“No es solo un piso, es mi hogar”

La gentrificación o aburguesamiento de barrios modestos expulsa al vecindario tradicional de sus casas en Valencia

Teo Moreta, de 42 años, es otra víctima de la gentrificación o aburguesamiento (zona en decadencia y que, por diferentes factores, se renueva y pasa a ser ocupado por gente de más estatus, desplazando a los vecinos originarios) de su barrio. Es inquilino desde hace más de dos décadas de una finca en el distrito de La Saïdia, al norte de Valencia, una zona modesta pero bien comunicada con el centro, las universidades y la playa. Y el 6 de abril será expulsado del barrio porque un inversor inmobiliario ha comprado el bloque de viviendas donde vive para remozarlo y vender o alquilar a precios más altos.

Teo, en la cocina de su casa alquilada, que debe dejar el 6 de abril tras 22 años viviendo en ellaMÒNICA TORRES

Sin recursos económicos y con un familiar al que cuida, la pesadilla de Teo comenzó el pasado julio cuando le notificaron por carta –con el membrete de un promotor inmobiliario pero sin firma ni cuño-, que su contrato quedaba resuelto y tenía que dejar libre la vivienda, retirar sus enseres personales y dejar al corriente de pago el agua, la luz y el gas. Una promotora inmobiliaria Grupo Vértice e Inversiones Blue Santorini, que compran inmuebles deteriorados para luego remozarlos, adquirió el número 4 de la...

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Sin recursos económicos y con un familiar al que cuida, la pesadilla de Teo comenzó el pasado julio cuando le notificaron por carta –con el membrete de un promotor inmobiliario pero sin firma ni cuño-, que su contrato quedaba resuelto y tenía que dejar libre la vivienda, retirar sus enseres personales y dejar al corriente de pago el agua, la luz y el gas. Una promotora inmobiliaria Grupo Vértice e Inversiones Blue Santorini, que compran inmuebles deteriorados para luego remozarlos, adquirió el número 4 de la calle Fray Pedro Vives de la capital valenciana, con sus 26 pisos, y pidió a los inquilinos –menos a tres o cuatro de renta antigua que protege la ley- que se fueran del edificio. Siete meses después resisten la presión muy pocos; la mayoría se han marchado sin mirar atrás.

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Teo paga una renta de 255 euros mensuales por una casa de 65 metros cuadrados que cuida con esmero pero que pide a gritos mejoras estructurales. No quiere dejarla: “Siempre he dicho que no es una casa alquilada, es mi hogar. Estoy defendiendo mi hogar”, apunta este afectado días antes de que venza el plazo dado por la inmobiliaria para que lo abandone. Este hombre llegó a este piso siendo un crío y desde entonces no se ha movido de ahí. Su contrato de alquiler caducó pero nadie le dio preaviso.

Antes de las cartas, la mayoría de los 26 pisos estaban habitados por familias con hijos, personas mayores, jóvenes sin demasiados recursos, muchos de otras nacionalidades. Desde que llegó el nuevo inversor, hace unos ocho meses, la inmensa mayoría se ha marchado presa del miedo, el desconocimiento o, sencillamente, huyendo de líos. Los que quedan resisten por convicción o porque no encuentran pisos que estén al alcance de su bolsillo. Es el caso de otra de las inquilinas, que prefiere permanecer en el anonimato. Con 58 años, no tiene trabajo fijo, tiene problemas con sus rodillas y por las últimas viviendas que ha visitado le piden entre 400 y 550 euros del alquiler: “Son muy caros para mí”.

“No te imaginas que pagando una casa, de repente, te levantas un día y te dicen: ’Ustedes de aquí sobran’. Sobramos porque tienen que haber otras personas u otros objetivos que cuentan más que nosotros y, yo respeto la ley, y sé que los compradores tienen sus derechos. Lo que no entiendo es la desprotección en que quedan las personas que viven ahí”, añade Teo.

