El mañana no puede ser solo invierno
Nuestro presente se ve tan impactado por el futuro que somos capaces de imaginar como por el pasado que intentamos entender
La excavación que hacemos en la vida es hacia atrás. Ya sea sobre el individuo, sobre la sociedad o sobre el mundo. Vamos arrancando las capas de acontecimientos, algunas con uno de aquellos cepillos de arqueólogo, tomando cuidado para no borrar un pedazo en el proceso, otros arrancando astillas. E intentando dar sentidos, ya sea a un trauma de la infancia, al holocausto judío, a la destitución de una presidenta o el suicidio de otro. Sentidos que se resignifican constantemente a partir de nuevos indicios, interpretaciones y también circunstancias. Entendemos el presente a partir de la investigación viva –y polifónica– del pasado. Cómo hemos llegado hasta aquí, sea una persona, un país, una organización, un partido o un grupo terrorista, implica una obviedad: el análisis del recorrido. Pero creo que, para entender el malestar de este momento, no solo en Brasil, es necesario mirar también hacia otra parte: es necesario entender que el futuro nos constituye tanto como el pasado.
Necesitamos una paleontología de los fósiles del mañana, o un psicoanálisis de los traumas futuros
No es el futuro que efectivamente será, aquel que en seguida se convierte en pretérito, sujeto a interpretaciones múltiples. Sino la idea de futuro, esta que nos mueve en el presente. Y, por movernos, influye de un modo decisivo aquello que somos en este momento. Nuestro presente se ve tan impactado por el futuro que somos capaces de imaginar como por el pasado que intentamos entender. En parte, es el futuro el que alineaba el malestar sentido hoy por tantos en tantos lugares. Tenemos una gran necesidad de una paleontología de los fósiles del mañana.O de un psicoanálisis de los traumas futuros.
¿Cómo imaginar, por ejemplo, que la Belle Époque se convirtió en lo que fue sin el futuro que sus protagonistas eran capaces de imaginar? El futuro que se dibujó en lo concreto, al menos en Europa, fue la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y su matanza pavorosa. Pero había otro futuro, lleno de optimismo y potencia, uno que fue imaginado en el presente. Y que creó realidades en el presente, influyó mucho en aquel momento e hizo de él lo que fue.
O, por otro ángulo, ¿cómo habría sido posible la ascensión de Adolf Hitler en la Alemania de los años 30, y todo lo que ocurrió después, sin que una parte significativa de los alemanes medios hubieran pasado a creer en un futuro con más pérdidas, humillaciones y miedos todavía que lo que ya habían sufrido tras la derrota en la guerra? Los culpados, aquellos a quienes se responsabiliza de las dificultades del presente, no vienen tan solo del pasado y de hechos concretos. Sino del futuro y de ningún hecho más allá de la construcción de una idea en la que se pasa a creer como hecho. Se encarnó a un enemigo en los judíos mucho más por un futuro fraguado en una construcción compleja que por un pasado real. Y lo que de hecho ocurrió en el futuro es lo que todos conocemos hoy en día como el Holocausto.
El suicidio de Getúlio Vargas, el 24 de agosto de 1954, y su carta testamento pueden leerse por el pasado, pero también pueden leerse por el futuro que el entonces presidente creyó que podría impactar con aquel gesto radical. Vargas se mató también por creer que estaría más presente en un futuro no estando que si estuviese.
El futuro nunca ha tenida una repercusión tan profunda como en este presente expandido
Qué proporción de nuestras decisiones individuales en el presente no son tomadas en nombre de un futuro sobre el que tenemos muy poco control, pero creemos que será tal como lo imaginamos, o lo tememos? Lo que no sucederá, pero es vivido por cada uno como si de hecho sucediese, sucede en cierta medida. O, en otras palabras, para aquel que cree en una idea de futuro, ese futuro ideado es real en el único momento en que puede serlo: en el presente. Y lo forma.
Es difícil medir el impacto de una idea de futuro en el malestar diseminado de este momento. Pero me arriesgo a la hipótesis de que el futuro nunca ha tenido una repercusión tan profunda como en este presente expandido. Tal vez la frase que mejor exprese eso en la ficción sea la de la serie de televisión Juego de Tronos (HBO), basada en los libros de George R. R. Martin: “The winter is coming”. Se acerca el invierno...
