Historia sin fin
En Colombia hay un país nuevo e insólito que se les escapa sin líos a los viejos radares
Cada domingo de elecciones presidenciales, a las 16.10 más o menos, cuando ya se han cerrado las urnas para siempre, se pone en escena el anticuado trauma –aparece el sudor frío, el sobresalto, el afán de largarse de aquí, la paranoia– que ha estado produciendo el conteo de los votos en la Colombia de estas últimas décadas. Ronda de nuevo el fantasma del fraude del 19 de abril de 1970. Reaparece la pesadilla de aquella primera vuelta, la de 2014, en la que el enésimo triunfo del uribismo puso en riesgo el acuerdo con las Farc. Salta el flashback de la victoria del “no” en el plebiscito por el pacto de paz. Pero estoy generalizando, claro, estoy pensando en la taquicardia de los electores progresistas que nacen y envejecen y mueren convencidos de que votar es enmendar la historia. Y la verdad, como se vio ayer a las 18.00, cuando ya era claro que la oratoria del senador Petro se disputaría la segunda vuelta con el descaro del exalcalde Hernández, es que en el país hay un país nuevo e insólito que se les escapa sin líos a los viejos radares.
Ayer, mientras los candidatos vencidos reconocían los resultados, que hacerlo no sobra en el mundo en vilo de hoy, era obvio que el 68 por ciento de los votantes –14.500.000 de colombianos hartos de esta Colombia– habían votado contra el sistema, contra el peor Gobierno que se recuerde a estas alturas, contra los cinismos de los encorbatados, contra las promesas incumplidas, contra los abandonos. Ayer, a las 20.00, cuando ya empezaba a asentarse la nueva realidad, era histórica e indiscutible la derrota de los dos partidos que se inventaron el país, el Partido Liberal y el Partido Conservador que respaldaron sin sonrojos a Gutiérrez, el peor candidato que ha dado la derecha, y era justo el descalabro de sus disidencias: Cambio Radical, el Partido de la U y el Centro Democrático, que fueron imbatibles cuando el expresidente Uribe era Dios. Pero no se veía claro, anoche, qué tanto les importa la historia a los votantes.
Es inédito: el socialdemócrata Petro, la última encarnación de la eterna oposición al establecimiento que dio mártires tan disímiles como Gaitán, Galán, Pizarro, Pardo Leal, Jaramillo Ossa, no solo llegó con vida al día de las elecciones, sino que las ganó, y sus 8.527.132 votos tendrían que ser el clímax de un drama de la historia de Colombia que empezó cuando los partidos tradicionales se unieron para frenar el camino hacia el poder de los artesanos, a mediados del siglo XIX, pero no parece ser suficiente: los 5.953.120 votos por el lenguaraz e improvisado de Hernández empujan a pensar en millones de pragmáticos que temen tanto a Petro que confían en el que sea, en el que venga, y que no tienen como prioridades el reconocimiento de los ninguneados, la cultura de los acuerdos de paz, la reparación de la biografía de esta nación que a duras penas ha sobrevivido a la violencia bipartidista, al conflicto armado, a la guerra contra el narcoterrorismo, a la tradición de las masacres.
Se necesitan dos para que un símbolo represente y estremezca: el Nuevo Liberalismo cerró su digna campaña al congreso en la plaza en la que mataron a Galán en agosto de 1989, el Movimiento de Salvación Nacional retomó las ideas que defendió su fundador, Gómez Hurtado, hasta el día de noviembre de 1995 en el que fue asesinado, y el Partido Verde Oxígeno quiso seguir en donde iba, febrero de 2002, cuando su candidata Ingrid Betancourt fue secuestrada –y ella misma, en un video conmovedor, recogió los pasos de su calvario–, pero aquellas resurrecciones políticas, escalofriantes para las generaciones que sobrevivieron a semejantes pesadillas y extrañas para tantos votantes que no se vieron las anteriores temporadas, se desvanecieron en estos días en los que la vida no se mide por semanas sino por minutos. Son los tiempos de enterarse por TikTok. Son los días de YouTubers con veinte millones de seguidores. Y Hernández, el exalcalde de Bucaramanga de 77 años, sí que lo sabe.
Adiós, maquinarias, partidos, ideologías. Hasta luego, historia. Siempre hubo algún candidato así, gritón, desfachatado, antipolítico, delirante, en las elecciones presidenciales de este país, pero solo en una era como esta, en la que los votos se parecen a los likes, el populista Hernández podría haber llegado tan lejos. Celebró su paso a la segunda vuelta con un discurso simple, cortísimo, sin guiños políticos, leído desde la cocina plateada de su casa. Se mantuvo firme en su papel de viejo que se niega a ir a los debates, que no necesita los canales tradicionales y que dice las cosas “como son”. Pero pronto los petrófobos, los alfiles del uribismo, los políticos que votaron no en el plebiscito, como él, empezaron a respaldarlo en las redes. Y el risueño Gutiérrez, que consiguió 5.058.010 votos que serán definitivos, le prometió su apoyo apenas pudo: “Petro es un peligro para Colombia”, repitió como un poseso. Y ya no rio.
Colombia es cuestión de vida o muerte. Un presidente en falso no es chistoso, no, es fatal. Y, sin embargo, la sensación a la medianoche de ayer era que con la ayuda de la derecha, y a pesar de la historia y la cordura, Hernández puede llegar a serlo.
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