Perú, la nación ingobernable
Casi todos los presidentes de los últimos 30 años han acabado destituidos o en prisión

La política peruana se ha vuelto adicta a la tragedia. Su sillón presidencial conduce a la prisión, cuando no directamente al cementerio. La mayoría de quienes lo han ocupado en las últimas tres décadas han acabado condenados por corrupción, avergonzados a ojos de sus ciudadanos, lanzados al cubo de basura de la historia. Uno incluso se disparó con un revolver en la sien cuando vio entrar por la puerta de su casa a una comitiva judicial que iba a detenerlo. El final de Dina Boluarte no va a ser mucho mejor.
Boluarte se va del cargo con sospechas graves de haberse enriquecido y, lo que es peor, de cometer violaciones de los derechos humanos durante las protestas en su contra a finales de 2022 y principios de 2023. En ese periodo de inestabilidad tuvo en su mano escuchar a los peruanos, dar un paso al lado y convocar elecciones. En lugar de eso, se enrocó y se mantuvo en el poder a toda costa. ¿El resultado? Tres años calamitosos en los que ha degradado aún más la dignidad presidencial, algo que creían imbatible en Lima.
Muchos peruanos, a estas alturas, se preguntan si su país resulta ingobernable. A la autocracia de Alberto Fujimori le han seguido gobiernos que, uno a uno, se han desmoronado. La corrupción está presente en todos los aspectos políticos y burocráticos. El Congreso lo componen familias ligadas con mafias que evitan cualquier cambio de fondo en temas fundamentales como el transporte o la educación. Desde esa posición deberían servir de contrapeso a la figura presidencial, pero lo que consiguen en realidad es paralizar la gobernanza. Y aquí llega una contradicción importante: desmontar este sistema viciado depende de una clase política viciada de origen.
Un día, César Hildebrandt me hizo reír y, lo que es más peligroso, me hizo pensar. Decía, a raíz del autogolpe de Estado de Pedro Castillo, un ridículo televisado que dio la vuelta al mundo, que Perú no desaparecía porque los países no se esfuman así nomás, como por ensalmo. Mañana nos despertaríamos y Perú volvería estar ahí, aguardando un nuevo intento aniquilador. El tiempo de Boluarte, una presidenta con los índices de popularidad más bajos de los que hay registro, no nos ha permitido mantener conversaciones más optimistas.
La paradoja es que Perú se trata de una democracia relativamente estable. El poder de su moneda y cierta estabilidad macroeconómica gracias a la independencia de su Banco Central de Reserva lo mantienen al margen de los vaivenes de otros países de la región. Los índices de pobreza, en términos históricos, se han disminuido. Su deuda pública es de las más bajas y la recaudación fiscal creció en 2024. También se sabe que su clase dirigente es corrupta porque se investiga y se consiguen condenas. En medio del caos, la justicia hace su trabajo.
Boluarte añade su nombre a los de Alejandro Toledo, Pedro Pablo Kuczynski, Alan García, Ollanta Humala, Martín Vizcarra, todos ellos caídos en desgracia. Su destino lo llevaba escrito en la frente.
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