“Aquí puede haber un atentado en cualquier momento”: la vida en el corazón del conflicto colombiano
EL PAÍS recorre dos pueblos del norte del Cauca, donde encuentra violencia, cultivos ilícitos y un control casi absoluto por parte de los grupos armados
Martes, 25 de junio. 8 am. Miranda, norte del Cauca.
Hace 15 horas las disidencias raptaron a alguien acá, en lo alto de la montaña, la parte alta del municipio a la que todos dicen que no se puede ir. Eran las cinco de la tarde. Laurentino Mesa Noscué viajaba en moto con su pareja y su hijo menor de edad. Cruzaban una vereda del resguardo de La Cilia-La Calera, cuando se toparon con un retén ilegal. Varios integrantes del frente Dagoberto Ramos, afiliada a la sombrilla de disidencias de las extintas FARC conocida como Estado Mayor Central, bajaron a Mesa Noscué de la moto a punta de pistola. Las autoridades cuentan que lo llevaron aún más alto en la montaña, que la guardia indígena activó su protocolo de rescate, que comenzó la búsqueda casi en ese mismo instante. Y que nadie pudo salvarlo. A las 6:34 de la tarde encontraron su cuerpo sin vida, con múltiples impactos de bala, tirado en el pasto de una vereda un poco más al sur, en el vecino municipio de Corinto. Tenía 32 años. Era hermano de quien ejerce la autoridad ancestral de la comunidad.
El asesinato de Mesa es el último en una oleada de violencia que asola al norte del departamento del Cauca, históricamente una de las regiones más afectadas por el conflicto colombiano. El pequeño municipio de Miranda, de unos 33.000 habitantes, es el primer pueblo que se encuentra al entrar desde el nororiente al departamento. Ubicado al pie de la fértil cordillera central, donde abundan las plantaciones de marihuana y de coca, Miranda había tenido suerte en los últimos años: vivía una especie de tranquilidad. Parecía que se había convertido en un tipo de refugio de los problemas que han plagado a sus vecinos. Pero eso ha cambiado desde abril. Las bombas, las balas y el terror se han adueñado del pueblo. Y los vecinos temen que hayan llegado para quedarse.
Sentada detrás de un escritorio en la Alcaldía, Isabel Cardona, la secretaria del Gobierno del municipio, hace un recuento de esa violencia. Mientras habla, una paloma entra y sale de un ventanal que da al parque principal. Abajo los mirandinos empiezan despacio su día; no han madrugado hoy. Cardona recuerda que el 11 de abril un carrobomba explotó en el barrio de San Antonio, a cinco minutos a pie de la Alcaldía. Dejó afectaciones a más de 100 familias y 80 edificios. No hubo víctimas mortales: “Fue el primer atentado del año. De ahí la situación se tornó muy difícil”.
El 10 de mayo, un vehículo cargado de explosivos estalló en el barrio El Porvenir, a diez minutos caminando del parque principal. Once personas tuvieron que ser atendidas en la clínica local y múltiples viviendas sufrieron daños. El 17 de mayo, un explosivo detonó en la vía que conecta al pueblo con el vecino Corinto, cuando pasaba un mototaxista que transportaba a Mercedes Ipujan y su hijo de 12 años. El mototaxista y el niño murieron en el instante; la madre un mes después. Los daños a los edificios de la vía todavía son visibles. El 14 de junio tres habitantes de calle fueron asesinados a tiros; Cardona dice que ella misma escuchó las balas a las 10 de la noche. Y el 24 de junio, asesinaron a Mesa y dejaron su cadáver en Corinto. “Esos son los horrores que la guerra nos ha dejado”, se lamenta la funcionaria. La paloma contesta con un arrullo.
El frente Dagoberto Ramos
Cardona cuenta que la inteligencia atribuye toda esa violencia al frente Dagoberto Ramos, y que sus miembros viven en la parte alta del municipio. Un enorme letrero en la entrada del pueblo, “Frente Dagoberto Ramos. Farc-EP”, parece darle la razón. Según la secretaria, los atentados empezaron cuando el Gobierno nacional levantó el cese al fuego que tenía en vigor con el Estado Mayor Central en el Cauca y los vecinos Valle del Cauca y Nariño. Las disidencias no lo estaban respetando. Realizaban atentado tras atentado en la zona. Como consecuencia, el presidente Gustavo Petro los llamó “traquetos” y ordenó operativos militares para “neutralizarlos”, pero solo en el suroccidente del país.
