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Latinoamérica
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El progresismo latinoamericano necesita afrontar los problemas de seguridad de cara al 2025

La izquierda necesita innovar frente a un asunto que se suele asociar más a la derecha y que es uno de los problemas centrales de la región

Los Farallones de Cali
Militares custodian las montañas del Parque Nacional Natural Los Farallones, en Cali (Colombia). El 28 de noviembre de 2024.Mario Baos (EFE)

Normalmente, la derecha y la izquierda se siente más cómodas en terrenos temáticos diferentes. Como terrenos de juego. La derecha juega en casa cuando aborda cuestiones como crecimiento económico, mercado, valores o familia. La izquierda, por su lado, hace suyo el espacio cuando se trata de la diversidad, la igualdad, la inclusión o bienes públicos como la salud y educación. Con la seguridad también sucede. En ella, la derecha se siente fuerte, sabe cómo va el juego y saca sus cartas de siempre: enfoques de “mano dura” que incluyen militares a las calles, endurecimiento de códigos penales, mayor autonomía a las fuerzas de seguridad, reducir o suspender garantías procesales y discursos de buenos contra malos.

Como respuesta, la izquierda, que entra de manera incómoda a este terreno que le es ajeno, saca cartas abstractas, difíciles de concretar: la desmilitarización, la negociación y el diálogo, los derechos humanos, la reintegración social, y discursos de paz y reconciliación. Otras veces, trata de modificar por completo el tablero de juego, afirmando que al abordar el derecho a acceder a una educación o la inclusión laboral se atacaría la supuesta raíz de dichos problemas de seguridad.

Pero, cuando la seguridad se impone como uno de los problemas centrales en varios países y ciudades de América Latina, el que te puede hacer ganar o perder una elección y desde luego el que determina la vida de millones de personas en el continente, ¿bastarán estas dos estrategias del progresismo para responder a la realidad? Se podría argumentar que no importa: al fin y al cabo, la seguridad es terreno ventajoso de la derecha, y el progresismo debe seguir centrado en sus prioridades, en aquello en lo que cuenta con una ventaja comparativa: educación, inclusión, derechos humanos.

Sin embargo, esto es un error. En lo electoral, porque ese discurso no parece atractivo ni creíble en un entorno con desafíos de seguridad tan apremiantes. Y en lo sustancial, porque a los líderes progresistas les hace perder la oportunidad de replantear algo tan básico para el bienestar de la gente como su seguridad. La oportunidad de hacerlo desde otras narrativas y políticas que sí funcionen y que no repliquen lo que actualmente ocurre con muchos de los discursos y políticas de seguridad dominantes: exacerban la violencia y exclusión, socavan varios principios democráticos y, en algunos casos, pavimentan el camino a ideas y líderes autoritarios.

Un error sobre todo viendo cómo está el continente a comienzos de 2025. En Colombia, el presidente Petro con su ambiciosa apuesta de la paz total, está jugando las cartas abstractas y las de otros juegos, y parece que no está dando resultando. En el aire se percibe una sensación de improvisación, excesiva complacencia con algunos grupos armados, y desprotección de la sociedad civil al estar permitiendo una expansión territorial de algunos de estos grupos. Todo esto le jugará en contra al progresismo en las elecciones presidenciales del 2026. En Chile, la seguridad se ha convertido en un foco de presión para el actual gobierno, tanto por parte de la oposición como por un grupo de la ciudadanía que se siente expuesta a unos niveles percibidos como más elevados respecto a lo que venía siendo habitual en el país. Es decir, esperan que Boric saque nuevas cartas.

En el otro lado, Nayib Bukele, para varios líderes nacionales y locales de la región, continúa siendo el ganador del juego de la seguridad a pesar de las justificadas críticas a sus políticas y enfoques. Y no es el único, claro. En Ecuador, el presidente Noboa, como político de un partido de derecha, ha seguido el manual clásico de seguridad fortaleciendo la guerra contra las drogas, aumentando el poder a las fuerzas de seguridad, y apostando por la instalación de bases militares estadounidense, todo con miras a las elecciones presidenciales del siguiente año.

Y a estos dos, se suman una parte del progresismo que, posiblemente en aras de mayor popularidad, deciden jugar las cartas de la derecha en la contienda de la seguridad. Es el caso de México, que, aunque recibe el nuevo año bajo el liderazgo de la progresista Claudia Sheinbaum, su antecesor y padrino consolidó la militarización de este país. Algo que Sheinbaum defiende sin, por ahora, mostrar intención alguna de revertir. Situación parecida a la que ocurre en Honduras donde la presidenta Xiomara Castro, de izquierda, ya ha aplicado algunas fórmulas clásicas como estados de excepción prolongados, suspensión de derechos constituciones, mayor poder a fuerzas de seguridad, y el anuncio de la construcción de una mega cárcel.

A todo ello se sumará, por cierto, la reciente victoria de Trump y el nombramiento de Marco Rubio como secretario de Estado de Estados Unidos, lo que sin duda aumentará la presión por enfoques de “mano dura” y resultados inmediatos en seguridad.

Así que la derecha la tiene fácil en este entorno. Al menos para afrontar el siguiente ciclo electoral. No necesita innovar, solo toca sacar el manual de siempre de seguridad. Aparte, tampoco tienen de qué preocuparse porque no hay competencia. Porque además de que el progresismo llega a esta contienda con puntos negativos, al automáticamente ser percibidos como débiles ante el crimen, tampoco parece haber un interés real en cambiar esta conversación o agenda. Es más, en algunos casos, me atrevería a decir que subestiman o menosprecian las situaciones de inseguridad, victimización y violencia que afectan a diario a millones de personas en América Latina. Al menos, así suenan.

Y por supuesto que es relevante debatir cuestiones de orden estructural que afectan a las condiciones de seguridad como el modelo económico, la priorización de los derechos humanos, o las desigualdades. También, que la desmilitarización o la construcción de paz deben ser objetivos a largo plazo de una política integral de seguridad. Sin embargo, este planteamiento parece lejano o desconectado cuando la ciudadanía demanda soluciones a problemas inmediatos de violencia. Porque, lamentablemente, en nuestro continente la gran mayoría de las personas no solo vive su día a día luchando por sobrevivir, pagar un arriendo, alimentar a sus seres queridos o encontrar trabajo, sino que, en ese recorrido, también enfrenta el miedo constante de que a ellas o a sus seres queridos les maten, les roben, les extorsionen, les violen, les secuestren, les desaparezcan, les manoseen en el transporte público o les obliguen a migrar forzosamente.

Por eso, aunque muchas medidas de mano dura no son efectivas y, en la mayoría de casos, son contraproducentes, resultan populares porque una gran parte de la ciudadanía siente que, al menos, se está haciendo algo concreto.

El progresismo debe esforzarse en construir una vía alternativa a copiarle a la derecha o buscarse maneras para esquivar el asunto de la seguridad. Una que cumpla la deuda pendiente que tenemos en América Latina de entender y pensar la seguridad de una manera diferente más allá de policías, militares y crimen, como nos han hecho creer. Porque la seguridad también es una parte fundamental de nuestro contrato social: cómo nos relacionamos entre nosotros, la confianza que tenemos o dejamos de tener, cómo vemos a las instituciones y cómo estas nos ven, cómo experimentamos el espacio público y cómo entendemos nuestros derechos. Y sí, esto también incluye hablar del orden, de las reglas, de los límites, de qué hacer cuando alguien comete un crimen. De temas incómodos para el progresismo. Pero necesarios para sus votantes, para la ciudadanía.

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