Gestión y proyecto político: los desafíos programáticos del progresismo
El progresismo no puede permitirse quedar atrapado en debates ideológicos puramente teóricos ni en el cortoplacismo electoral que termina debilitando su credibilidad
Como resultado de los últimos procesos electorales, decantó como clave de éxito de múltiples candidaturas la gestión eficiente y centrada en requerimiento ciudadanos muy tangibles y sus expectativas en torno a ellos. Tal vez la muestra más significativa de este fenómeno sea el liderazgo de Tomás Vodanovic en uno de los municipios con mayor población de Chile y cuya significación se hace más evidente aún con el hecho de que su liderazgo, según los últimos sondeos disponibles, se proyecta con consistencia a nivel nacional. El tipo de gestión que representa ese liderazgo se ha instalado evidentemente como un modelo de éxito político.
Pero más allá del caso específico y desde la perspectiva analítica, la pregunta es: ¿qué mensaje entrega el electorado a la política al privilegiar este componente de los liderazgos como elemento decisivo al momento de definir su voto? Más allá de la evidente eficacia electoral de este tipo de liderazgo centrado en la gestión efectiva, cabe la pregunta si a partir de dicho componente principal se puede construir un proyecto político de largo plazo y transformador de la sociedad en sentido progresista. La respuesta es sí, y está asentada en que el modo en que se resuelven los problemas públicos no es neutro en cuanto al tipo de sociedad que se quiere construir.
Bajo esta mirada, el progresismo enfrenta hoy un doble desafío: por una parte, ajustar su identidad programática a las relaciones sociales emergentes en nuestra sociedad y, por otra, demostrar su capacidad para gobernar con eficacia en un contexto de creciente incertidumbre. Mientras que sus principios fundamentales —justicia social, igualdad y sostenibilidad— mantienen su relevancia social, la implementación de estos valores en políticas concretas y sostenibles se ha vuelto una prueba decisiva en tiempos difíciles para la economía, la desconfianza institucional y el cambio climático.
La clave del desafío radica en trascender las promesas electorales y consolidar proyectos políticos sólidos que articulen reformas con resultados tangibles en la vida cotidiana de los ciudadanos. Es en esta fórmula que se legitiman las instituciones democráticas. Esto requiere no solo voluntad política, sino también una gestión que combine pragmatismo y visión de largo plazo. El progresismo no puede permitirse quedar atrapado en debates ideológicos puramente teóricos ni en el cortoplacismo electoral que termina debilitando su credibilidad.
El progresismo debe demostrar que sabe gestionar alianzas estratégicas, especialmente en escenarios fragmentados social y políticamente. Esto implica poner en marcha un enfoque inclusivo y unitario que convoque a diversos sectores —incluidos aquellos fuera de su base tradicional— sin que ello implique diluir su identidad. También debe priorizar un relato que reconcilie los ideales de transformación con la viabilidad económica y política, evitando caer en la percepción de que sus propuestas son utópicas o irrealizables.
Los desafíos actuales de la democracia están en la urgencia de reconstruir sus bases de legitimidad, ya no sólo trabajando sobre la ritualidad de sus instituciones formales, sino que recuperando su promesa de origen, fundada en el pacto de una comunidad que se constituye entre iguales, donde las legítimas diferencias existentes están ancladas en el mérito, donde las necesidades de los menos favorecidos se atienden de modo fraterno y que como correlato de este pacto, la sociedad asegurará de modo eficiente un conjunto de derechos que permiten el ejercicio de la libertad.
El éxito del progresismo en los próximos años dependerá de su capacidad para articular un programa que responda a las demandas de justicia y equidad, mientras fortalece las instituciones democráticas y genera confianza en su capacidad de gobernar. En definitiva, el futuro del progresismo no solo se medirá en sus ideales, válidos y deseables, sino en su habilidad para convertirlos en realidades concretas.
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