El futuro de hoy es una distopía. Lo que será de hecho nadie puede decir que lo sabe. Sabemos que una visión distópica de futuro mueve ese presente. En Brasil, esta idea se impone después de un periodo de creencia de que el país había superado un nivel simbólico, una especie de rancio histórico, y que seguiría avanzando. La mejor síntesis es el discurso de Lula en 2009, el día que Brasil fue elegido como sede de los Juegos Olímpicos. Como ya he escrito en este espacio, aquel es un discurso sobre el eterno país del futuro, que al fin había llegado al presente, y ese presente era grandioso. Insisto en la importancia de ese discurso porque es precioso para entender el futuro que efectivamente llegó.
Lula consumó, en aquel momento, una alquimia: la idea del futuro que movía el presente se convirtió, en su discurso, en el propio presente. Ese futuro del presente debería haberse mostrado en toda su gloria tan solo algunos años más tarde: en la Copa de 2014 y en los Juegos Olímpicos de 2016. Pero el futuro del futuro, como se ha visto, fue muy diferente.
En aquel momento, sin embargo, Lula no era el único que tenía esa idea de futuro tan activa en el presente. Dejaría el Gobierno al año siguiente, en 2010, con casi un 90% de aprobación. Una aprobación que miraba hacia el pasado, pero también hacia el futuro. En aquel momento, no era tan solo el presente, sino el paisaje dibujado en el mañana, lo que movía la vida cotidiana de los brasileños. Y conjuraba una idea de felicidad. Y también de potencia.
La rabia revela la imposibilidad de imaginar un futuro que no sea una distopía
Hoy en día es difícil creer que la mayoría esté vislumbrando un futuro de potencia. Tal vez este sea el único consenso, entre tantos muros. Una de las lecturas posibles de esta rabia tan extendida por las calles de bytes y también por las de asfalto es precisamente el sentimiento de impotencia. O la dificultad de imaginar un futuro que no sea una distopía, un futuro que no sea Black Mirror (Netflix), la serie que se ha convertido en un acontecimiento mundial.
Esa rabia suena también como desesperación. Y el odio de aquellos a quienes no les basta vencer al otro en la esfera pública, necesitan también destruirlo, apesta a miedo. El pasado de alguien o incluso de un pueblo puede ser devastador, y muchos sucumben a la imposibilidad de superarlo. Pero no conseguir imaginar un futuro que no sea una distopía puede ser tanto o más arrasador. Lidiar con las fracturas del pasado es precisamente conseguir darles un sentido que nos permita reinventar una vida. Es penoso, o tal vez hasta imposible,reinventar una vida sin conseguir imaginar un futuro en el que se pueda vivir.
En un mundo globalizado, la idea de un futuro distópico también está globalizada
En un mundo globalizado, la idea de un futuro distópico también está globalizada. En los Estados Unidos, después haber elegido al primer presidente negro, lo que a muchos les sonó como el prenuncio de un planeta que avanzaba en el proceso civilizador, hoy existe el riesgo concreto de que un personaje como Donald Trump ocupe la Casa Blanca. El imaginario que encarna sigue en movimiento, más allá del resultado de las elecciones.
Si, en el pasado reciente, los Estados Unidos fueron muy competentes en la venta de sueños, así como de la American way of life, con todas las críticas que se le puede y se le debe hacer, hoy en día la mayor potencia mundial puede leerse como una potenciadora de distopías. La producción cultural con mayor poder de diseminación ya no es el cine de Hollywood, sino las series. Y son cada vez más sombrías, cuando no apocalípticas, protagonizadas por escépticos, cínicos o desesperados, o todo eso junto. Como se ve en The Walking Dead (AMC), a veces toda la resistencia que se consigue en el futuro que ya ha llegado es no convertirse también en un zombi.
Ya no nos queda París
Los iconos del siglo 20 ya no resuenan. Como en la frase famosa dicha por el personaje de Humphrey Bogart al personaje de Ingrid Bergman, en el clásico Casablanca : “Siempre nos quedará París”. La expresión se convirtió en el mantra de que habría siempre un lugar al que escaparse, donde la vida podría ser un idilio. Hoy en día, desde que París se ha convertido en un escenario de ataques terroristas, a nadie más le queda París. Ni siquiera a París le queda París. El mundo de repente ha encogido. Y ya no hay paraísos a los que huir. Ni siquiera como viaje interior.
