Armero conmemora los 40 años de su tragedia con reminiscencias de su brillo pasado
Cientos de visitantes, supervivientes y autoridades se citan en el pueblo tolimense para honrar a las víctimas de la avalancha que mató a 25.000 personas el 13 de noviembre de 1985


Los carros se estacionan en los costados de las vías. La gente desfila por la calle principal con las sombrillas abiertas para protegerse del sol. Los vendedores anuncian sus productos a voz en cuello. Aquí, en Armero, sin embargo, no vive nadie desde hace 40 años. Pero este jueves, al cumplirse cuatro décadas de la peor tragedia natural de Colombia, que arrasó al pueblo y mató a unas 25.000 personas, la conmemoración del desastre pareció devolverle el espíritu festivo y de abundancia por el que fue famoso mientras estuvo en pie, hasta el 13 de noviembre de 1985.
Aquel día, el cráter Arenas del volcán Nevado del Ruiz entró en erupción y derritió parte del hielo que había en su cúspide. Los caudales de los ríos Gualí y Lagunilla, que nacen allí, recibieron toda esa agua, que pronto se convirtió en una violentísima avalancha capaz de llevarse por delante al pueblo más boyante del norte del departamento del Tolima. Todos los habitantes de Armero supieron de la actividad volcánica: una lluvia intensa de ceniza había caído sobre el pueblo a lo largo de la jornada. Sin embargo, ante informaciones confusas y contradictorias venidas de muchas partes, casi nadie evacuó. El resultado fue una catástrofe que Colombia tardó horas en comprender, pero pronto se convertiría en noticia mundial.

El recuerdo de uno de los episodios de mayor espanto en la historia del país sigue vivo. Así se ha mantenido por las propias historias de los supervivientes, por los documentales que se han producido, por los textos que se han escrito. Este jueves, el lugar donde hace cuatro décadas todo fue desastre volvió a vivir, de nuevo, un ambiente de pueblo: ventas de agua, helados o cerveza. O de globos, pelotas y recordatorios de Armero. Se oían silbatos de agentes de tránsito que regulaban el tráfico o helicópteros sobrevolando. Otros grupos familiares dejaban flores en las lápidas instaladas en honor de sus seres queridos fallecidos. Como en todo pueblo.
La programación del día, en la tarima central, estuvo a cargo del Gobierno nacional, a través de instituciones como el Ministerio de Cultura, la UNGRD, el ICBF o el Servicio Geológico Nacional. También estaban la Defensoría del Pueblo, el alcalde de Armero-Guayabal, Mauricio Cuéllar; y los gobernadores de Tolima, Adriana Matiz, y del vecino Caldas, Henry Gutiérrez. El acto central fue la misa en honor a las víctimas, celebrada poco antes del mediodía, cuando ya se sentía el rigor del calor de esta región de laderas suaves que bajan de las altas cúpulas andinas al río Magdalena. Varios creyentes oraban y tocaban el hombro de la estatua del papa Juan Pablo II, que rezó allí mismo, arrodillado, en 1986, ante una cruz gigantesca que pasó a representar también la tragedia.

