Cuando desistir nos puede salvar
Frente a los delirios de las guerras, donde pierden siempre los inocentes, desistir no es una derrota. Es lo único que nos puede salvar de una locura sin vuelta atrás
Puede parecer una paradoja. Sin embargo, desistir, a veces nos puede salvar. Querer triunfar, salirnos con la nuestra a cualquier precio, puede arrastrarnos a la peor derrota. Vivimos en un momento en el que, con mayor fuerza que antaño, lo que priva, la moda, lo que nos valoriza, es la conquista, la victoria a cualquier precio. La desistencia aparece como cobardía.
En el pasado, a los que se emperraban se les calificaba, de tozudos y tercos. “Anda, déjalo ya”, decían nuestros abuelos, cuando no cedíamos ni ante la evidencia. Hoy la neurociencia ha avanzado en el estudio de los complejos laberintos del cerebro y está ayudando a la psicología clásica a profundizar en el estudio de la mente y sus misterios.
¿Cuándo han ido, por ejemplo, tan de la mano la psicología y la política como en este momento? Los estudios, cada vez más ampliados de la neurociencia, que escrutan los laberintos de nuestro cerebro, se encuentran con la crisis política que se está viviendo a nivel global. Y es en ese ámbito cuando se analizan con mayor agudeza conceptos que podrían aparecer obvios pero que en realidad son los que transforman el mundo.
Ha chocado, días atrás, la afirmación al diario brasileño, Folha de Sao Paolo, del psicoanalista británico, Adam Phillips, que “la idea de nunca desistir es fascista”. Y es que la persistencia, el no saber ceder, el querer triunfar a cualquier precio, pertenece a la psicopatía. El acero no se dobla, sólo se quiebra. Mejor ser junco que se moldea sin nunca romperse.
Según los estudios que están apareciendo en el ya rico acervo de análisis de la mente, se están empezando a quebrar viejos paradigmas. Hoy aparece, por ejemplo, que la verdadera salud mental es la que sabe conjugar, según el momento, sea el perseverar que el desistir.
Si siempre se exaltó como a héroes a los que no desistían, llamados “resistentes”, hoy empieza a ser más claro que lo que ayer se condenaba como debilidad, puede acabar siendo tierra fértil de victoria. Ruth Aquino, en su columna del cuaderno literario del diario, O Globo, cita la obra: “El peligro de estar cuerda”, de Rosa Montero y afirma: “Para encontrarse es a veces necesario perderse en una isla para formar un archipiélago”.
Vivimos una era de cambio de época en el que todas las aguas aparecen revueltas, nuevas y viejas a la vez. Es como si hubiera que inventar otro alfabeto, otro lenguaje, para poder entender lo que está pasando dentro y fuera de nosotros. De ahí que se multipliquen cada día las publicaciones sea científicas, enfocadas a desentrañar los misterios que encierra nuestro puñado de gramos de cerebro, que de autoayuda, que han puesto de moda al rico mundo del psiquismo.
Y es el lenguaje, ese ajuar que engalana sólo al Homo Sapiens, el que crea las nuevas líneas del pensamiento, los nuevos e inéditos laberintos a los que nos está conduciendo la mente. Y renace así la fuerza de la paradoja. Es lo que estamos viendo cuando decimos que desistir puede ser más fecundo y más humano, que querer persistir, ganar, vencer, dominar, rendir al otro a cualquier precio con tal de salir triunfadores.
Saber desistir, aunque parezca perder, puede resultar, sin embargo, la mejor de las victorias. Por primera vez en mucho tiempo parecen juntarse de un lado a otro del planeta, obsesiones de viejos conflictos mundiales, todos con ganas de persistir, en sus objetivos bélicos.
De un lado al otro del planeta empiezan, en efecto, a resonar lúgubres presagios de guerras, sin esconder que, con tal de no perderlas, insinúan ya sombrías soluciones finales. Se habla de posible conflicto atómico como si se tratara de una simple tertulia de bar. Es curioso que nunca la humanidad ha estado como hoy tan cerca sea de desentrañar los misterios más escondidos de la naturaleza como de su destrucción total.
Y es ahí, en los momentos en los que nos asomamos al abismo, cuando necesitamos acogernos a conceptos simples pero fecundos, como el de ser capaces de desistir de triunfar, de pasar de la tosca terquedad primitiva de no ceder, a la lúcida capacidad de desistir a tiempo. ¿Cobardía o sabiduría?
Pongamos sólo dos ejemplos de ahora, que nos acucian a todos: la guerra, que ya parece eterna, entre Rusia y Ucrania y la cada día más compleja, de Israel. Sin pensar lo que el apagarse de esas batallas se ahorrarían en trillones de dólares de armas, estamos más que en el pasado ante el desgarro del sacrificio de mujeres y niños inocentes. De ahí que el hecho de “desistir” de seguir matando y destruyendo no sería una cobardía por ambas partes, sino un gesto de humanidad.
Rusia y Ucrania, dándose la mano, cerrando la puertas del infierno en curso, e Israel y Palestina parando la matanza y juntos crear dos estados que puedan convivir sin destruirse, puede parecer a estas alturas una utopía infantil. No lo es. Ni sería una debilidad bélica por parte de los contendientes. Sería una nueva primavera histórica, una resurrección del gozoso mayo francés del 68, del “hagan el amor no la guerra”.
Sería la mejor demostración que tantas veces, sea a nivel personal que universal, desistir, perdonar, renunciar a ganar a cualquier precio, es la mejor y la más digna manera de existir y de triunfar.
Frente a los delirios de las guerras, donde pierden siempre los inocentes, desistir no es una derrota. Es lo único que nos puede salvar de una locura sin vuelta atrás.
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