Colombia y la pasión por el ruido
La violencia auditiva se convierte, mucho más a menudo de lo que podríamos imaginar, en violencia física de enormes proporciones
Si usted busca en Internet, se encontrará con que los dos países más ruidosos del mundo son Japón y España. En los dos he estado y me niego a creerlo. Ciertas esquinas de Tokio y de algunas otras ciudades grandes serán ciertamente ruidosas, por el tráfico de automóviles, por el paso del metro y sus tumultuosas estaciones, y quizá haya mucho ruido en los salones de juego, pero más allá de esos lugares, donde el ruido es el producto de la necesaria interrelación urbana, en el Japón hay un respeto infinito por el otro, algo que se manifiesta en la distancia que los ciudadanos conservan entre sí y en las estrictas reglas de cortesía que casi abruman al visitante. En cuanto a España, quizás, quizás, quizás. Los españoles se quejan del ruido de las obras cercanas, del tráfico y de las fiestas de los vecinos, y hay que decir que muchos hablan muy alto, pero allá jamás estamos expuestos a los niveles de ruido de muchos países latinoamericanos, entre los que se cuenta Colombia.
Aquí también existe, por supuesto, la polución auditiva en las grandes ciudades. Siendo 75 decibeles el nivel máximo permitido en las zonas industriales, dentro de un bus urbano o en una calle comercial podemos llegar casi a los 100 decibeles, causados por la música a todo volumen, las bocinas estruendosas y el perifoneo de los vendedores ambulantes. A eso se llama violencia acústica, y está probado que sus efectos perniciosos van desde la irritabilidad hasta el insomnio, pasando por los dolores de cabeza y el agotamiento. Leo, por ejemplo, que un estudio reciente llevado a cabo en España, y liderado por Cristina Linares y Julio Diaz, determinó que las urgencias por trastornos mentales se disparan con la contaminación por ruido, y que pacientes con Parkinson o demencia se ven especialmente afectados.
Pero de lo que quiero hablar en este artículo no es del ruido ambiental propio de los espacios urbanos, sino de la pasión por el ruido que tienen muchísimos colombianos y que —está probado― es un detonante de violencias aterradoras. Comenzaré nombrando los aparentemente más inofensivos. No hay casi ninguna sala de espera en que no nos pongan al frente un televisor encendido. Usted ha llevado su libro o está tratando de leer un artículo en su teléfono, pero su concentración va a estar totalmente alterada por las voces de una telenovela, de un noticiero o por la algarabía de un programa de concurso. Lo mismo en las salas de los aeropuertos, como si entretener a un público propenso a aburrirse fuera la consigna. En casi todo taxi que usted tome, como anotó con impaciencia Fernando Vallejo en La virgen de los sicarios, usted estará condenado a oír los comentarios de los conductores de algún programa de radio, con sus bromas celebradas a carcajadas, los vallenatos o el reguetón del momento, o las baladas de un tiempo que se detuvo en los años setenta. Ni ahí ni en un restaurante se atreva usted a pedir que “le bajen un poquito” a la música. En el taxi usted se arriesga a que la furia del conductor se manifieste, por ejemplo, acelerando y frenando de manera brusca; en el restaurante le dirán que sí, que con mucho gusto, y el nivel del sonido seguirá igual.
Ahora, que si usted es un turista que busca el silencio que imagina en los lugares más hermosos de Colombia, puede que resulte defraudado. En pueblos como Salento, Jericó, Santa Fe de Antioquia y muchísimos más, usted encontrará que cada comerciante pone en su local su propia música, a un volumen que compita con la de su vecino, de modo que el efecto total puede ser el de una enorme discoteca con varias pistas. Pero están las playas. El viejo sueño de vivir al lado del mar, oyendo sólo el sonido de las olas, como el que tuvo una amiga escritora que al entrar a los sesenta restauró con todo esmero la antigua casa donde pasaba vacaciones en su infancia, en un lugar apartado, casi silvestre, de la Costa Atlántica y allí se fue a vivir con su pareja. Pues bien: en la enorme casa vecina, de propiedad de un poderoso de la región, convertida en lugar de alquiler Airbnb, prácticamente todas las semanas había rumbas inacabables, de día y de noche, con enormes parlantes al aire libre, que la llevaron, primero, a entablar innumerables querellas que las autoridades resolvían a su favor sin que nada pasara, después, a recibir amenazas, y, finalmente, a devolverse a la ciudad de la que quería huir, y que ahora encuentra menos agresiva que su paraíso perdido.
Decía Schopenhauer que “la cantidad de ruido que uno puede soportar sin que le moleste está en proporción inversa a su capacidad mental”. Es una de sus boutades, por supuesto, no exenta de prejuicio aristocrático. Porque no hay que demonizar todo exceso de ruido, pues, como dice el profesor Artemio Baigorri “cada cultura acepta un nivel sonoro en la interrelación cotidiana, de forma que lo que una cultura considera obligaciones protocolarias, otra los considerará comportamiento ruidoso”. El ruido hace parte del carnaval, el mercado populoso, la celebración y la fiesta. Pero ¿dónde está el límite? Allí donde se afecta el prójimo. Y para eso están las regulaciones de las autoridades. Que en muchas partes no sirven de nada.
Y llego a donde quería llegar: en Colombia es facilísimo ser agredido, herido o asesinado en riñas suscitadas por el mal manejo del ruido. En otras palabras, la violencia auditiva se convierte, mucho más a menudo de lo que podríamos imaginar, en violencia física de enormes proporciones. Unos ejemplos: en 2013 resonó en el país (valga el verbo) una terrible noticia. Cuando el vecino de David Manotas, un ingeniero de 39 años, lo increpó por el alto volumen de su música, Manotas, también ingeniero ―y un hombre con problemas de ansiedad― le propinó 22 puñaladas y luego lo arrojó de la terraza del tercer piso. Hace unos meses el escritor Héctor Abad denunció un caso tristísimo: al profesor de 67 años Hernán Castrillón, que dedicaba el tiempo de jubilación a lo que más le gustaba, la lectura, sus vecinos lo castigaron de manera infame por haber protestado por el volumen de su rumba y haberlos grabado en vista de que no llegaba la Policía. Lo molieron a golpes a la madrugada y literalmente le reventaron los ojos, dejándolo ciego. Finalmente: hace poco un joven de 19 años, exasperado porque en un bar en el primer piso de su casa la música estaba a un volumen desesperante y no habían hecho caso a sus muchos pedidos de respeto, destruyó con una botella los vidrios de un automóvil de uno de los causantes del ruido. Los hombres del bar, alicorados, lo acuchillaron primero a él y luego a su madre, que bajó en su auxilio, dándoles muerte a los dos. La mezcla que está en la raíz de todo esto es letal: irrespeto al otro, intolerancia, ausencia de autoridad, hacer justicia por la propia mano. Y, por supuesto, el temor al silencio de las sociedades modernas. Pero ese es tema para otro día.
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