Cómo encontrará Petro un balance entre eficacia y consenso
Colombia ha sufrido una caída de la fe en el sistema aún mayor a la de sus vecinos; para recuperarla, el nuevo presidente deberá evitar la tentación de los atajos institucionales, encontrando un balance en el dilema entre eficacia y consenso
“La ley es el poder de los que no tienen poder”, dijo Gustavo Petro al final de su discurso inaugural, en el décimo de sus compromisos: cumplir y hacer cumplir la Constitución. Esta promesa va al corazón del reto menos obvio, pero tal vez el más duro y transversal, de los que se plantean en su gobierno y que formará parte indisoluble de su mandato igual que lo ha hecho de su carrera hasta la Casa de Nariño: la democracia colombiana está en crisis. O más bien lo está su apoyo popular, y por tanto la credibilidad del sistema y de sus partes ante la ciudadanía.
Que la democracia está en crisis se ha convertido en un lugar común en la región americana, pero hay razones sólidas para pensar que es especialmente profunda en Colombia. La pregunta estándar para medir la fe en este sistema es la consideración del mismo como superior (o no) a otras formas de gobierno (no democrático). Y aunque ese termómetro se ha enfriado en toda América, el enfriamiento ha sido mayor aquí.
De hecho, Colombia es el segundo país de la región en el que más ha aumentado el volumen relativo de escépticos con la democracia en los últimos tiempos.
Resulta interesante contrastar este escepticismo con la situación más o menos objetiva de la libertad en el país. Colombia no es uno de los países que mejor puntúa en estos índices cualitativos (como Canadá, Uruguay o Costa Rica), pero tampoco es de los peores (Honduras, Haití, Guatemala). Sin embargo, y a diferencia de lo que pasa con todas las otras naciones salvo Perú, tiene un nivel de escepticismo con el sistema mucho mayor a la calidad medida del mismo.
No parece casualidad que dos de las naciones con mayores problemas de credibilidad institucional en los últimos años formen este pequeño grupo. Colombia, al igual que Perú, lleva años inmersa en un proceso de deterioro de legitimidad respecto al orden democrático reinante que se puede medir, por ejemplo, en el vuelco que ha dado el indicador de orgullo que sus ciudadanos por el mismo, que ha pasado de estar por encima de la media regional a quedar por debajo.
Algo idéntico ha sucedido con el deber de apoyo que la ciudadanía entiende que se le debe brindar al sistema político.
El “pico” atípico en 2018 coincide en ambos gráficos porque ese año hubo elecciones presidenciales en Colombia. La presencia de comicios revivió la fe en el sistema, pero en 2021 la tendencia volvió a ser negativa borrando toda la ganancia.
Esto sugiere que buena parte del deterioro de la legitimidad democrática se corresponde con un sentimiento de falta de respuesta, de sensibilidad, del mecanismo central electoral a las demandas, intereses y necesidades de la ciudadanía, que se traduce en una tendencia de insatisfacción profunda y no recuperada de manera estable por ningún cambio de gobierno.
¿Será distinto con el de este fin de semana, es decir, con la entrada de Petro al poder? Tanto su campaña como numerosos análisis desde orillas izquierdas del espectro ideológico han anticipado que sí, que la victoria del Pacto Histórico supone una suerte de ampliación del perímetro democrático que se traducirá en políticas más dedicadas a responder a las demandas de quienes hasta ahora estaban frustrados con el sistema.
Sin embargo, para que eso suceda, además de producir los resultados esperados en materia de decisiones e implementación, éstos deben cubrir con las altísimas expectativas generadas. Y es que si todas las democracias del mundo están atrapadas en una hiperinflación de promesas fruto, entre otras cosas, de la fragmentación de los viejos partidos políticos (que hacían las veces de moderadores y pegamento de intereses colectivos) que obliga a interlocutar directamente con los individuos, así como de la aceleración del debate público, Colombia no sólo no es una excepción, sino que ha aupado a la presidencia a alguien que le promete “paz total”.
Si estos objetivos máximos aparecen demasiado inalcanzables, una tentación natural para el gobierno entrante será la de estirar los contrapesos institucionales con la excusa de lograrlos. Dentro la idea de “la ley es el poder de quienes no tienen poder” cabe, como se ha visto en otros países de la región pero también dentro de Colombia bajo gobiernos de signo ideológico contrario al que ahora entra, el desmantelamiento parcial de derechos e instituciones que se presentarían como “barreras” al avance de la “voluntad popular”.
Pero esto no sólo no serviría a la reconstrucción de la confianza en la democracia, sino que podría terminar por dinamitarla completamente. Basten dos datos más como advertencia. En primer lugar, la sensación de pérdida del respeto por sus derechos básicos que expresan los colombianos, lo cual sugiere poco margen para ponerlos (aún más) en riesgo.
Y, en segundo lugar, el mantenimiento de una base de respeto por las instituciones similar a la del resto del continente, con un deterioro que sí se logró frenar a finales de la década pasada.
Por todo ello, la respuesta más plausible a la crisis constitucional colombiana no parece pasar únicamente por lo que haga o deje de hacer un único gobierno, por novedoso o distinto a los anteriores que sea. Sino más bien por la manera en que éste, su oposición, y sus sucesores, se relacionen tanto con las instituciones como con la propia ciudadanía. Porque “la ley es el poder de los que no tienen poder” es una máxima que también puede ser interpretada de manera inequívoca bajo un prisma liberal, pluralista, e inclusivo. En los próximos cuatro años sabremos en cuál de las dos interpretaciones se ubica el gobierno que el pasado domingo 7 de agosto inició su travesía.
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