Amenazada por denunciar
Cartagena tiene sus murallas, sus playas y su castillo, pero el negocio que realmente mueve el billete es la trata de personas
No es para sacar pecho ni para sentir orgullo. Que Medellín esté llena de turistas o, mejor, de visitantes que llegan allí porque se consigue prostitución de bajo costo es una verdadera vergüenza. Que Cartagena esté repleta de extranjeros que buscan hombres o mujeres que apenas llegan a la mayoría de edad para pagarles por servicios sexuales es algo que nos debería indignar a todos.
Para unos resulta más fácil mirar hacia otro lado y decir que este es un oficio milenario que resulta imposible controlar. Para otros la disculpa fácil es asegurar que quienes se dedican a eso lo hacen porque les gusta. Y así terminan unos y otros justificando algo que en países desarrollados resulta completamente impensable: que el alto flujo de visitantes extranjeros a ciudades supuestamente turísticas sea en realidad el aterrizaje de decenas de hombres y mujeres ansiosos por calmar su sed de sexo a bajo costo, en vez de estar realmente interesados en conocer vestigios de la colonia o encantadores sitios como los que ofrecen las dos ciudades arriba mencionadas.
En Medellín, como lo describí hace unos días, la solución es esconder bajo la alfombra ese incómodo problema. Se cierra a cal y canto el emblemático parque, epicentro del turismo, para supuestamente acabar con la prostitución. Una medida cosmética que no resuelve nada, sino que traslada el problema de un sitio a otro. En Cartagena, una mujer valiente llamada Ana María González, secretaria del Interior, asume la tarea de combatir las redes que se dedican a la trata de personas y termina más amenazada que cualquier testigo que saliera a decir que un cierto expresidente anduvo en malos pasos.
La secretaria Ana María ha hecho lo impensable: empezar un trabajo mancomunado con la policía local, pero también con el FBI y otros organismos internacionales de investigación criminal para desmontar monstruosas redes de trata de personas que, desde Estados Unidos, Europa y hasta Japón, convirtieron a Cartagena en una de las capitales del trabajo sexual en Latinoamérica. En cuestión de semanas, locales comerciales que servían de fachada para explotación de mujeres y hombres quedaron expuestos. El país despierta de un sopor ensordecedor que ocultaba lo evidente: Cartagena tiene sus murallas, sus playas y su castillo, pero el negocio que realmente mueve el billete es la trata de personas.
Decenas de millones de dólares se mueven cada mes en Cartagena a través de un triángulo conformado por locales de rumba, el mercado de las drogas ilegales y el trabajo sexual. A ello se suma la mendicidad forzada a la que someten a niños de todas las edades. Todo manejado en dólares o euros que terminan en manos de mafiosos de alto nivel. Nada o casi nada queda para la muy turística Cartagena, pero seguimos sacando pecho diciendo que es el paraíso de los turistas.
No podemos tener paraísos para unos que sean el infierno para otros, pero en eso han convertido a Cartagena y Medellín. Paraíso para los explotadores. Averno para los explotados. Al menos Ana María González intenta cambiar la ecuación, pero el precio que está pagando es alto, pues las mafias ya la tienen en la mira. Su vida corre peligro. Mientras que otros miran para otro lado y siguen celebrando que lleguen supuestos turistas a dañar y despedazar la vida de los más humildes.
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