En las calles de Miranda, la anunciada presencia de la Fuerza Pública es poco perceptible. Cardona recuerda que en Miranda tienen sede un batallón militar en lo alto de la montaña, una fuerza policial especial y 26 policías para su casco urbano. Sin embargo, EL PAÍS solo ve cuatro policías en siete horas en el pueblo, de las ocho de la mañana a las tres de la tarde. Están frente a la Alcaldía, cuidando que nadie se estacione. “Para evitar carrobombas”, admite Cardona justo antes de tomar un sorbo de café.
En el parque principal, Marisol Ramírez, la coordinadora de la fundación Mujeres Sororas y Defensoras de Miranda, explica esa escasa presencia. “Cuando el Ejército y la Policía salen a las calles hay más atentados. Son blanco de los grupos armados”, afirma. Vestida de negro, con un collar de un pájaro grande de los colores del arcoíris, la defensora de derechos humanos dice que el miedo se ha apoderado del pueblo. “En cualquier momento puede haber un atentado. En cualquier momento puedes estar hablando con un guerrillero sin saberlo”, comenta.
Ante esa incertidumbre, cuenta que la comunidad se ha unido para evitar toparse con los grupos armados: “Anunciamos en grupos de WhatsApp dónde están los retenes y evitamos salir de noche, que es cuando todo se pone más denso”. En el casco urbano, sostiene, la tranquilidad se acabó. “Pero al menos no vivimos violencia todos los días como en la zona alta. Allá sí es constante. Ellos viven en conflicto en carne propia”, dice.
La parte alta
La subida a la parte alta se hace a través de una trocha; una vía de tierra flanqueada por cultivos de caña de azúcar y enormes árboles que tapan la vista a la montaña. Hay que manejar lento para que no se pinche una rueda de la camioneta. Cada tanto pasa una moto. Tras 15 minutos, los Andes se revelan: las colinas de todos los tonos de verde posibles, las filas de montañas interminables, la niebla y las nubes que de vez en cuando cubren sus picos. En medio de ese paisaje majestuoso espera Fabián Bonilla, el líder de una Junta de Acción Comunal de la zona. Está sentado en una moto, relajado, con una mochila colgada de un hombro.
“Tengo 35 años y desde que tengo uso de razón ha habido grupos armados acá. Cuando era niño nos sacaban a pasear en sus motos”, recuerda frente a una colina pintada de hojas de coca. Bonilla dice que no está a favor ni en contra de ningún grupo armado. Lo que quiere es que su comunidad viva en paz. Por eso, asegura que no acepta que el Ejército haga presencia en la zona: “Cuando están los militares se aumentan las posibilidades de que haya atentados”.
Al contrario de lo que dicen en el casco urbano, Bonilla argumenta que la parte alta es más segura. “El año pasado teníamos 10-12 comuneros asesinados al mes, pero hemos logrado bajar mucho la violencia. Todo se hace en base al respeto. Ayer, cuando asesinaron al comunero, se pasaron de la raya”, sentencia. Admite que viven en una situación compleja, que “una partecita” de sus vecinos tienen familiares que están en los grupos armados, y que la guerra no termina. Pero resalta que hay espacios de la paz en su territorio. “Venga, le muestro”, dice y prende su moto.
La paz
Veinte minutos camino arriba, en la vereda Monterredondo, don James Vivas recibe a Bonilla con una sonrisa. Es un señor grande que viste una gorra, unos jeans, una camisa de cuadros y botas. Con orgullo, y rodeado de un puñado de compañeros de la parte alta, el presidente de la Asociación Mil Colores muestra su emprendimiento: un hostal con piscina, habitaciones, cultivos de plátano e incluso una pista para cuatrimotos. Cuenta que montó la empresa hace un año y medio y que estaba creciendo mucho. Venían de 30 a 40 turistas todos los fines de semana, rememora. “Pero la gente se retiró cuando empezó ese sonido otra vez”, dice y choca sus palmas con fuerza.
Vivas y sus compañeros insisten en que pese a la guerra ―aquí todos la llaman guerra―, la parte alta es segura, que los viajeros pueden seguir viniendo “con acompañamiento”. “Traer un turista acá representa un miedo porque le pueda pasar algo. Pero si vienen con nosotros siempre están bien”, asegura.
―¿Y por qué no puede venir sin acompañamiento?
―Bueno, tú dirás― contesta, y todos sueltan la carcajada.
