no era más que una costumbre cuando se extendieron por otras latitudes, explica el catedrático de Biotecnología José Miguel Mulet, autor del libro Somos lo que comemos. Por el contrario, “en España se come tanto cerdo porque su consumo era público para diferenciarse de árabes y judíos”, apunta. Así se empezó a convertir la matanza en un acto social y festivo a la usanza de la fiesta del cordero musulmana.

Pero todo esto es contextual e histórico, va evolucionando con la cultura. Y la evolución, en el caso coreano, es más que evidente. En los últimos 40 años ha pasado de ser un país subdesarrollado a convertirse en la undécima economía del mundo. Su crecimiento ha venido acompañado de una explosión cultural: cine, series y música han colocado a Corea del Sur en el mapa del mundo. La globalización ha hecho que las nuevas generaciones de surcoreanos se miren en el espejo occidental. Y allí no han visto a nadie comiendo perro. A medida que en Corea aumentaban los ingresos, la tenencia de mascotas y la preocupación por el bienestar animal, se empezó a ver el consumo de esta carne como algo extraño. Pero desenganchar una costumbre centenaria de la cultura de un país no es fácil.

Activistas por los derechos de los animales asisten a una manifestación contra el consumo de carne de perro en Corea.Ahn Young-joon (AP)

Distintos gobiernos surcoreanos han intentado prohibir el consumo de perro desde los años ochenta, pero se han encontrado con la oposición de los sectores más conservadores y de la Asociación Coreana de Perros Comestibles, un grupo de criadores y hosteleros. Ellos argumentan que, dada la decreciente popularidad entre los jóvenes, debía permitirse que la práctica se extinguiera de forma natural, con el tiempo. Viendo que sus peticiones no han sido atendidas, han anunciado que planean llevar el asunto ante el Tribunal Constitucional. En un reportaje de la BBC, varios criadores declaraban que se trataba de una guerra contra la cultura coreana. Que hay una raza de perros que se cría únicamente para el consumo humano. Que la ley supone “una violación de la libertad de la gente a comer lo que quiera”.

“En Corea está pasando con los perros como en España con los toros”, señala Mulet. “Si vas a una plaza, vas a ver que la media de edad es bastante elevada. También lo es la de los consumidores de perros. Las nuevas generaciones no conectan con esto. En un mundo globalizado, las costumbres permean de cultura en cultura y cada vez más rápido”.

Carne cara y fibrosa

En el caso de los perros, además, hay motivos prácticos que respaldan abandonar su consumo. “Es un desastre desde el punto de vista ecológico y económico”, señala el experto. “Hay una regla en ecología que es la del 10%. Cada escalón de la pirámide trófica solo aprovecha el 10% de la biomasa del anterior. Por hacer números muy grandes y muy vastos, cada kilo de carne de un carnívoro, como el perro, precisaría 10 kilos de otros animales herbívoros. Y estos, a su vez, de 100 kilos de vegetales”. Además, apunta el biólogo, la carne de perro no tiene que ser precisamente buena. “Normalmente, los animales que se crían para el consumo humano, se mueven poco y se sacrifican jóvenes, para que la carne esté tierna y sabrosa. Un animal como el perro, que no se está quieto… Lo normal es que sea una carne fibrosa y dura”.

Por todo esto, defiende Mulet, el consumo de perro solo se entiende en contextos de necesidad y pobreza. Entonces se tiraba del animal que se tenía más a mano. Y ese solía ser una mascota. “Durante la posguerra, aquí [en España] se comía gato”, ejemplifica el biólogo. Lo que parece más raro es que este consumo extraordinario se codifique en algo cultural, que haya cristalizado en recetas que pasan de generación en generación. Que se haya convertido en un rasgo de orgullo nacional.

“Imagina que alguien hubiera dicho que eso de comer gato fuera algo identitario español”, reta Mulet. “Pues hoy en día tendríamos determinadas poblaciones donde el gato sería reivindicado como parte de la gastronomía, cuando no fue más que el producto de una necesidad”. Es lo que sucedió en varios cantones de Suiza, donde la carne ahumada de perro y gato es una rareza que sobrevive. Según cálculos de la ONG Mensch-Tier-Spirits-Helvetia, en torno a un 3% de los suizos la consume de vez en cuando.

Lo que está sucediendo en los últimos años con los perros, en cualquier caso, no es algo excepcional. “Hemos establecido que algunas especies se pueden comer y otras no”, explica en un intercambio de mensajes el periodista británico Henry Mance, autor del ensayo How to Love Animals (”Cómo amar a los animales”, inédito en España). Pero esa lista, más allá de los motivos biológicos, tiene implicaciones culturales y va cambiando. “En algunos casos, hay animales que salen de la dieta por su cercanía con los humanos, como los perros y los gatos”, apunta Mance. Otras por ser consideradas demasiado sucias, como las ratas. O demasiado majestuosas e icónicas, como las jirafas.

“Ahora está sucediendo con los perros en Asia, se están dejando de comer”, señala. Además de en Corea del Sur, en los últimos años se ha prohibido su consumo en Hong Kong, India, Filipinas, Singapur, Taiwán y Tailandia. Y en los países donde es legal, su presencia en la dieta es cada vez más residual. Es un proceso que se produce por contagio y de forma imparable. Para entenderlo, Mace pone el ejemplo de lo que sucedió en Europa y Estados Unidos con otro animal en el siglo XX. “Es como lo que pasó con los conejos”, dice. “Hoy en día son demasiado queridos para que nadie quiera comerlos”.

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