“El caso de Diego Felipe Becerra rompió el celofán que cubría a la policía”
Gustavo Trejos consiguió que la justicia tocara a altos mandos de la Policía por el asesinato de su hijo adolescente en 2011. Su causa lo ha llevado a ocupar la dirección del observatorio de derechos humanos de Bogotá
La expresión de Gustavo Trejos cuando habla del asesinato de su hijo sigue siendo la misma de hace 12 años, cuando apareció por primera vez en la prensa para denunciar el crimen. Los ojos se le ponen vidriosos y la voz le tiembla cuando recuerda la noche del 19 de agosto de 2011, cuando un policía le disparó por la espalda al estudiante de 16 años. Gustavo Trejos, padre de crianza de Diego Felipe Becerra, y Liliana, su esposa y mamá del niño, emprendieron un camino buscando justicia que sacudió a la Policía y rompió el silencio frente al abuso de esa institución. La visibilidad del caso convirtió a Trejos, un exingeniero, en un activista por los jóvenes. Hoy dirige el observatorio de derechos humanos de Bogotá.
Antes y después de Diego Felipe ha habido decenas de víctimas de la Policía, pero en pocos casos han encontrado justicia. La historia de la familia Trejos es una excepción. El proceso del “grafitero”, como lo llamó la prensa, tuvo un interés mediático sin igual, que ayudó a mantener vivo el caso y puso los reflectores sobre la Policía, una institución que parecía intocable. Gustavo Trejos cuenta que sigue visitando, junto a su esposa, cada ocho días la tumba de Diego Felipe. La que era su habitación en la casa en la que siempre ha vivido la familia está intacta. “Liliana siente paz con que todo permanezca así”, cuenta Trejos en su oficina en el centro de Bogotá. En una de las paredes hay un dibujo del gato Félix, la imagen que su hijo pintó en varias paredes de Bogotá. Unos meses antes de su muerte se había decidido a llenar su barrio de murales del gato Félix, una mano con la señal de paz y su firma personal: ‘Tripido’.
Las investigaciones que impulsaron sus padres lograron demostrar que el arma que supuestamente llevaba la noche de su muerte había sido puesta por los agentes y que los dos testigos que decían haberlo visto intentar robar eran falsos. Trejos lleva el registro de las personas que han sido involucradas judicialmente en el caso de su hijo en una tabla de Excel: 11 uniformados y tres civiles procesados. Nueve miembros de la policía, entre patrulleros, tenientes e intendentes condenados. Dos coroneles absueltos y en el caso de los civiles, un abogado y el conductor del autobús, los delitos han prescrito. Wílmer Antonio Alarcón, el policía que disparó, fue condenado a 20 años de cárcel, y este febrero la justicia confirmó la mayor decisión contra un alto mando en este caso. La Fiscalía acusó formalmente al general en retiro Francisco Patiño, que al momento de los hechos era comandante de la Policía de Bogotá, como presunto responsable de los delitos de favorecimiento y fraude procesal. Para la justicia, Patiño habría tenido conocimiento de la ubicación intencional de un arma de fuego en el lugar del homicidio, del falso testimonio de un conductor de un bus que hablaba del supuesto robo en el que estaría involucrado el grafitero y de la entrega de bonos de mercado a personas que dieron versiones equivocadas.
“El caso de Diego Felipe rompió el celofán que cubría la Policía, una capa bajo la cual hacía lo que se le daba la gana y nadie decía nada”, cree Trejos, que señala la impunidad como un problema sin resolver. De 87 investigaciones por asesinatos de jóvenes a manos del escuadrón antimotines (ESMAD) en toda su historia, apenas hay una condena. La muerte de Nicolás Neira en 2005 por un disparo de un agente policial fue resuelta recién en 2021 con la sentencia de 17 años al exagente Néstor Rodríguez. La familia Trejos tuvo a su favor una prueba de Medicina Legal que afirmaba que el joven no había manipulado ningún arma. La Fiscalía apoyó en ese sentido la investigación y se abrieron dos procesos: uno por el homicidio y otro por la alteración de la escena del crimen. En 2013, dos años después del inicio del proceso, Trejos y su esposa ya empezaban a sentir justicia. Ya habían sido capturados el patrullero que disparó y varios agentes. “Ya veíamos luces de justicia”, dice Trejos, aunque todavía no cree que haya sido completa. Dice que la Policía debe rectificar en una rueda prensa que su hijo no era perseguido por un robo la noche que murió.
El día siguiente al asesinato de Diego Felipe, marcharon unas 1.500 personas en Bogotá en rechazo al crimen. Su muerte generó un movimiento de estudiantes y grafiteros, que se unió en el colectivo Tripido, y durante varios años patrulló las noches de Bogotá para rescatar a los jóvenes de cualquier situación de riesgo con la Policía. La muerte bajo custodia policial de Javier Ordóñez en 2020 llevó más gente al grupo, que siguió creciendo con el estallido social. Durante las protestas, Trejos actuó como mediador y terminó siendo una persona clave entre la institucionalidad y la ciudadanía.
Ahora, desde el observatorio de derechos humanos trabaja, entre otras cosas, para que cada vez que haya una manifestación se sepa todo lo que pasa. En sus manos está la información sobre las violaciones a derechos que ocurren en la ciudad. Trejos lidera una propuesta para sacar adelante un decreto que avale a las víctimas de la policía para que sean reconocidas. “Están en las cifras, pero no están respaldadas por ninguna ley colombiana”, explica Trejos, que habla de la historia de su hijo con fechas precisas y nombres exactos. “Hacerlo me desahoga”, dice. Desde que Diego Felipe fue asesinado, no ha dejado de hablar de la noche en que ocurrió el crimen. Es su catarsis, pero también su forma de buscar justicia.
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