Al finalizar la liturgia, un helicóptero de la Fuerza Aérea sobrevoló el área del pueblo para lanzar pétalos de rosa que caían como lluvia por todas partes. Varias personas se detenían y guardaban dos o tres. Los teléfonos apuntaban al cielo para registrar un homenaje habitual cada 13 de noviembre. El calor y el hambre motivaron una desbandada general de un pueblo ya a tope de capacidad. La romería de gente caminaba, tal y como pasa en cualquier iglesia al finalizar una misa. Este jueves, imaginarse cómo fue Armero antes de su tragedia resultaba un poco menos difícil.
El cuidado de Armero, más allá de los homenajes
Para el homenaje, Ismael Quiroga, de 61 años, ha pintado la lápida que recuerda a sus tíos muertos, dos de los cerca de 30 familiares que perdió aquella noche. Usa una espuma para aplicar pintura negra sobre el relieve de las letras, mientras muestra las cicatrices en los brazos que le dejó la avalancha. Recuerda que aquella noche, después de horas de una lluvia de ceniza que muy pocos temían y de que se fuera la luz, le preguntó a su mamá cómo reaccionar. Salieron, subieron una loma y llegó la avalancha. Todos los que ahí estaban se salvaron. Ahora, con cierta melancolía y desahogo, lamenta que lo que quedó de su pueblo no esté más limpio, mejor conservado.
Varios lugares le dan la razón: en la fértil tierra que dio a Armero la fama de prosperidad, la maleza crece a sus anchas. Los árboles y la vegetación mandan hoy. En los pocos muros que quedan en pie también crecen arbustos y musgo. Lo que antes fueron aceras ahora están tapizadas de pasto. Pero también es cierto que hoy en día tiene instaladas varias estaciones, similares a paradas de bus, repartidas por todo su territorio, que dan detalles de la tragedia y señalan varios lugares representativos. En palabras de Francisco González, director de la Fundación Armando Armero, este lugar puede ser la Pompeya de Sudamérica. Esas adquisiciones parecen apuntar, aún muy lejanamente, en esa dirección.

Yaneth Rivera, por su parte, ha querido aportar al homenaje con el Sendero de la fe, un recorrido por imágenes religiosas pintadas en los troncos de varios árboles que ella misma coordinó. Tenía 22 años el día de la avalancha, cuando murieron dos hermanas y ocho familiares más. Con la autoridad de participar del engalanamiento del que fue su hogar, señala que ha habido desidia y falta de cuidado por parte del Estado. “No hemos sido reparados. Queremos poder venir y que esto no esté enmontado. Ahora usted lo ve limpio porque es la conmemoración, pero cuando no, parece un bosque lleno de maleza”, asegura. También revela cierta emocionalidad al hablar del homenaje: “Cuarenta años no se cumplen todos los días”, opina.
Una postura diferente sobre la conmemoración tiene la familia Bohórquez Silva, que mantiene distancia. Su caso es de una fortuna escasa en Armero: ninguno de ellos sufrió ni un rasguño en la avalancha. A su casa, en el barrio San Rafael, tampoco le pasó nada. William y Cristina, los dos mayores, que estaban en Bogotá y Manizales en el momento del desastre, narran que sus padres, Julio Antonio y Blanca, estaban en la casa junto a sus dos hermanos menores. Los salvó, cuentan, haberse quedado en ella y no saber nada de lo que estaba pasando. Esa calle, que albergaba varios talleres mecánicos, fue de las pocas adonde no llegó la avalancha. William señala la esquina de la casa: ahí empezaba una calle en descenso, y el lodo lo cubrió todo.

Don Julio era mecánico y tenía su taller ahí mismo. Cuando oyó murmullos y gritos, y salió a ver qué pasaba, encontró que la gente corría desesperada. Entró a avisar a su esposa y a alistar a sus hijos para salir, pero no pudieron. Cuando abrieron la puerta, todo estaba bloqueado, no había manera de salir. El lodo había acabado con todo lo demás. Volvieron a entrar, doña Blanca preparó café para los que pudo, y allí permanecieron, en su casa, en sus camas, con sus pertenencias, hasta el viernes, dos días después, cuando los obligaron a salir. Don Julio se abrazó al poste de la luz, negándose a dejar el pueblo que fue su hogar por más de 40 años.
William resalta que el caso de ellos, particular, es de resiliencia. Su padre logró establecerse en Ibagué y seguir con su trabajo como mecánico. Pudo costear la educación de sus hijos. Y ahora regresa a Armero como un reencuentro, más que como una celebración o una conmemoración. Antes, cuando la maleza no había acabado con su casa, volvían a ella y almorzaban juntos. Ahora, dicen ambos hermanos, esperan limpiar lo que queda de ella y mantenerla, porque la sienten propia. Para seguir recordando y reencontrándose. Y para que don Julio, cuyos ojos ya no ven como antes y su memoria a veces tropieza, se siga sentando en lo que fue la acera de su casa, como quien recibe el fresco en un día de calor. Como lo hizo hasta hace 40 años.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma











































