Lo diferente nos enriquece (y lo distante en el tiempo)
Los jóvenes necesitan obras en las que puedan reconocerse, pero estas no son incompatibles, sino complementarias, con los textos clásicos de calidad reconocida
Cada poco surgen voces que se plantean la supresión de los clásicos en la enseñanza porque, afirman, esas obras alejan a los jóvenes de la lectura. Lo que se defiende es que, para no perder lectores en esa fase crítica, hay que proporcionar a los jóvenes textos que estén a su altura, que respondan a sus inquietudes. Lo que quieren decir es que hay que proporcionarles textos lo más próximos posible a sus vivencias.
Ciertamente, los jóvenes necesitan obras en las que puedan reconocerse. Pero no deberían perderse el enriquecimiento de perspectivas que proporcionan textos de calidad reconoc...
Cada poco surgen voces que se plantean la supresión de los clásicos en la enseñanza porque, afirman, esas obras alejan a los jóvenes de la lectura. Lo que se defiende es que, para no perder lectores en esa fase crítica, hay que proporcionar a los jóvenes textos que estén a su altura, que respondan a sus inquietudes. Lo que quieren decir es que hay que proporcionarles textos lo más próximos posible a sus vivencias.
Ciertamente, los jóvenes necesitan obras en las que puedan reconocerse. Pero no deberían perderse el enriquecimiento de perspectivas que proporcionan textos de calidad reconocida que les descubren otro mundo bien distinto. En realidad, no son objetivos incompatibles, sino complementarios.
Las obras más próximas a nosotros satisfacen nuestros gustos, pero no nos zarandean intelectualmente, no nos hacen ver el mundo de otro modo. De la lectura de una gran obra uno debería salir transformado de alguna manera. La lectura de una obra valiosa, de la época que sea, debería conmovernos de algún modo, no solo entretenernos. Las obras clásicas, además de enriquecernos intelectualmente, nos transforman porque nos obligan a un reto de por sí estimulante, acercarnos a lo diverso.
Nuestro enfoque debe orientarse a cómo estimularlos a esa lectura “diferente” y, también, a qué visión estamos dando de esas grandes obras
La cuestión, a mi modo de entender, no es la de la vigencia de los clásicos (por ejemplo, West Side Story o cualquier otra versión moderna testimonia que Romeo y Julieta sigue conservando actualidad). Lo que debemos plantearnos, entonces, es de qué modo acercarnos a los clásicos para que los lectores jóvenes se sientan atraídos por ellos. Nuestro enfoque debe orientarse a cómo estimularlos a esa lectura “diferente” y, también, a qué visión estamos dando de esas grandes obras.
La educación nos descubre un mundo que está mucho más allá de nuestro entorno, al que nunca habríamos llegado por nosotros mismos. Hay una corriente pedagógica que defiende iniciar la enseñanza por lo más próximo: el río de la ciudad, la montaña que los niños pueden ver casi desde sus casas. Y desde ahí ir ampliando a la geografía de los concejos vecinos, de su comunidad. Claro que ese suele ser el punto final de su exploración. Por el contrario, acceder a imágenes del Amazonas o de la grandiosidad del Himalaya abre nuestra mente a un conocimiento del mundo mucho más rico. Adquirir información del Amazonas o del Himalaya nos permite un hallazgo fundamental en nuestras vidas, el de que la realidad es mucho más compleja de lo que nuestros sentidos nos habían mostrado. La realidad de esos descubrimientos geográficos que efectúa el joven le cambia la mente, casi tanto como a los hombres que a finales del siglo XV percibieron que el mundo no era el espacio conocido, sino algo infinitamente más vasto y complejo de lo que jamás podrían imaginar.
El proceso de descubrimiento de las grandes obras literarias puede verse lastrado por una serie de prejuicios que se acumulan como una rémora insalvable (por ejemplo, “el Quijote refleja el espíritu de un pueblo” o apriorismos similares).
El ‘Quijote’ es un hermoso ejemplo de visión comprensiva y tolerante del ser humano, una concepción del mundo con la que podemos sentirnos en sintonía
El Quijote es un caso muy significativo de este fenómeno porque, a la idea de clásico que todos conocen, pero muy pocos han leído, se une el muro de unos prejuicios que todo el mundo da por indiscutibles: además del anterior (la novela cervantina como la expresión más genuina del alma de España), el Quijote sería la lucha de los ideales contra el materialismo, del bien contra el mal. Prejuicios que constituyen una de las razones del rechazo que suscita entre los jóvenes: es muy extenso y “ya sé de qué trata”. Lo que resulta lamentable porque, de entre los clásicos, el Quijote es un hermoso ejemplo de visión comprensiva y tolerante del ser humano, una concepción del mundo con la que podemos sentirnos en sintonía.
¿Es que no seremos capaces de hacerles comprender las razones por las que el Quijote está en la base de la novela moderna? De explicarles por qué son cervantistas hasta la médula los mejores novelistas del XVIII, así como la gran novela del XIX (Dickens, Flaubert, Turguéniev, Tolstoi, Dostoyevski, Galdós, Clarín), por no mencionar a la mayoría de los novelistas del XX.
La corriente que defiende la búsqueda en las obras literarias del pasado lo que estas nos pueden decir del presente como una forma de lograr el interés de los jóvenes por ellas cae en la trampa de fomentar el narcisismo característico de nuestra época: solo nos interesa lo que nos afecta. Al contrario, el conocimiento de las obras clásicas por sí mismas nos obliga a un ejercicio de empatía, el de tratar de comprender la mentalidad de la época en la que esas obras fueron creadas. Ese ejercicio nos permite salir de nuestro yo y de nuestras limitaciones para tratar de comprender otras vidas, otros tiempos, por fortuna superados, lo que facilita adquirir distancia histórica, percibir que vivimos en un mundo inestable y cambiante, en el que nada está asegurado.
Emilio Martínez Mata es director del Grupo de Estudios Cervantinos (GREC).
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