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Tribuna
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La masacre de Santa Marta

Cincuenta gatos, bebés en su mayoría, murieron por el fuego que algún poseso decidió prenderles hasta calcinarlos

Una mujer juega con un gato, en Bogotá.
Una mujer juega con un gato, en Bogotá.RAUL ARBOLEDA (AFP)

Imagínense a decenas de gatos, bebés en su mayoría, gritando de pánico y dolor por las llamas que queman sus cuerpos. Cincuenta criaturas que, tras el desamor del abandono, arden y se consumen por el fuego que algún poseso decidió prenderles hasta calcinarlos. Animales, pequeños y frágiles, envueltos en candela avivada por las cajas de cartón, los trapos y los palos de madera que serían su cambuche en pleno corazón –que ironía– de una ciudad.

Esto ocurrió hace un par de días en Santa Marta, distrito turístico, cultural e histórico de Colombia, donde a los animales los abandonan a diario, los envenenan, los aplastan y ahora los queman. Cualquiera que haya ido a esa ciudad habrá visto gatos deambular con la piel sangrante, las costillas marcadas, los ojos cubiertos con costras y una tristeza en la mirada que le rompe al alma a quien tenga. Y aunque miles de ellos han sido socorridos por fundaciones y rescatistas, que también han hecho miles de esterilizaciones, cada vez pareciera haber más. No por obra y gracia de una naturaleza ingrata, sino por el desgobierno y la indolencia que, hace tiempo, campea en la ciudad.

Pero no es mi interés enseñarme con Santa Marta que, aunque se destaca por su apatía al sufrimiento de los animales, no es exclusiva en el trato miserable a ellos. En otros municipios del país los ahogan, los machetean, los tiran a la basura, los arrojan a ríos entre bolsas y, al final, la agonía y la muerte les llegan, por ahogamiento o por incineración. Tampoco pretendo especular sobre la salud mental de los colombianos que odian a los animales y seguramente a la vida, pues son pocos y quizás están enfermos o perdieron el alma en alguna borrachera: han de ser unos pobres desgraciados.

En cambio, señalo la culpa de los gobernantes que, pudiendo y debiendo hacer, no hacen; que se roban todo, hasta la esperanza; que gobiernan con indolencia y desdén; que van tras lo suyo, insaciables, desoyendo a quienes les exigen que, como estado, atiendan a quienes más lo necesitan, cualquiera sea el cuerpo vivo y sufriente que encarne la necesidad. Esos gobernantes que siempre están buscando excusas para no atender a los animales, pero que ante la más mínima oportunidad sacan el bolígrafo para firmar contratos en los que una cirugía de esterilización vale cuatro veces más de lo que cuesta en realidad. Malditos. Ladrones. Y nosotros tontos, que seguimos votando por cínicos y pusilánimes.

Pero la masacre de Santa Marta deja dos cosas positivas, que ojalá persistan. Primera, evidencia la imperiosa necesidad de desarrollar una gran política nacional de protección animal que permita salvaguardar la vida, el bienestar y la dignidad de los más de tres millones de gatos y perros que sufren en las calles y están expuestos a locos incendiarios, así como las de los demás animales, domésticos y silvestres, de quienes menos hablamos. Segunda, la certeza de que Colombia está llena de gente sensible y compasiva que hoy no teme ni se avergüenza de alzar la voz para manifestar su dolor e indignación por la violencia contra los animales. Esa gente buena, que se cuenta por millones, debe apagar el fuego y sanar, con su amor, las pieles quemadas; dejarles claro a los malos que no permitirán que calcinen la vida.

Andrea Padilla Villarraga es senadora y activista por los derechos de los animales

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