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Política colombiana
Columna
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Sarabia y Benedetti (cuadro costumbrista colombiano)

Ambos, la joven brillante y el embajador destinado a reactivar las relaciones con Venezuela, son responsables de hacerle un daño inconmensurable al gobierno de Petro

Laura Sarabia y Armando Benedetti.
Laura Sarabia y Armando Benedetti.El País / Reuters

Ambos eran la representación del autoproclamado Gobierno de Cambio. Ella, joven, brillante y de inocente apariencia, era la hiperactiva mano derecha del presidente. Más allá de sus ideas políticas, cuestionables para algunos, todos la admiraban, más siendo una cara nueva en las cumbres solitarias del poder. Él, alejado de la capital por encargo del presidente, parecía destinado a convertirse en el motor de la reactivación de las relaciones con el país vecino, consiguiendo así una especie de efecto botox para su maltrecha popularidad. El redimido y la joven promesa. ¡Vaya especímenes!

Años antes del patético espectáculo, él y ella, ella y él eran cómplices, mas no amigos. Él era su jefe. Ella su asesora. Entre ellos nació esa extraña relación que existe entre jefes y subalternos en la que, de pasar tanto tiempo juntos, ya se les ve como si fueran una única entidad. Ella conocía sus negocios y su forma de trabajar. Él vivía anonadado viendo la agilidad mental de su protegida.

Cuando llegó la elección y él quiso tener un detalle con el presidente, hizo un sacrificio: la entregó para que iluminase al nuevo mandatario con su estrella. Algunos malpensados pensaron que era una estrategia para que él pudiera saber todo sobre el presidente, pero esas son las malas lenguas.

Él allá lejos. Ella en la capital. La distancia hizo lo lógico y endureció la relación. En pocos meses se odiaron y se convirtieron en rivales. Ella, convencida de tener el poder absoluto gracias a su nuevo mentor, el presidente, empezó a rechazar sus mensajes, a esconderle información, a decir verdades incompletas. Él no aguantó y empezó la catástrofe.

Ella y su entorno lo señalan de haber creado un complot para desprestigiarla y hacerla a un lado. Él la acusó de recibir sospechosos dineros, además de haber torturado y maltratado a una trabajadora de su hogar. El resultado de la ecuación, dolorosa para el país es que los dizque amigos del presidente resultaron unos lamentables ejemplos de todo lo que el autodenominado gobierno del cambio decía no ser.

El cambio no era para que llegasen unos sujetos con ínfulas a maltratar al personal de servicio. El cambio no era para que los cargos del Gobierno se convirtieran en moneda de cambio en luchas por el poder. El cambio no era para ver como la traición termina siendo la columna vertebral del mundo político.

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A simple vista aquí hay dos traidores. Ella y él. Y ambos hacen parte del entorno más cercano al presidente. Ambos, no uno solo de ellos, son responsables de hechos bastante desagradables, por no decir delitos, y de un daño inconmensurable al Gobierno. Ambos mostraron que eso de la lealtad no va con ellos. Ambos deberían saltar por la borda, pero el capitán del barco parece rehén de los dos.

En Colombia o somos rehenes o somos traicionados. Sobre todo en política, donde somos rehenes de ideas y sueños de un país al que siempre los políticos traicionan.

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