La última utopía del presente es una isla volcánica
Es en este mundo que súbitamente ha encogido donde Islandia, un país sobre el que hasta hace poco la mayoría solo sabía que tenía un volcán de nombre impronunciable, capaz de escupir consonantes y humo, ha pasado a ser una especie de última reserva de la utopía. Y eso en el imaginario de personas de las más diversas clases sociales y nacionalidades. Islandia,cuyo primer ministro cayó por su implicación en un escándalo de corrupción dos días después de haber sido citado en los Papeles de Panamá y un día después de que miles de personas protestasen frente al Parlamento. Islandia, cuya policía se quedó traumatizada al matar a un hombre por primera vez en la historia de la corporación. Islandia, que eligió a la primera mujer presidente, divorciada y madre soltera, en 1980, y a una primera ministra lesbiana, en 2009. Islandia, cuyo equipo de fútbol sacó a Inglaterra de la Eurocopa poco después de que el Brexit hubiese ganado. Islandia, como un pequeño país de poco más de 300.000 habitantes donde es posible respirar sin sentirse rodeado de demasiada gente. La última utopía del presente es una isla volcánica.
Este no es el peor momento del mundo, ni de Brasil. Basta con mirar hacia atrás para ver que vivimos períodos mucho más devastadores aquí y en cualquier lugar. Es lo que siempre me recuerdan colegas mayores cuando piensan que exagero la dureza de esta época por haber sido niña durante los años Medici, de la dictadura civil-militar de Brasil (1964-1985), o por haber nacido después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Es un hecho que ya se han vivido períodos de enorme oscuridad, otros momentos en los que el futuro era una distopía. El arte, la filosofía y la literatura producidas en estos períodos son expresiones valiosas para recordarlos.
Nuestra época, sin embargo, contiene una novedad en el campo de las distopías. Hay un nuevo elemento más allá de todos los conflictos humanos y sus procesos de destrucción, que no siempre se tiene en cuenta en los análisis. Este nuevo elemento, desde mi punto de vista, decisivo, es el cambio climático producido por el hombre. Algo avasallador, que no está en la cabeza de la mayoría, pero que ya corroe la vida cotidiana de todos, aunque no sean capaces de nombrar lo que los mastica día tras día. Incluso sin entender que las toneladas de Rivotril que se tragan ya como hábito tienen que ver también con el cambio climático.
'Melancholia' viene en nuestra dirección mientras libramos batallas en Facebook
Si es posible celebrar los avances alcanzados en la Conferencia del Clima de París, se sabe que no son suficientes. Eso, que ya está ahí, pero no es decodificado por la mayoría, lanza a nuestra especie y a todas las demás que arrastramos en nuestra devoración consumista a un tipo inédito de futuro del presente. Lo que ponemos en marcha al convertirnos en una fuerza de destrucción del planeta ya está fuera de nuestro control.
Aún es posible mitigar, aún es posible adaptarse, pero ya no es posible evitar. Lo que la mayoría no ve ya existe. E incluso los que no ven sienten. Es el planeta Melancholia, de Lars Von Trier, que viene en nuestra dirección a una velocidad acelerada mientras libramos grandes y pequeñas guerras en todos los rincones y nos insultamos en Facebook.
Es brutal conjugar la vida en el presente cuando la idea de futuro es una distopía. Para que la vida sea posible en el presente es necesario ser capaz de imaginar no solo un futuro en el que se pueda vivir, sino un poco más: un futuro en el que se quiera vivir. La pregunta difícil de este momento es: ¿Eso aún es una posibilidad?
Algunos, entre los que me reconozco, temen despertarse de una noche de vigilia con el anuncio: “El invierno ha llegado”. Incluso así, pienso que es necesario hacerle frente a la tarea de inventar un futuro en el presente que no sea tan solo una distopía. El desafío de este momento tal vez sea el de descubrir cómo es posible crear una utopía a partir del exceso de lucidez.
Eliane Brum es escritora, periodista y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - o avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas. Sitio web: desacontecimentos.com Email: elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: brumelianebrum
Traducción de Óscar Curros
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