Luisa González fracasa en su intento de llevar el correísmo de vuelta al poder
La política, de 45 años, fiel a Dios y al expresidente Rafael Correa, reconoce su derrota frente al empresario Daniel Noboa
La de Luisa González es una vida a toda máquina. Se casó a los 15, tuvo un hijo a los 16 y se divorció a los 22. En su juventud ya había vivido lo que el resto de la gente en la vida entera. A los 45, después de un largo y silencioso camino político lejos de los focos, ha fracasado en su intento de convertirse en la primera presidenta electa de la historia de Ecuador y no ha tardado en reconocer su derrota ante el empresario Daniel Noboa.
No le sobra carisma. Todo se lo quedó Rafael Correa, su mentor. Ser la elegida por el expresidente, un político de carácter bravucón y maneras autoritarias, al que se le quiere o se le odia, era su mayor fortaleza, pero también una enorme debilidad. Le aseguró una buena base de votantes que querían de vuelta el correísmo —ganó con facilidad en primera vuelta—, pero le puso en contra a medio país que lo último que desea es el regreso “del socialismo del siglo XXI”.
González acababa sus mítines de campaña con frases del Che Guevara. No siempre fue así. Comenzó en 2007 de asambleísta suplente del Partido Social Cristiano (PSC), de derechas y neoliberal. Sin embargo, a los 30 su carrera iba a dar un giro. Acabó en la administración pública con Correa, a donde llegó por la fe. Ella, cristiana fervorosa, se encandiló con el socialismo con fuentes cristianas que promulgaba él.
Abogada de profesión, con un posgrado en economía por la Universidad Complutense de Madrid, apela a los nostálgicos de la época de Correa, cuando la ratio de homicidios era cinco veces más baja que actual y había un auge del petróleo y otras materias primas que sacaron de la pobreza a millones de ecuatorianos. Aunque aseguraba que no pensaba ofrecer un indulto al expresidente —vive exiliado en Bélgica por una condena de ocho años de prisión por cohecho en el caso Odebrecht que él considera una persecución política—, aseguraba también que su intención era nombrarlo su principal asesor. Muchos creían que en realidad era una estrategia para conseguir que él volviera al país y se lanzara de nuevo a la presidencia en 2025. No sucederá, al menos por el momento.
Se dice que nació por error en Quito, donde sus padres estaban de vacaciones cuando se sobrevino el parto. Se crio en Manabí, en un clima tropical. Precisamente por esa región era asambleísta —no una brillante ni especialmente productiva, según los registros— hasta que el presidente actual, Guillermo Lasso, disolvió la Asamblea para evitar un juicio político. Entonces fue el momento para el Movimiento Revolución Ciudadana de elegir a un candidato. La primera opción era Jorge Glass, pero estuvo cinco años en prisión también por Odebrecht y no tenía fuerzas para lanzarse a una aventura como esta. Entonces surgió el nombre de Luisa González, que había esperado pacientemente todos estos años a que le llegase su hora.
El reto era enorme. El narcotráfico se ha infiltrado en la policía y las instituciones y ha provocado una honda crisis de seguridad en un país que presumía de ser una isla relativamente pacífica en una Sudamérica convulsa. Las cárceles y los puertos están en manos de bandas organizadas locales conectadas con mafias en México y Colombia. Las cárceles las manejan esos mismos grupos, que deciden quién vive y quién muere ahí dentro. Todo esto era ampliamente conocido en la región, pero el asesinato a manos de sicarios colombianos de otro candidato presidencial, Fernando Villavicencio, un periodista que había denunciado el poder de los cárteles de la droga, reveló al mundo la profundidad de una crisis que no se vio venir.
La muerte de Villavicencio hizo que los candidatos limitaran sus apariciones públicas. González lleva puesto un chaleco antibalas y su seguridad aumentó desde que recibiera amenazas de muerte en septiembre. Su mensaje ha sido de mano dura contra el crimen organizado que ha declarado la guerra al Estado. Ha presumido del arresto de varios cabecillas delincuenciales cuando ella susurraba al oído a Correa, que gobernó tres mandatos consecutivos, entre 2007 y 2017. Prometía, además, militarizar cárceles, aduanas y puertos y fomentar las policías comunitarias. En las otras, las reglamentarias, aplicará una purga severa.
Una de sus promesas más polémicas fue la de usar 2.500 millones de dólares de los 9.300 de las reservas internacionales del país para destinarlos a gasto público. Por contra, muchos sintieron alivio cuando anunció que no tocaría la dolarización que se impuso en 2000. Es más, dijo tener ganas de robustecerla. Pretendía disminuir las tasas de interés, democratizar el acceso a los recursos financieros de la banca pública y proteger más a los consumidores. Pero no fue suficiente para ganar.
González ha demostrado tener olfato, o llamémosle don de la oportunidad. Correa traspasó la presidencia a Lenín Moreno, uno de sus fieles, que, sin embargo, abandonó todo el ideario correísta y actuó por su cuenta, sin persona interpuesta —una historia que hemos visto repetir desde el primer sol de la humanidad —. A ella le tocaba elegir y se mostró fiel al líder, al patriarca. Parecía el camino más espinoso, pero a la larga ha sido el que la ha traído hasta aquí. Este era momento, ahora o nunca.
Muchos no la consideran feminista por situarse en contra del aborto incluso en casos de violación, pero ha insistido en la necesidad de crear espacios sin violencia sexual en los lugares de trabajo y establecer un ingreso económico básico para las mujeres que padecen violencia de género. También tenía en mente crear una unidad de mujeres policías que investigue los feminicidios.
Le gusta el presidente brasileño, el izquierdista Lula da Silva, la vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner y el movimiento mexicano de Morena, liderado por el presidente Andrés Manuel López Obrador. Jugaba la baza de ser una ciudadana corriente que se enfrenta al hijo de un magnate que lidera un imperio del banano. No era muy conocida ni una oradora para el recuerdo, pero sobre sus hombros recaía todo el aparato de un movimiento que quiere regresar al poder después de dos Gobiernos que considera fallidos.
En uno de sus últimos mítines, dijo con dramatismo: “En esta elección nos jugamos la vida”. Después se tomó un respiro, y añadió: “¡Hasta la victoria siempre!”. González tuvo en su mano devolver al país a un pasado difícil de recordar con esta niebla. La victoria de Daniel Noboa se interpuso en su camino.
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