Iván Argote o el arte de tomar del pelo en serio
Con sus esculturas colosales e hiperrealistas, es uno de los artistas colombianos de mayor impacto y presencia internacional. En 2024, se convirtió en el artista más joven y el primero del Sur Global en ser seleccionado para crear una escultura en el parque High Line de Nueva York

Durante la Bienal de Arte de Bogotá, el primer beso que se plasmó en esa masa gigante y amorfa que se instaló como un meteorito en el pedestal huérfano que antes ocupó la figura de Gonzalo Jiménez de Quesada, en la plaza de la Universidad del Rosario, fue el de su propio artífice: Iván Argote. Habría preferido otro espacio, porque respeta el acto político en el que tumbaron la estatua del conquistador, pero luego sintió que intervenir ese espacio era ponerle un poco de buena vibra al alegato social, sin demeritar su importancia. “Yo tengo un espíritu social muy crítico pero alegre y divertido, con afecto por los otros”. Así fue que comenzó una besatón en la que se invitaba al público a exhibir sus muestras de cariño por la otredad.
De la Bienal, Argote voló a Nueva York y después a París. Aquel niño distraído, “como en las nubes”, con un mundo interior más grande que un parque de diversiones y que más tarde se convirtió en el adolescente divertido y provocador que estudió diseño gráfico en la Nacional, es hoy en día un artista consumado que trabaja con un equipo de seis personas en su taller de París, ciudad que considera su base, a pesar de que por temporadas ha vivido en Nueva York, Los Ángeles y Barcelona, desde que se fue de Bogotá, hace ya 20 años. Graduado del colegio Don Bosco, que incentivaba el bachillerato técnico y en el que se fascinó con las letras set y la tipografía, por lo que entró a estudiar Diseño con apenas 16 años. “Ahí me enamoré de la fotografía, y pasé más de la mitad de la carrera metido en un cuarto oscuro. Me dejaron ver una materia de Bellas Artes relacionada con fotografía y así fue como acabé haciendo simultáneamente una especialización en la Escuela de Cine de la universidad”.
En esa época, Argote se imaginaba animador de películas underground. La actriz Cristina Umaña lo buscó para que les hiciera unas fotos en plan paparazzi a ella y a su pareja del momento, el director de cine Camilo Matiz, ejercicio que resultó en un libro de artista que luego la actriz le regaló a su marido. “Tiempo después, Camilo me llamó para trabajar como asistente de dirección, mientras trabajaba en mis proyectos personales para mandar mi portafolio al Salón de Arte Universitario, del cual me gané el primer premio, que consistía en un tiquete de ida y regreso a cualquier destino”.
Y así fue como llegó a París con la intención de aprender francés –hoy habla cinco idiomas– y lograr uno de los sesenta cupos que se pelean alrededor de 2.000 postulantes a la Escuela de Bellas Artes –Beaux-arts, para los entendidos–. “Me concentré en crear y en hacer durar mis ahorros comiendo pasta con un poquito de roquefort”. Argote hacía más que todo arte conceptual y videos urbanos a partir de experiencias en la calle con desconocidos, pero pronto consiguió la atención de su primer galerista: Emmanuel Perrotin. “Fue una sorpresa que me mandara un correo tres meses más tarde del día en que me le acerqué y me dijo que no trabajaba con estudiantes. Afortunadamente, me acogieron como la mascota de la galería”.
Antes de esa primera exposición, en 2011, Argote documentaba videos con desconocidos a los que les pedía que le cantaran el feliz cumpleaños porque era inmigrante y no tenía nadie con quien celebrar, o rogándoles que, en vez de darle plata, le recibieran una moneda a él –para jugar con el desarraigo, el humor y el afecto–. Entonces ganó un concurso para exponer en el Palais de Tokio, y se propuso comenzar a mamar gallo más seriamente. “Me di a la tarea de hacer algo que tuviera más conexión con eso que extrañaba: mi familia y mi país. Como mis padres fueron militantes y tuvieron que estar clandestinos antes de que yo naciera (1983), hice una suerte de falso documental en el que plasmé esas experiencias pero también me inventé otras relacionadas con intervenciones a monumentos”. En ese momento fue que el asunto de la monumentalidad lo cautivó y empezó a trabajar con otra de las galerías más importantes de Latinoamérica, Vermelho.