El hombre se levanta y camina por la propiedad. En 2012 hubo fuertes combates aquí entre las otrora FARC y el Ejército. Cayeron bombas casi todos los días. Villa dice que la situación actual es distinta. Se agacha para coger unas mandarinas de un arbusto y las reparte. Señala las hamacas esparcidas por el terreno y las palmeras que les dan sombra. Se sube a un mirador que ha construido en un árbol, con una vista del municipio y más allá. “Aquí pueden subir. Es seguro. No hay minas”, declara con una sonrisa. Todos se ríen de nuevo.
***
Miércoles, 26 de junio. 8 am. Corinto.
El colegio José María Obando está completamente cubierto de señales de impacto de bala. Los agujeros en las paredes están rodeados de círculos con números. Los funcionarios, que necesitan mantener el anonimato, cuentan que los estudiantes han contabilizado el número de tiros. 1, 2, 3, 7, 38, 66, 123… Y estos son apenas los que están a su alcance. El techo también está lleno de daños causados por las balas. Cuando llueve, dice una trabajadora, el agua se cuela por allí. La lluvia ya ha dañado varios computadores de la sala de informática. Aunque lo parezca, la escuela, en la que estudian unos 389 niños entre 11 y 17 años, no es un blanco militar de las disidencias. Lo que pasa es que está ubicada directamente en frente de la estación de Policía. Y hace años el frente Dagoberto Ramos decidió que eliminar esa comisaría es su máximo objetivo.
“Los guerrilleros se hacen en la loma enfrente y hostigan a la estación. La policía les devuelve el fuego. Nos quedamos atrapados en el medio”, asegura la funcionaria mientras señala un impacto de bala en la puerta principal. Una vez hasta encontraron una granada en el colegio. Los ataques son tan comunes que los profesores ahora dan capacitaciones a los niños sobre cómo protegerse durante un atentado. “Cuando suena el timbre tres veces saben que tienen que resguardarse”, dice. Los estudiantes entonces se tiran al piso, se protegen debajo de los pupitres, se ponen en posición fetal, se cubren los órganos vitales. Esperan a que la pesadilla se acabe.
Otro funcionario cuenta que es un problema que lleva décadas. En 2001, una bomba colocada por las FARC tumbó la escuela entera. El municipio, 10 kilómetros al sur de Miranda, la reconstruyó más grande. Pero los atentados no pararon. Se volvieron tan frecuentes que los alumnos lo normalizaron. “Yo estudié acá. Cuando pasaba una semana sin una balacera era raro”, dice. La empleada, por su parte, comenta que lleva dos años trabajando en la institución y ya se está acostumbrando: “Cuando empecé tenía tanto miedo que me metía al baño y lloraba”. Los padres de los estudiantes también temen. La funcionaria dice que este año se ha agudizado el conflicto en Corinto, y que más de cien alumnos han desertado. “Cuando se retiran los niños siempre preguntamos por qué. Y muchos papás dicen que es por miedo”, afirma.
En Corinto hay miedo de sobra. Una pintada justo fuera de la escuela se asegura de que no ceda: “Vidrios abajo o plomo. FARC-EP”. El mensaje aparece en casi todas las calles del municipio de unas 40.000 personas, y en el que las evidencias de los atentados no se limitan al colegio. A unas cuadras se encuentra la antigua sede de la Alcaldía. Todavía son claros, y enormes, los daños que provocó una bomba puesta allí en 2021. Nunca la arreglaron. Los alcaldes simplemente empezaron a trabajar en el edificio al lado. Como los políticos y los alumnos, las víctimas de la violencia en el pueblo son muchos: los profesores, los policías, los comerciantes, los pensionados. Pero existe un grupo en particular que más lo sufre.
Los indígenas
De los cerca de 40.000 habitantes del municipio, unos 13.000 son indígenas, según las autoridades del pueblo Nasa. Sentado en el cabildo del Resguardo Indígena Páez Corinto, con su bastón en la mano derecha, Junior Elkin Pilcué afirma que su pueblo se ha convertido en un blanco militar de las disidencias. “Tratamos de organizarnos para impedir que los grupos armados trabajen en la zona. Por eso nos quieren eliminar”, alerta el líder, una de las siete autoridades indígenas del resguardo, ubicado en la parte alta de Corinto. Pilcué dice que el peligro es tanto, que los comuneros indígenas no pueden salir del resguardo solos: “Eso sería dar papaya”. Según él, el Dagoberto Ramos ha asesinado a 12 indígenas en los últimos dos meses. “Nos mataron tantos que hasta el miedo se nos quitó”, suelta.
