Una escritura de cine
La novela donde Andrés Carranque de Ríos refiere su incursión en el mundo del cine coincide en las librerías con un guion de Concha Méndez que se llevó a la pantalla
Andrés Carranque de Ríos es un personaje de novela no solo porque haya protagonizado alguna —La sombra del anarquista, de Asís Lazcano—, sino porque tiene una vida de épica menor, entre la bohemia y la picaresca inducida por la miseria...
Andrés Carranque de Ríos es un personaje de novela no solo porque haya protagonizado alguna —La sombra del anarquista, de Asís Lazcano—, sino porque tiene una vida de épica menor, entre la bohemia y la picaresca inducida por la miseria. Madrileño de 1902, era el primogénito de una familia proletaria y archinumerosa, y compensó su carencia de estudios leyendo como un poseso mientras malvivía de sucesivos oficios de mono azul. En la cárcel Modelo, en la que ingresó por redactar y difundir un manifiesto anarquista tras el asesinato de Dato (1921), se tragó toda una biblioteca que apenas pudo digerir. De allí salió para iniciar el aprendizaje del maudit por los bulevares de París, decidido a ser escritor. Su primer fruto fueron los poemas de Nómada (1923), cuyo furor bakuniniano mezclaba mal con los dengues y desmayos simbolistas, en una aleación de dandi y obrero de Lavapiés. Antes de darse a la narrativa, entre 1927 y 1930 pretendió hacerse un hueco como actor de cine. A su protectora Concha Lagos le debe algunas fotos con las que trataba de encandilar a los productores, y en las que aparece como un donjuán alto, oliváceo y demacrado, a lo que algo contribuiría el hambre. Al final de su corta vida publicó tres novelas, de sustancia autobiográfica y picaresca: Uno (1934), La vida difícil (1935) y Cinematógrafo (1936).
Del cine cosechó algo más que un álbum de fotos y varios papeles de secundario, pues su actuación en Zalacaín el aventurero le permitió acercarse a Baroja, al que consiguió arrancarle un prólogo con elogios parcos para su primera novela. Desde entonces cundió la idea de Carranque como autor barojiano y, aunque lo es por su antiestilismo, la arquitectura coral de sus novelas y las escenas encajadas a modo de collage recuerdan más al Dos Passos de Manhattan Transfer que a Baroja. Sí es plenamente barojiano su retrato de la España vieja. La Alcolea en que recala como médico Andrés Hurtado en El árbol de la ciencia del vasco es aquí Daimiel, una llanura agujereada por miles de fosas sépticas a falta de alcantarillado y con su casino de ricos y su casino de obreros.
Su anarquismo queda sintetizado en una explicación de su alter ego Álvaro Giménez: el anarquista no cree “en Dios, ni en los generales, ni en los obispos”, pero sí “en los árboles, en el sistema planetario y en el valor disolvente de las bombas”. En 1935 gozaba ya de prestigio como autor revolucionario, por lo que el Heraldo de Madrid lo envió en junio de corresponsal a París para informar sobre el I Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. En su estreno de cronista deja constancia de su condición de fracasado: René Crevel, el escritor surrealista en cuya casa se iba a alojar, se suicidó sin aguardar a que llegara su huésped.
Cinematógrafo recoge las experiencias de Carranque en su época de actor, un momento de transición en la historia del cine español, pero su núcleo narrativo es el cruce entre golfemia, de aire todavía finisecular, y proletariado insurrecto. La distancia con Cinelandia (1923), de Gómez de la Serna, no se debe solo a que este refleje el escaparate hollywoodiense, sino a la brecha entre el ludismo burbujeante de la primera vanguardia y la denuncia revolucionaria, con predecesores noventayochistas (Manuel Ciges Aparicio) y cultivadores en los años treinta como Díaz Fernández, César M. Arconada o Rosa Arciniega. Añádase el influjo expresionista de Gutiérrez Solana, que pasa por Carranque y desemboca en el tremendismo de posguerra. Pero Cinematógrafo es más que narrativa social. Junto al amasijo ácido de niños caquécticos, prostitutas, clientes que huelen a trasto viejo y alcohólicos que beben sin entusiasmo, la novela registra el nihilismo desfondado del protagonista, que rubrica su fracaso lanzándose desde el Viaducto.
