A buscar acuerdos entre desacuerdos para desatascar a Colombia
Aunque Petro y Barbosa representan proyectos alternativos, sus palabras y acciones son poco confiables, pues ambos están motivados también por intereses ‘non sanctos’
En el grave conflicto institucional que está teniendo lugar en Colombia, con el choque entre el Ejecutivo, la Fiscalía, la Procuraduría y la cúpula de la Rama Judicial, resulta urgente pensar hasta dónde los desacuerdos vienen de diferentes concepciones del rol que deben jugar las instituciones públicas y la manera en que deben ser organizadas. Intentar esclarecer ese núcleo tal vez nos permita sentarnos a discutir sobre las desavenencias e intentar construir acuerdos; acuerdos imperfectos y parciales, pero acuerdos en todo caso. Aquí busco hacer una pequeña contribución a esta discusión.
Uno de los desacuerdos que, a mi juicio, es transversal a nuestro conflicto institucional es aquel entre quienes están más preocupados por defender el principio democrático-participativo y aquellos que consideran prioritario proteger el Estado de derecho. Este desacuerdo en materia de proyectos político-constitucionales no debería sorprendernos, puesto que cabe perfectamente dentro de la filosofía de nuestra constitución. Cuando se creó, esta decidió que Colombia no debía ser un Estado de derecho a secas, de corte liberal-conservador, sino un Estado constitucional, social y democrático-participativo de derecho. Un Estado de derecho con apellidos, por decirlo así. Es por ello que el artículo primero de la Constitución Política de 1991 establece que “Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista”.
Dentro de esa fórmula se pueden incluir muchos proyectos políticos diferentes (conservadores, liberales, socialdemócratas), y esa era la idea: permitir la alternancia en el poder entre partidos, grupos, movimientos que representen visiones muy distintas de lo que el país necesita. Dentro de ese amplio espectro, caben ciudadanos que consideran que ante un conflicto entre el principio democrático-participativo y el Estado de derecho debe privilegiarse el primero; y también, por supuesto, ciudadanos que piensan exactamente lo contrario.
Dicho todo esto, resulta lamentable que el debate entre estas posiciones esté en buena parte capturado por las extravagancias de dos adultos que a veces parecen comportarse como bravucones. Me refiero, por supuesto, a los dos funcionarios públicos más importantes del país: el presidente Gustavo Petro y el ya ex fiscal general Francisco Barbosa. Creo genuinamente que entre ellos existen desacuerdos de fondo que merecen ser discutidos y sobre los cuales, con algo de esfuerzo, podríamos tender puentes y encontrar puntos de acuerdo. Lamentablemente, y para vergüenza de la dignidad de sus cargos, ni Petro ni Barbosa deberían ser los puntos de referencia de esta discusión.
Para poder deliberar genuinamente sobre diferencias políticas y constitucionales, es necesario hacer un esfuerzo por asumir un punto de vista público sobre el objeto de discusión, en este caso la tensión entre la importancia de la estabilidad institucional que nos proporciona el Estado de derecho, y la necesidad de desarrollar más fuertemente uno de los grandes compromisos aún incumplidos de la Constitución de 1991: la democracia participativa.
Explico mejor lo del punto de vista público. Si reunimos a 100 personas a discutir sobre esto, tendremos 100 puntos de vista diferentes. Y miles de desacuerdos; más concretamente, 9.900 desacuerdos: 100 (personas y, por tanto, puntos de vista) multiplicado por 99 (las personas restantes una vez uno toma una persona como unidad de referencia) es igual a 9.900 desacuerdos. Es importante reconocer que cada una de estas personas tiene intereses particulares, lo cual es normal y no es cuestionable. Lo que está mal es que, para tomar parte de las discusiones públicas, uno solamente tenga en cuenta sus motivaciones personales: es importante hacer un esfuerzo para intentar asumir una perspectiva más general, un punto de vista público.
Por supuesto, nadie se puede separar completamente de su punto de vista privado, la naturaleza humana tiene un componente egoísta y eso no tiene nada de malo. Pero para que el debate genuino sea posible, tenemos que asumir que las demás personas que participan están haciendo un esfuerzo por entender nuestra perspectiva, y tenemos el deber de actuar de la misma manera. Por ello, es fundamental que podamos confiar en las motivaciones de nuestros interlocutores: debemos creer que todos estamos haciendo un esfuerzo para ser lo más imparciales posibles (así la imparcialidad absoluta sea un ideal inalcanzable). Y es muy difícil creer que Petro o Barbosa están haciendo siquiera el más mínimo esfuerzo por asumir un punto de vista público lo más imparcial posible. Es evidente que no, y lo es porque es también evidente que ambos están embelesados por su propia grandeza percibida.
Sé que es posible cuestionarme señalando que el conflicto Petro–Barbosa no es más que una disputa pura y descarnada por el poder político, y no el reflejo de una tensión entre proyectos político–constitucionales. Pero no se trata de cuestiones incompatibles entre sí. Mientras que Barbosa cree representar una especie de “constitucionalismo de fusión” producto de la alianza histórica del liberalismo y el conservadurismo, y preocupado especialmente por poner frenos al autogobierno colectivo para proteger los derechos civiles, Petro aspira a encarnar el proyecto radical-republicano cuya bandera central es la promoción del autogobierno colectivo mediante la participación permanente de los ciudadanos en la vida pública (esta categorización de proyectos constitucionales es de Roberto Gargarella). Ahora bien, aunque Petro y Barbosa representan estos proyectos alternativos, sus palabras y acciones son poco confiables, pues ambos están motivados también por intereses non sanctos que no deberían tener cabida en la esfera pública.
Pero nosotros, la ciudadanía colombiana, no estamos atados por los gritos y el ruido de estos dos personajes. Y no solamente podemos, sino que debemos discutir más intensamente sobre nuestros desacuerdos en materia de estabilidad institucional y democracia participativa. Este es un asunto fundamental para Colombia, y este es un momento propicio para hacerlo, pues las aspiraciones participativas de la Constitución de 1991 necesitan ser canalizadas institucionalmente. Esta cuestión fundamental necesita de la discusión entre movimientos sociales, empresarios, funcionarios públicos, víctimas de la violencia, académicos, entre muchos otros. Y la requiere debido a que solamente mediante la discusión de nuestros desacuerdos podremos construir acuerdos entre desacuerdos.
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