Luego expuso en la Bienal de São Paulo y, de entre muchos de sus logros –gracias a los que prepara próximas intervenciones en espacios públicos de Taiwán, Dallas y Berlín–, la ciudad de Nueva York lo invitó a instalar una de sus obras más conocidas en el High Line de Manhattan. Se trata de Dinosaurio: la escultura colosal e hiperrealista de una paloma de seis metros y una tonelada de peso, con la que la gente termina tomándose fotos, irónicamente admirando a esa suerte de animal paria, todo con el fin de mostrar que somos capaces de tener empatía con los marginales.
“Yo ya había hecho algunas cosas con videos de palomas y las había observado desde que empecé a interesarme por los monumentos y las estatuas. Para mí es un monumento a los indeseados, aunque dentro de los 4.000 años que hemos compartido con ellas ha pasado de ser mensajera, divinidad, enemiga, salvadora, amada, detestada… Dinosaurio pronto volará a Viena, como parte de una colección privada, pero estamos buscando que antes haga una pequeña gira mundial”, dice Argote con la risa graciosa con la que habla de todos sus proyectos, materializados con la ayuda de animadores, diseñadores, escultores y managers que funcionan como en una fábrica industrial, dada la escala de sus trabajos.
Ahora mismo presenta su segunda exposición en la Galería Albarrán Burdais, de Madrid. En la primera hizo un video de la estatua de Cristóbal Colón siendo arrancada de su pedestal y sacada de la ciudad, para luego exponerla en un jardín de la Bienal de Venecia, ya erosionada y habitada por plantas. “Ahora reparé todas las fisuras que hay en andenes o adoquines con cemento de colores en las calles aledañas a la galería, para hacer de esos remaches una especie de mini monumentos en los que puse frases empáticas con un sello”. De instalaciones voluminosas y casi brutalistas como su Arroz con feijoada regado en piezas gigantes en una sala de exhibición; el par de botas del tamaño de un humano que parecen ser las de un monumento gigante; el balancín inmenso para jugar sube y baja entre varios, o el obelisco de la Plaza de la Concordia cortado en trozos en una exhibición en Canadá, Argote pasa esta vez al ejercicio obrero y urbano de resanar, transformándolo en un acto poético de reparación social que queda documentado en la videoinstalación exhibida en la galería misma.
Pero sabemos que tenemos enfrente una verdadera obra de arte cuando lo que sentimos al verla es mucho más sobrecogedor de lo que el artista o el curador de la exposición tienen para decir al respecto. Eso es lo que los desconocidos sienten al involucrarse con la obra de Argote y lo que suscita conversar con él: una curiosidad inmensa de ver cada una de sus muestras en vivo y experimentarlas de manera personal e intransferible, incluso cuando se trata de piezas de video, como el artista registra gran parte de su trabajo.
En su voz se siente la calidez de un artista que no intelectualiza todo en exceso, que entiende que la mal llamada alta cultura se nutre de lo popular y del juego con el otro; un artista que se divierte, pero que se toma lo suficientemente en serio su trabajo como para darle trascendencia y sustancia, aunque su obra sea un acto social y por ende político en el que la noción de desigualdad y la ironía siempre estarán presentes a través de lo que él llama la ternura radical.
Hermano de una congresista, hijo de un concejal y de la rectora de un colegio público, casado con una curadora y padre de dos bebés que también lo han llevado a reflexionar en la dimensión de las cosas y en las convenciones del lenguaje –así como en la importancia de formar pensamiento crítico desde la infancia y recuperar la idea de la protesta como un acto creativo–, a Argote le gusta mucho la ingeniería de sonido y está haciendo un loop de un par de acordes de El ratón para un video intimista y nostálgico en el que está trabajando. Cuando le pregunto qué opina de aquella famosa frase de Margaret Atwood, que dice que interesarse por un artista porque nos gusta su obra es tan tonto como interesarse por los gansos porque nos gusta el foie gras, me responde con ironía: “No sé si me interese tanto saber de gansos como ya sé de palomas. A mí me interesa el arte porque es como hacer filosofía sin tener que escribir”.
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