¿Por qué comes ‘mierda’?
Prepublicación del libro ‘Come mierda’, del nutricionista Julio Basulto, que sale a la venta mañana
Soy consciente de que ninguna universidad me nombrará doctor honoris causa por mi labor después de escoger un título tan escatológico como el que da nombre a este libro. Pero nunca he aspirado a pasar a la historia de la nutrición, ni ambiciono hacer ostentación de solemnes títulos delante o detrás de mis apellidos. Mi objetivo es desvelar. Es decir, quitar ese velo que nos impide ver nítidamente que hay multimillonarios intereses que persiguen que traguemos comida indigna de llamarse así mientras pensamos que no pasa nada (“¿acaso no la venden?”), que un día es un día (”sé que no es bueno, pe...
Soy consciente de que ninguna universidad me nombrará doctor honoris causa por mi labor después de escoger un título tan escatológico como el que da nombre a este libro. Pero nunca he aspirado a pasar a la historia de la nutrición, ni ambiciono hacer ostentación de solemnes títulos delante o detrás de mis apellidos. Mi objetivo es desvelar. Es decir, quitar ese velo que nos impide ver nítidamente que hay multimillonarios intereses que persiguen que traguemos comida indigna de llamarse así mientras pensamos que no pasa nada (“¿acaso no la venden?”), que un día es un día (”sé que no es bueno, pero [ponga aquí una excusa]… “), o bien que comemos ambrosía (”¡es eco y está enriquecida con 87 vitaminas y 309 antioxidantes!”). También, por supuesto, que nos sintamos unos apestados sociales si no la engullimos a diario. Es una navaja de doble filo: hay quien se siente mal por no comerla y quien sufre por hacerlo, porque sabe que no es sana. La propia existencia de esta “comida” nos hace sentir mal, hagamos lo que hagamos con ella.
“Mierda” según la Real Academia es “Cosa mal hecha o de mala calidad” (cuarta definición, en el diccionario). Según amplío en el capítulo XX, hace poco me topé en un supermercado con una palmera de chocolate del tamaño de Alaska a un precio irrisorio y que cubre, ella solita, nuestros requerimientos calóricos diarios (la energía que necesitamos en todo un día). Azúcar, harina refinada, grasa malsana y sal, con una nefasta calidad nutricional. ¿No es acaso una “cosa mal hecha o de mala calidad”? Por supuesto que lo es. El problema es que no se trata de una excepción. El problema es que, tal y como iremos viendo a lo largo de este libro, vivimos rodeados de mierda. La compramos, la transportamos, la almacenamos… y nos la comemos. Y eso no es lo peor. Lo peor es que hay quien pretende inocular en el imaginario social cuatro ideas aterradoras:
1.- que esa mierda es nutritiva e incluso puede llegar a ser saludable,
2.- que forma parte de nuestro patrimonio histórico y cultural (“Galletas se han comido siempre y no estamos tan mal…”),
3.- que si en casa no tienes un alijo con una buena dosis eres, en el mejor de los casos, un maniático excéntrico, un aprensivo antisocial, un radical inflexible o un enfermo ortoréxico, y
4.- que si no permites que tus hijos la coman a diario los vas a convertir en unos marginados, en unos inadaptados y, sobre todo, en unos infelices.
Justo después de su definición, la RAE nos propone este ejemplo: “Este paraguas es una mierda”. Al leerlo, me pregunté a mí mismo: ¿Por qué está bien que la RAE considere que un paraguas de mala calidad pueda ser “una mierda”, pero está mal que yo afirme que los productos malsanos que nos rodean son una mierda? Como veremos, la calidad nutricional de la mayoría de los productos alimentarios que tenemos a nuestro alcance es mala. Malísima.
“Pienso”, luego enfermo
En algún momento pensé en titular el libro “Comemos pienso”. Tiene sentido, porque ingerimos buena parte de nuestras calorías a partir de mezclas de materias primas difíciles de clasificar, como sucede con los piensos compuestos que se dan a los animales y que regula el artículo 15 del reglamento 187/2002. Pero tales piensos no son necesariamente malsanos, es decir, no son productos alimenticios ultraprocesados no inocuos (más abajo amplío este concepto) que se venden bajo el paraguas de las regulaciones vigentes, como sí sucede con los mejunjes revisados en este libro. Tampoco tienen ingentes cantidades de sustancias destinadas a que al animal le sea casi imposible dejar de comer. La definición de los valores nutricionales de los piensos es más cuidadosa que la de la comida chatarra: salvando las distancias en relación a otros parámetros, los fabricantes de pienso definen específicamente el perfil nutricional de sus productos primando factores que se descartan en la fabricación de muchos de los productos alimentarios que constituyen parte esencial de la dieta de muchas personas. Así que descarté la idea.