En ‘Cinematógrafo’ se hubiera agradecido un prólogo informativo que remediara el general desconocimiento de este interesante autor y del entorno en que la obra adquiere su sentido
El escritor supo de la sublevación militar de julio de 1936 en la cama de un hospital. Tras su muerte en octubre de ese año, quedó descatalogado. Bien está, pues, la reedición de Cinematógrafo, que hubiera agradecido un prólogo informativo que remediara el general desconocimiento de este interesante autor y del entorno en que la obra adquiere su sentido.
En 1927, cuando Carranque empezaba su aventura cinematográfica, Concha Méndez (1898-1986) publicó Historia de un taxi, relato que guionizó y llevó a la pantalla Carlos Emilio Nazarí, en una película de la que no se conserva copia. Cultivada y de familia pudiente, Méndez había publicado un primer libro de poemas de línea ultraísta (Inquietudes, 1926), que pronto viraría hacia el neopopularismo de Alberti y Lorca. Ello no le valió para encontrar sitio en la antología de 1932, despoblada de mujeres, donde Gerardo Diego reunió a los del 27. Solo tras su matrimonio con el poeta e impresor Manolo Altolaguirre, esta mujer fuerte, inteligente y transgresora halló su sitio, aunque más como impresora y conductora de colecciones y revistas (Héroe, 1616, Caballo Verde para la Poesía) que como creadora. Y es lacerante comprobar cómo algunos de sus sedicentes amigos se compadecían del buen Altolaguirre ante la capitanía de su esposa, tan cicateros con ella como generosa fue Méndez con ellos.
La formación literaria de Méndez fue pareja a su vocación cinematográfica, alimentada en las proyecciones del Retiro en los años veinte, a las que asistía con su primer novio, Luis Buñuel, que la mantuvo al margen de sus colegas de la Residencia de Estudiantes. Pronto entendió que el cine era un “arte total” que requería su emancipación de las letras. Su teatro y aun su poesía inicial tienen recursos propios del cine: planos yuxtapuestos, elipsis argumentales, efectos de luces. Independizada de su familia, en 1929 marchó a Londres para visitar los estudios de la British International Pictures, decidida a “ser, a más de argumentista, director, cineasta”. Poco después regresó al seno de la literatura, en su estancia en Buenos Aires, donde trató a Alfonso Reyes, Consuelo Berges, Alfonsina Storni, Guillermo de Torre o Norah Borges. Pero el veneno del cine no la abandonó; incluso, en el exilio mexicano y ya separada de Altolaguirre, acompañó a su exmarido en sus correrías de atolondrado proyeccionista ambulante, con coche y sábana blanca. Curiosidades trágicas de la vida, el cine tendría parte en la muerte en accidente de automóvil de Altolaguirre y su segunda esposa, que habían viajado a España para presentar en el Festival de San Sebastián su película El cantar de los cantares.
El escrito de Méndez sirve para contrarrestar los años de olvido de quien es mucho más que la impresora de los poetas del 27
Historia de un taxi recrea una conquista amorosa llena de equívocos vodevilescos a los que ayuda el travestismo, un recuerdo de las comedias áureas de enredo, y con influjo evidente de Buster Keaton. El breve volumen contiene, además, un pórtico reivindicativo de Iciar Bollain y un epílogo más académico de Roberta Previtera, con la adenda de un storyboard en clave de cómic de Jesús Zurita. El escrito de Méndez es un juguete narrativo con marcas freudianas de época, pero, por encima de ello, supone una ocasión propicia para contrarrestar los años de olvido de una mujer que es mucho más, con ser ello cosa sustanciosa, que la impresora de los poetas del 27.
Cinematógrafo
Nocturna, 2023
352 páginas. 17 euros
Historia de un Taxi
'Storyboard' de Jesús Zurita
Prólogo de Icíar Bollaín
Epílogo de Roberta Previtera
Edición de Miguel Ángel Arcas
Cuadernos del Vigía, 2022
56 páginas. 29,50 euros
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