El eterno retorno de la guerra
Duque no estuvo a la altura de lo que la historia le pedía y Petro ha actuado con la arrogancia del que cree que la historia no está a su altura. Mientras, se repetirá la misma guerra, los mismos violentos y el mismo dolor
Es difícil no preguntarnos si todo esto se habría podido evitar. Me refiero a la tragedia humanitaria que incendia el Catatumbo, estos días violentos en un territorio que nunca ha dejado de serlo, estos días de muerte y sufrimiento que nos han devuelto a la memoria las noticias de otras épocas. Lo que nos ha llegado en estos días –la cacería casa por casa, lista en mano, de las futuras víctimas, o la escala de desplazamientos forzosos, o la mediación de los sacerdotes como último recurso para que dos grupos armados dejen de matarse o de convertir a los no combatientes en rehenes de sus represalias– parece algo salido, para los que hemos vivido lo suficiente, de los peores momentos de los años noventa. Ser colombiano es también sentir que se camina en círculos o que la historia, sobre todo la violenta, es un ciclo infinito de venganzas que nunca se rompe, que siempre inventa nuevas razones, que siempre puede encontrar combustibles inéditos. Lo que está ocurriendo en el Catatumbo es nuevo y urgente; al mismo tiempo, es lo mismo que ha estado ocurriendo durante décadas.
Porque los actores de estas atrocidades, los que han destrozado a una población civil inerme, son los mismos que llevan décadas envenenando con dolor y miedo la vida de los colombianos: el ELN y las FARC, aunque ahora se trate de eso que llamamos las disidencias. Pero es difícil no preguntarnos por esta posibilidad: lo que es ahora, habría podido no ser. Sí, hay un mundo paralelo en donde nada de esto sucede, y tal vez no sea necesario echar mano de la física cuántica o de la teoría de cuerdas para imaginarlo. No seré yo el único en estos días que ha imaginado un país distinto donde el presidente Iván Duque ha sido un estadista responsable, en vez de un monigote de la derecha sucia que saboteó los acuerdos de paz, y donde ese presidente responsable no se dedica a ponerle palos entre las ruedas a la implementación correcta de los acuerdos, sino comprende que la desaparición de las FARC es una oportunidad que no se da dos veces.
No lo comprendió, lamentablemente, y ni su talante ni su carácter tuvieron la fuerza suficiente para oponerse a los enemigos declarados de los acuerdos del Teatro Colón; y, aunque siempre he dicho que la decisión innoble y trapacera de retomar las armas es responsabilidad de los violentos, y sólo de los violentos, hay que ser muy miopes para no aceptar que las disidencias tal vez no serían disidencias si Duque hubiera sido un estadista de verdad. No lo fue: y hoy pagamos su falta de grandeza. Es imposible saber qué habrían hecho con sus destinos los agresores que ahora se llaman disidencias de las FARC; también es imposible no aceptar que Duque, con sus taimados sabotajes y sus cobardes hipocresías, les puso puente de oro para que se fueran de los acuerdos.
Hay otro mundo paralelo que podría seducir nuestra imaginación por estos días. En él, Gustavo Petro se da cuenta de la oportunidad histórica que tiene entre las manos como presidente de izquierda y, sobre todo, ex guerrillero que ha hecho la paz: tiene la oportunidad de afianzar una nueva paz que han hecho otros, y así compensar el tiempo perdido por los palos entre las ruedas que ha puesto su predecesor. En esta realidad paralela, Petro decide desde el primer día poner toda la energía del Gobierno –su palabra y su gente, su presupuesto y su tiempo– al servicio de los acuerdos del Teatro Colón, y lo hace con el argumento más bien evidente de que esos acuerdos ya están hechos: ya existen, y por lo tanto sólo queda mejorarlos. Piensa en corregir lo que puede corregirse, en insistir en lo que funciona y ha comenzado a dar resultados: es decir, en sacar el asunto adelante.
Pero no ha sido así. En vez de esa posibilidad, Petro se dedicó durante los primeros y eternos meses de su presidencia a hablar mal de los acuerdos, acusándolos de estar incompletos, de no incluir ciertos temas o preocuparse por ciertas cosas, y en vez de construir sobre lo ya hecho prefirió comenzar de ceros otra cosa: la famosa Paz Total. Un proyecto bienintencionado pero mal planeado, mal pensado, mal ejecutado.
En nada de eso hay sorpresa: Petro piensa mal porque lo hace con el deseo, no con la información ni con los hechos; planea mal y ejecuta peor porque su cabeza es desordenada, indisciplinada y caótica, y no hay ninguna idea que no pase por las distorsiones de la ideología (en el mejor de los casos) o por el sectarismo, el resentimiento, el populismo barato o la más ramplona demagogia (en los casos peores). Uno de los males colaterales de su falta de rigor o de simple competencia es el fortalecimiento del ELN, que ha hecho lo que ha querido porque ha podido: porque el Gobierno de Petro no ha conseguido, en dos años de desgobierno, controlar el territorio, proteger a los civiles y negociar con el ELN desde una posición de autoridad ni siquiera somera.
Y parece que esto no tiene nada que ver con la negligencia frente a los acuerdos del Colón, pero a mí me parece que otra sería la situación en esa frontera de terror si no se hubiera perdido el tiempo en la quimera de la Paz Total: y es posible imaginar un país donde el ELN –esta guerrilla desnortada y cínica que tanto daño ha hecho en tantos años– entiende, como entendieron las FARC, que aquí no hay lugar para ellos. Nuestra historia de violencia no es sólo la historia de los violentos, de su sevicia o su inhumanidad, de su crueldad y su cinismo. También se podría contar así: como un inventario de los errores de juicio o de criterio, las cobardías morales, el narcisismo de manual, la egolatría sin fin o la incompetencia crasa de los que nos gobiernan.
Mientras tanto, la gente sufre. Insisto: por supuesto que los responsables del sufrimiento son los violentos, los de siempre. Pero dos presidentes colombianos han tenido en sus manos la posibilidad de honrar unos acuerdos que tenían mucho para ser exitosos, y la han malversado (con intenciones muy distintas y por distintas fallas). Frente a los acuerdos del Teatro Colón hemos visto dos actitudes de esos dos presidentes. Uno, Duque, no ha estado a la altura de lo que la historia le pedía. Otro, Petro, ha actuado con la arrogancia del que cree que la historia no está a su altura. Los dos se lavarán las manos, acaso, o se echarán la culpa mutuamente. Y será el eterno retorno de lo mismo: la misma guerra, los mismos violentos, el mismo dolor. Lo único que cambia es el rostro de las víctimas.
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