En cambio, sí que he querido modificar la conocida cita de Descartes “Pienso, luego existo”, porque permite un divertido juego de palabras. Por una parte, el “pienso” nos enferma, como comprobarás en capítulo 3. Pero, por otra parte, pese a que muchos creemos que nuestros pensamientos nos alejarán de una dieta malsana, lo cierto es que es muy complicado que lo logren. En la investigación “Libertad parental como barrera frente a la publicidad de productos alimentarios malsanos dirigidos al público infantil”, coordinada por el abogado Francisco José Ojuelos (autor del insuperable epílogo de este libro), se justifica que los conocimientos de los niños, de sus madres y padres, de la población general e incluso de profesionales sanitarios y legisladores no permite hacer frente al cóctel explosivo que nos rodea, formado por combustibles como los siguientes:
- Una enorme oferta de productos malsanos,
- Un marketing depredador,
- La incapacidad de los menores de protegerse a sí mismos,
- El manejo de conceptos obsoletos por parte de las administraciones,
- El desinterés de los tribunales, que tienen un doble rasero: uno para la protección de los consumidores y otro para la protección de los intereses comerciales.
- Un incumplimiento masivo de las normas de publicidad de alimentos, a pesar de estar hechas por la propia industria (¿te imaginas hacerte tus propias normas, para luego no acatarlas?).
La chispa que enciende la mecha del explosivo cóctel empieza en la primera infancia, ya que las fuerzas que conspiran para que nuestros hijos no reciban leche materna, sino fórmulas infantiles, son poco amables y muy poderosas.
Por más que pensemos, supone un esfuerzo descomunal contrarrestar la información manipulada que recibimos por parte de los fabricantes de pienso.
El truco de la seguridad alimentaria
Cada vez que alguien suelta “todos los alimentos que podemos comprar hoy en países desarrollados son seguros” muere un nutricionista en algún lugar del mundo. ¿Por qué? Porque el común de los mortales interpreta que son inocuos. Y no es lo mismo hablar de seguridad alimentaria que de inocuidad alimentaria. La seguridad alimentaria es la que nos protege, por ejemplo, de graves toxiinfecciones que no hace tanto tiempo mataban a millones de personas (hablo de seguridad alimentaria en el capítulo 3). Pero hoy sabemos, sobre todo desde la publicación del libro El derecho de la nutrición del ya citado abogado Francisco José Ojuelos, que un alimento “seguro” desde el punto de vista microbiológico puede no serlo desde el punto de vista de la salud. Sobre todo si presenta una elevada cantidad de los llamados “nutrientes críticos” (como sal, azúcares libres o grasas de baja calidad nutricional). Y ahí es donde entra el concepto “inocuidad nutricional”. Ojuelos explica, en su artículo “Por una ciencia y tecnología alimentarias en favor de la inocuidad plena: unas notas desde el Derecho”, que:
“[…] el legislador alimentario global no se enfrentó a un problema de falta de inocuidad por alta presencia de nutrientes críticos en los albores de la codificación. Hoy, sin embargo, una parte importante de la oferta está compuesta por productos malsanos. Nuestro derecho alimentario está pensado para enfrentarse a agentes bióticos y abióticos que suponen la contaminación alimentaria, incluyendo la presencia natural de patógenos dentro del concepto ‘contaminación’”.
Explico lo anterior porque todos tenemos bien cerca hábiles trileros que, después de calculados movimientos de prestidigitador, nos preguntan en qué cubilete está la bolita rotulada con las palabras “seguridad alimentaria”. Al levantar el cubilete nos felicitarán por haber ganado la apuesta (“Enhorabuena, era el del medio: ‘todos los alimentos son seguros’”), sin ser conscientes de que hemos sido víctimas de una trampa. Al volver a casa echaremos de menos nuestra cartera, robada por los compinches del trilero, quienes nos rodeaban mientras nos sentíamos vencedores. En la cartera no había dinero sino algo mucho más valioso todavía: nuestra salud.
‘Come Mierda’. Julio Basulto. Vergara, 2022. 327 páginas. 18,90 euros.
Julio Basulto (@JulioBasulto_DN) es un Dietista-Nutricionista que intenta convencer al mundo de que comer mal no se compensa con una zanahoria. También imparte conferencias, ejerce como docente en varias instituciones académicas, colabora con diferentes medios de comunicación y es autor de numerosas publicaciones científicas y divulgativas (www.juliobasulto.com).
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