El recrudecimiento en la violencia este año tiene varias explicaciones. Pilcué afirma que los integrantes de los grupos armados son cada vez más jóvenes y volátiles. “Ya son todos de 30 años para abajo. No hay ningún proyecto político revolucionario. Son unos traquetos, unos mafiosos”, comenta, y por la ventana se oye el galope de un caballo. Esa búsqueda de las rentas ilícitas se les ha dificultado últimamente. Con los precios de la coca y la marihuana en caída, Pilcué dice que el Dagoberto Ramos ha aumentado la extorsión en el casco urbano. Con él concuerda vía WhatsApp el investigador de la fundación Conflict Responses y experto en conflicto armado, Kyle Johnson.
El poder absoluto de la Dagoberto Ramos en Corinto también se está viendo amenazado. Según Pilcué y Johnson, un nuevo grupo de disidentes, que se hace llamar frente 57, está intentando tomar el control. Su presencia ha desatado una guerra entre los dos grupos, que el líder indígena dice que ha cobrado la vida de varios comuneros. “La Dagoberto Ramos ha matado a varios miembros de nuestra comunidad bajo la excusa de que presuntamente eran integrantes del frente 57″, afirma. El Ejército de Liberación Nacional (ELN) también ha intentado entrar a Corinto.
Pilcué admite que, además, muchos jóvenes del resguardo están siendo reclutados por las disidencias. “Las oportunidades son muy pocas. Estos grupos les ofrecen a los chicos un fajo de billetes, un celular de alta gama, una gran moto. Terminan diciendo que sí. Unas semanas después los usan como carne de cañón en enfrentamientos con la Fuerza Pública”, se lamenta.
Acaba la entrevista. Afuera del cabildo tres jóvenes Nasa vestidos de chalecos azules se suben a una camioneta. Dos tienen 15 años, el tercero 20. Son miembros de la Guardia Indígena, la primera línea de defensa del resguardo contra los grupos armados. El carro se dirige hasta una zona rural, llamada Gualanday, donde los tres se bajan en una trocha cercada por cañaduzales. “Aquí encontramos al comunero que raptaron el lunes en Miranda. Lo dejaron tirado, cubierto de sangre”, recuerdan mientras miran el pasto. Los chicos se paran en una vía de tierra que lleva hasta la montaña. Allá arriba, se viven las confrontaciones más duras entre las disidencias y el Ejército.
―¿Se puede subir más, a la parte alta?
―Imposible. Es demasiado peligroso. Hubo enfrentamientos allá hace dos días.
El funeral
La camioneta retorna al casco urbano y los chicos descienden. Acto seguido, coge la vía que conduce a los pueblos al sur de Corinto, donde los disidentes tienen aún más control. El carro deja atrás el casco urbano y se profundiza en el campo caucano. Entre caña, coca y marihuana, las disidencias hacen clara su presencia. Todas las señales, las pancartas, los puentes y los postes llevan sus pintadas. No se puede alzar la cabeza sin ver “FARC-EP”. Aquí cerca, en la montaña, el Ejército logró un hito este lunes: entró al territorio a escondidas y mató a un cabecilla del Dagoberto Ramos, Rodolfo Betancourt Herrera, Fito.
El carro entra a un lugar llamado El Guabito. Pasa negocios pequeños, una iglesia, una escuela, más cultivos de coca. De repente se escuchan unas explosiones. Un poco más adelante un grupo grande de personas tira pólvora. La camioneta se encuentra con un desfile de más de 50 carros y 100 motos. Señoras y chicos se sientan en la parte trasera de unas camionetas. Los vehículos se mueven despacio. Llenan la vía por cientos y cientos de metros. Parece una caravana, una ceremonia, algún tipo de celebración. Una mujer de mediana edad observa el espectáculo. Está sentada en una moto, acompañada de un adolescente.
―Disculpe. ¿Esto qué es?
―Un evento para un difunto. Murió el lunes en la montaña.
―¿Lo mataron?
―Sí.
―¿Era un líder de ustedes?
―Algo así―contesta con una sonrisa.
La mujer se despide y la caravana sigue. Nadie la rebasa. Cada tanto tiran más pólvora, a veces fuegos artificiales. El desfile llega a la vereda El Palo, ya en el municipio de Caloto. Varios asistentes se bajan en un restaurante. Una decena de hombres en motos vigila la escena. La sensación es rara; están entre la celebración y la tristeza. A una cuadra, un taxista descansa bajo un toldo. Mira su celular.
―Señor, ¿esta caravana para qué es?
―Para un difunto.
―¿Quién era?
―Un hijo de la comunidad. No lo sé bien.
―¿Era Fito?
El hombre no dice nada. Parece tener miedo de hablar. Simplemente asiente con la cabeza.
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