Los inquilinos, con sus hijos matriculados en los colegios del barrio, los mayores con su ambulatorio cerca, han tenido que abandonar el piso e irse fuera. Wilson, propietario de la peluquería que había en los bajos del edificio, ha podido quedarse cerca; concretamente enfrente, pero recuerda cuando tuvo que bajar la persiana a pesar de ser un negocio productivo e irse de la finca. “Llevaba seis años con la peluquería y pagaba una renta mensual de 375 euros [en el local que ahora ocupa paga 500] e incorporé a un socio y pedí un nuevo contrato al arrendatario, era de un año prorrogable, pero a los seis meses me mandaron una carta diciéndonos que nos teníamos que ir”, apunta. Este peluquero llamó a la persona que aparecía como contacto en la carta  que envió el grupo inmobiliario, que le llamaba casi a diario por teléfono para decirle que tenía que dejar el bajo, y le pidió verlo para hablarlo cara a cara. “Nunca lo conocí”, dice ahora. No quiso renegociar con él. “Y me tuve que ir después de haber hecho mejoras en el local”, recuerda.

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Durante unos meses, Teo convocó a los vecinos a reuniones en el zaguán, colocaba avisos en la escalera pero se los arrancaban. Al final optó por avisarles pasando notitas bajo la puerta citándolos en su propio piso para evitar el boicoteo. La llegada del inversor inmobiliario se asemejó a cuando coges una campana y haces mucho ruido: “Nos decían que iban a reformar toda la finca, cogieron un piso [ahora está cerrado y sin inquilino] y empezaron a reformarlo sin avisarnos. Trabajaban hasta en fin de semana... Los avisos a los vecinos para que se fueran no cesaban… Fue como una avalancha: las cartas, los golpes por las obras, la incertidumbre…, y la gente se sintió anulada”, describe este inquilino.

Wilson, en su nueva peluquería.MÒNICA TORRES

Dos hijas de una de las inquilinas de renta antigua, de 87 años y a la que no pueden echar porque lleva 57 años en la finca, critican la situación. “No hay derecho a que tiren a la calle a los de renta antigua ni a los de nueva. Se está diciendo que la Comunidad Valenciana se está volviendo muy turística pero no me parece bien que tiren a personas que llevan 20 años para meter a otras nuevas”, apunta una de ellas.

Teo y el resto de vecinos de pidieron ayuda ante los rumores de que sus casas podían convertirse en futuros apartamentos turísticos. La asociación Entre barris de Valencia les apoyó e hizo de altavoz de lo que consideran otro caso de “gentrificación y turistificación”. Según este colectivo, la compra de edificios enteros por parte de grupos inversores y la expulsión del vecindario habitual es una realidad cada vez más frecuente en Valencia y otras capitales españolas. Se han dado casos parecidos en otros distritos de la ciudad como Ciutat Vella –en pleno casco histórico- o Russafa, uno de los barrios valencianos de moda. La asociación vecinal ha lanzado una campaña en redes sociales para frenar el alquiler vacacional y promover una regulación estricta que detenga la especulación inmobiliaria y garantice el acceso a la vivienda.

Y no son los únicos que alertan del cambio de modelo de la ciudad. Una de las patronales hoteleras valencianas más potentes, Hosbec, se quejaba hace solo unos días de la proliferación de pisos turísticos en la capital. “Hay más plazas de apartamentos turísticos que oferta hotelera”, se quejaban sus dirigentes.

Un portavoz de Inversiones Blue Santorini y Grupo Vértice, Alberto Talora, explica telefónicamente a este diario que compraron el edificio y se decidió realizar obras de mejora –han reformado solo un piso que está vacío- para luego "vender" las viviendas a mejores precios. “Se les ha avisado con siete u ocho meses de antelación y se les ha ayudado en lo que se ha podido”, asegura. Según el portavoz, los contratos vencieron y tenían que irse. Talora niega que haya habido acoso inmobiliario. “Al final ni tienes los pisos vacíos, ni puedes hacer obras, y algunos ni te pagan. Hay otros que están fuera del plazo que les dimos y se les insiste más”, apunta Talora.

Teo lo tiene claro: “Si me voy sin pelear, no me lo voy a perdonar nunca. Me iré cuando me lo diga un juez”, advierte no sin apostillar que si el anterior propietario del edificio lo hubiera mantenido en condiciones, a lo mejor, no hacía falta que nadie viniera a remozarlo.

La fachada del edificio del número 4 de la calle Fray Pedro Vives de Valencia, una zona bien conectada con el resto de la ciudad por la parada de tranvía que hay a escasos metros.MÒNICA TORRES

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