Reduciendo el riesgo del crimen organizado
Las acciones de las autoridades pueden ser contraproducentes, como cuando la incautación de drogas hace que aumente su precio. El enfoque debe ser más de “reducción de daños” que de reformas grandilocuentes
Colombia sigue enfrentando grandes retos relacionados con el crimen organizado. Como mencioné en mi última columna para EL PAÍS, el miedo parece ser generalizado y el Estado ha perdido control territorial frente a varios grupos armados.
A medida que buscamos mejorar la seguridad, surge una pregunta clave: ¿Cuál es el objetivo de las políticas contra el crimen organizado? ¿Reducir la violencia, desmantelar redes de reclutamiento, limitar las rentas de los grupos armados o fortalecer el sistema judicial? Estos objetivos pueden entrar en conflicto entre sí. Veamos algunos ejemplos.
Algunas estrategias comunican a los grupos criminales qué conductas ilegales tolerará el Gobierno y cuáles cruzan líneas rojas, activando la represión estatal. Esta estrategia, llamada ‘represión condicional’, busca limitar la violencia, pero tiene riesgos. La aplicación selectiva de la ley puede ser utilizada por policías y políticos oportunistas, y lo que a corto plazo parece un éxito, a largo plazo puede erosionar la lucha contra el crimen organizado.
Tomemos otro ejemplo. Cuando el Estado busca reducir las rentas criminales —por ejemplo, aumentando la incautación de drogas— al limitar la oferta, aumentamos el valor en la calle de estas sustancias y, por ende, el valor del control territorial sobre estos mercados. Esto puede intensificar la violencia. Lo mismo ocurre cuando se mata o captura líderes de grupos criminales, lo que fomenta luchas internas e intergrupales.
Estos son solo algunos ejemplos de cómo nuestros objetivos pueden ser confusos y de cómo nuestras acciones pueden resultar contraproducentes. Y cuando se añaden las consideraciones políticas, reconociendo que tomar decisiones difíciles sobre seguridad y crimen organizado puede poner en riesgo el éxito electoral en las democracias, el panorama se vuelve aún más desalentador.
Por eso, lo primero que propongo es replantear el objetivo de combatir el crimen organizado: deberíamos buscar algo similar a la “reducción de daños”, un enfoque común en la literatura de salud pública. En lugar de tratar de eliminar el fenómeno en la región—algo poco realista dado que existe una demanda inelástica por las drogas y otros servicios que ofrece el crimen organizado—deberíamos centrarnos en reducir las externalidades negativas que genera.
¿Cuáles son estas externalidades? Algunas son visibles y obvias —como la violencia y la corrupción— mientras que otras son más invisibles, como la pérdida de ingresos fiscales de mercados que el Estado no regula, o la creación de una demanda pública por líderes populistas autoritarios a causa de los altos niveles de crimen que genera el crimen organizado. Deberíamos pensar en esto como un “problema de optimización” con múltiples criterios, con trade-offs inherentes entre los diferentes objetivos. Lograr el equilibrio adecuado es, por supuesto, sumamente difícil.
Mi propuesta es que, al pensar en políticas específicas, deberíamos enfatizar pequeños cambios en lugar de reformas grandilocuentes, que igual puedan generar efectos relativamente grandes. Estos cambios también deben ser “incentivo-compatibles” para los políticos: deben ser políticas que puedan ayudar, y no perjudicar, a los políticos en sus campañas electorales.
Entonces, hablemos de detalles. Primero, reduciría las rentas del crimen organizado, minimizando la violencia asociada. En zonas de cultivos ilícitos, esto podría significar invertir en alternativas legales como microcréditos, formalización y acceso a mercados para cultivos legales. Los gobiernos e internacionales podrían asegurar la compra de productos legales para fortalecer estos mercados. En áreas urbanas, regular de manera más inteligente mercados informales de alta demanda—como juegos de azar, licor, transporte informal o microcréditos—podría tener efectos similares.
Luego, deberíamos reducir el reclutamiento de jóvenes en grupos criminales organizados. Sabemos que, cuando los jóvenes comienzan a acumular capital criminal a una edad temprana, es mucho más probable que terminen encarcelados y permanezcan dentro de redes criminales. Los programas para abordar esto pueden incluir desde proyectos de empleo para jóvenes en riesgo hasta la presencia de policías a las afueras de las escuelas para prevenir el reclutamiento de niños.
Además, debemos hacer que nuestro sistema judicial sea más eficiente. Como lo argumentó Mark Kleiman, las sanciones para disuadir el crimen deben ser rápidas. Esto podría significar reducir la acumulación de casos judiciales a través de la creación de cortes especializados para manejar rápidamente delitos menores, lo que ayudaría a reducir la impunidad, generar confianza pública en el sistema judicial, y permitir que los cortes se concentren en crímenes de alto impacto.
Por último, no puedo dejar de mencionar una reforma “grande”: la regulación de la marihuana para uso recreativo. Una gran proporción de las rentas del crimen organizado proviene de la venta de marihuana. Los problemas de salud pública asociados a su consumo son mínimos en comparación con los del alcohol y el tabaco, dos sustancias ya reguladas. Y los costos de hacer cumplir la prohibición de la marihuana son absurdamente altos, tanto en términos de atención y recursos policiales como de las relaciones negativas entre la policía y los jóvenes. Si se elige un marco regulatorio razonable, y el precio en el mercado legal es competitivo con él del mercado ilegal, la regulación de la marihuana tiene el potencial de eliminar grandes sumas de dinero de las cuentas del crimen organizado.
En resumen, para combatir eficazmente el crimen organizado debemos centrarnos en disminuir las externalidades más perjudiciales que produce. Podemos lograr esto de la mejor manera al implementar reformas pequeñas y compatibles con incentivos que apunten a las rentas criminales, limiten el reclutamiento (especialmente de jóvenes), mejoren la capacidad de respuesta de las instituciones de justicia, entre otros. Probablemente debamos evitar reformas demasiado ambiciosas que puedan polarizar aún más a los ciudadanos y que tengan una baja probabilidad de ser implementadas. Aplicar soluciones políticamente viables que, con el tiempo, puedan limitar algunas de las tendencias más destructivas asociadas con el crimen organizado tiene la ventaja adicional de demostrar cómo avanzar en la lucha contra el delito sin recurrir a los horrores del llamado “modelo Bukele”. Es el mejor camino para seguir si nos importan tanto las libertades civiles como la reducción del crimen.
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