La memoria, entre quemarse o ahogarse
El escritor Emiliano Monge analiza la sorprendente novela ‘Bosques que se incendian’, del autor mexicano Roberto Wong, en la que el lector no sólo lee cómo funcionan los engranes de la memoria, sino que queda atrapado ahí dentro
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“Ahora yo soy otro, quiero recordar a aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado desde mí. Me he quedado con algo de él y guardo muchos de los objetos que estuvieron en sus ojos: pero no puedo encontrar las miradas que aquellos habitantes pusieron en él”, escribe Felisberto Hernández en El caballo perdido, el relato con el que abre La casa inundada, uno de los mayores libros latinoamericanos.
Por su parte, Silvina Ocampo —otra de nuestras mayores—, en Autobiografía de Irene, relato que da título al libro en el que aparece, escribe, girando en torno de lo mismo que Felisberto: “Comprendí, entonces, que perder el don de recordar es una de las mayores desdichas, pues los acontecimientos, que pueden ser infinitos en el recuerdo de los seres normales, son brevísimos y casi inexistentes para quien los prevé y solamente los vive (…) Creo que esa falta esencial de recuerdos, en mi caso, no provenía de una falta de memoria: creo que mi pensamiento, ocupado en adivinar el futuro, tan lleno de imágenes, no podía demorarse en el pasado”.
Traigo acá estos dos fragmentos, esenciales para la literatura latinoamericana que gira en torno de la memoria, porque sus autores, además de ser un espejo evidente desde lo formal y desde la manera en la que se imagina y se cuenta una historia, son fundamentales cuando uno se adentra en Bosques que se incendian, la novela más reciente del escritor mexicano Wong —recordarás, querido lector, que dijimos que hablaríamos de las influencias a larga distancia—, parecerían ser, como el propio Wong, versionados por algún o algunos de los personajes del libro: si Wong, de cierto modo, es el escritor dentro pero también fuera de la historia (y del tiempo), Ocampo bien podría ser la mujer y la niña, así como Felisberto bien podría ser el pianista —no sólo, además, por el evidente diálogo entre este y los personajes del uruguayo, también porque él, de joven, fue pianista en un cine, donde ponía música a películas mudas—.
La memoria como algo tangible
No exagero al decir que hace tiempo no me sorprendía tanto —o sorprendían, pues también hablaré acá de La tierra sobre tus huesos— un libro desde la forma. Y es que más allá de que Bosques que se incendian cuenta, estupendamente, la historia de un puñado de personajes —por momentos, estos parecen ser eso, es decir, un puñado de personajes, pero en otros momentos parecen ser diversas versiones del protagonista, igual que parecen, en algún punto, ser el protagonista pero en tiempos distintos y, también, en otros momentos, parecen ser proyecciones, complementos o iluminaciones ya nos solo de ese protagonista sino del propio autor, como si este tuviera los ojos del acomodador de Felisberto— que por razones desconocidas son escupidos por un tren en un pueblo en donde solo hay un hotel, el Hotel Hilbert —sí, como el de la famosa paradoja con la que el matemático David Hilbert intentó explicar el infinito—, la novela de Wong consigue algo que es realmente difícil y que, cuando se consigue, es una maravilla: la memoria, que es el tema del libro, también es todo aquello que, para decirlo claro, rodea al tema.
En Bosques que se incendian, la segunda novela de Wong —quien hace ocho años había publicado París DF, su primera novela, en la que jugaba con otra ley matemática: la de la probabilidad—, la memoria, que no es tan sólo un cúmulo de recuerdos, sino un artefacto que debe ser desarmado y rearmado una y otra vez, es el centro pero también es la periferia, es la sustancia pero también es el vacío, es la palabra pero también es el silencio, como ya dije: es la historia pero también es la forma. Por eso, en el Hotel Hilbert, donde el o los personajes están olvidándolo todo, mientras tratan de recordarlo todo —”recordar es meter las manos en un saco de semillas y tratar de sacar aquella que se te ha perdido”—, el lector no sólo lee cómo funcionan los engranes de la memoria, sino que queda atrapado ahí dentro, como si, al leer la novela de Wong, uno se metiera en un caleidoscopio, pero un caleidoscopio que, además de multiplicar y sobreponer el espacio, pudiera hacer eso mismo con el tiempo. Y es que, claro, leer Bosques que se incendian es, también, enfrentarse a esa otra frontera de la que ya hemos hablado en esta newsletter y de la que habla Ocampo: la de la memoria y la imaginación, es decir, las dos caras de la moneda.
Un pueblo bajo el agua
Del peligro del fuego, de los recuerdos que combustionan, se queman y se van volviendo cenizas, al de la memoria inundada, al peligro, quiero decir, de que una memoria —la de la protagonista de La tierra sobre tus huesos (novela que originalmente fue publicada con el título Nosotras— o una suma de memorias —la del resto de quienes viven o vivieron en un pueblo que el gobierno ha ordenado inundar y que la protagonista no está dispuesta a dejar, pues ahí están los restos de su madre y de su hija— sea anegada, sepultada por el agua: de eso va, en principio, esta novela rebautizada con la que Suzette Celaya Aguilar se metió de golpe entre lo mejor de la literatura mexicana de los últimos años. Pero, por qué digo que, de eso, de la preservación de la memoria tanto intangible como tangible, va, en principio, esta novela: porque la obra de Celaya Aguilar también va de cuerpos que arden sin acabar nunca de consumirse, de violencias engendradas en y por el tiempo y de solidaridades inesperadas, pero también de algo que, como en el caso de la novela de Wong, está más allá de la historia.
Y es que La tierra sobre tus huesos —por eso dije que hace tiempo no me sorprendían tanto unos libros— también va del lenguaje; es, en realidad, un lenguaje que apenas existe dentro de este libro y que, por eso, cumple uno de los cometidos de la literatura perdurable. En las páginas de esta novela nace y se desarrolla una forma de nombrar el mundo y de contarlo —que dialoga, sobre todo, con su tradición en la corta distancia: Gardea, por ejemplo, o Garro—: “En el suelo hay troncos que sirven de asiento, y ahí las mujeres se acomodan para urdir la palma. Al frente tienen bandejas con agua donde remojan la fibra y con la que se refrescan cuando el calor hace llorar la piel. A veces, algunas llegan con hijos, que son arrullados por la penumbra y el sofoco de ese aire respirado muchas veces. Un montón de cuerpos bajo tierra, como en el cementerio, pero todos vivos”.
Las influencias a larga distancia, por cierto, a veces funcionan de maneras menos evidentes o consientes, porque a veces están ahí apenas como un rumor, pero poderoso: la protagonista de La tierra sobre tus huesos carga consigo un pequeño espejo que utiliza para ver el reflejo del mundo, convencida de que este le muestra lo que ella no puede ver, así como la protagonista de El balcón de Felisberto espía a la gente a través de su vidrio rojo, pues, piensa, éste le muestra su verdadero carácter.
Coordenadas
Bosques que se incendian se encuentra en edición de Random House, mientras que La tierra sobre tus huesos fue publicada por La navaja (la edición de Nosotras es de Paraíso Perdido). Tanto de la obra de Silvina Ocampo como de la de Felisberto Hernández se encuentran ediciones diversas.
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