12 fotosLos (verdaderos) motores del ‘Dignity I’19 personas conviven en alta mar en un buque de 40 metros de eslora que cada día rescata de una muerte casi segura a cientos de migrantes en el Mediterráneo. Estas son sus historiasClaudio ÁlvarezBelén Domínguez CebriánLibia - 19 jun 2016 - 20:36CESTWhatsappFacebookTwitterLinkedinCopiar enlaceEl personal médico del Dignity I, Maria José, Astrid y Lizzi, cosen la planta del pie de uno de los migrantes rescatados a principios de junio en aguas del Mediterráneo. Astrid es mitad española y mitad sueca y afirma que siempre quiso trabajar para MSF. Maria José, la médico, tiene un fuerte carácter necesario para examinar, dia y noche, a los cientos de hombres, mujeres y niños que pasan por el Dignity sobre todo en esta época del año. La de 2016 es su primera misión, y dice, le parece muy gratificante. Este año ha tenido la lamentable experiencia de intentar reanimar a un joven subsahariano que fue rescatado minutos después de haber fallecido a bordo de uno de los gomones. "La gente entra muy débil", dice rápidamente durante uno de los rescates. Lizzi, a la derecha de la imagen, es risueña, suave. De 37 años y soltera vive en Montreal (Canadá), donde cuida a domicilio a personas que no pueden acudir por sus propios medios al hospital. Ella se encarga del registro y el reconocimiento de las mujeres y los niños y su posterior seguimiento.Claudio Alvarez (EL PAÍS)Hayley es la hasta ahora coordinador del proyecto que durante la misión de principios de junio ha relevado a manos de Jean Philippe. "Es muy muy fuerte la sensación de u rescate. Me pasa cada vez", explica mientras sube al puente tras la llamada del Centro de Rescates de Roma, que avisa al Dignity de la posición de unos gomones. Esta galesa residente en Malta -donde hay una oficina de la ONG- siempre alerta a través de un walkie talkie que cuelga de sus hombros,. se encarga de que todo salga bien durante un rescate y en línea con MSF, organización a la que representa.Claudio Alvarez (EL PAÍS)Gabi y Ángel son primos, marineros y se pasan el día trabajando no sólo en las tareas diarias que un barco requiere sino también rescatando. Cuando no pilotan la zodiac que hace la primera aproximación a los gomones con docenas de migrantes aterrados y sin salvavidas, se atan a un arnés en la cubierta para subirlos uno a uno. Y así hasta cientos y miles durante todo el verano. Estos dos primos de Cantabria que eran soldadores comparten camarote en la parte de abajo, casi junto a las máquinas del Dignity y sus turnos de trabajo, dos de cuatro horas al día (quizás por la noche o quizás por la mañana), indican su extraordinaria labor.Claudio Alvarez (EL PAÍS)Luca Paradisi, milanés de 39 años, llevaba la compraventa en pequeñas empresas de electrónica y hace unos diez años la experiencia humanitaria de su amigo Filippo, enfermero, le encendió las ganas de “trabajar para los demás”. Hoy, su puesto de logista de una ONG en un barco que salva vidas es “único en el mundo” y se siente, dice, "muy afortunado". En 2006 su vida dio un giro de 180 grados y decidió probar suerte en el tercer sector para ver si le gustaba. Su primera misión no llegaría hasta 2012, en República Centroafricana. Más tarde estuvo 17 meses en Afganistán, luego en Madagascar —con MSF— y finalmente, justo antes de subir al Dignity, en Sudán del Sur. El pasado que ahora remueve le hace emocionarse levemente, pero lo suficiente para que tenga que parar para respirar y volver a la entereza que caracteriza a los trabajadores en crisis humanitarias. “Me tuvieron que evacuar [de Sudán del Sur] porque estábamos en medio de enfrentamientos armados”, narra este simpático italiano. Después de un mes de ayuda psicológica en Milán embarcó en el Dignity. “El hecho de juntar a un equipo humanitario con una tripulación profesional es alucinante. Funciona”, afirma rotundamente. Para Luca el temor de un trauma posterior siempre está presente en él y el miedo de volver a casa y pensar en su experiencia en el Mediterráneo le aterra. “El trauma siempre viene después”, repite constantemente. Hoy para Luca, el rugir de una moto no es cotidiano ni normal. Y el resonar de los fuegos artificiales no es sinónimo de fiesta. “Es una explosión o un tiroteo”. Pero se recuperará, sólo es cuestión de tiempo, confía.Claudio Alvarez (EL PAÍS)Íñigo, Ibai (en la imagen) y Ernest se encargan de los motores y circuitos del buque. Mantienen vivas las entrañas del Dignity I. Esta es su primera misión y no se arrepienten, explica Íñigo en uno de los pocos momentos libres que tiene. A este vasco le gusta el deporte e incluso a veces -y siempre que no hay migrantes a bordo- pasa unos 10 minutos en una bicicleta estática en la cubierta más ata del buque. Experto en la mar, Íñigo ha trabajado en diferentes buques mercantes, en atuneros en Sudamérica y ahora está "muy satisfecho" de poder contribuir en la labor de rescate que MSF España empezó en 2015 en alta mar.Claudio Alvarez (EL PAÍS)La de principios de junio será su última misión con MSF. “Me han freído un puesto en un puerto entre Tarragona y Barcelona que no pude rechazar”, sostiene desde el puente de mando. Francesc (en el centro de la imagen) es la mente fría del Dignity y también el que puede prever cada situación. “Hoy la mar irá a peor”, adivinó un día. Y la mar empeoró. Francesc, con una hija que este domingo cumplió 17 años, siembre ha estado en contacto con las ONG y uno de sus amigos, capitán de uno de los tres barcos de Greenpeace, le habló del puesto de capitán en el Dignity. “Me encantó la idea”, cierra. Al fondo, Alfonso y David, primer y segundo oficial a bordo del buque de MSF.Claudio Alvarez (EL PAÍS)A las 5:30 de la mañana suena su despertador. Carla Gómez, de tan solo 23 años, se encarga de hacer el desayuno, la comida y la cena de las 22 personas que conviven en el Dignity. Alta, rubia, de ojos azules y piel blanca, esta joven catalana dejó un futuro prometedor en la alta cocina para dedicarse a los demás y un poco a sí misma. “Necesitaba un cambio en mi vida”, dice mientras parte champiñones y fríe cebolla a toda velocidad. A Carla le estresaba la presión y explica que no hace mucho cambió de objetivo: juntar la vida de un yate con la cocina. “Así viajo, aprendo inglés —porque muchos de los propietarios de yates de lujo son extranjeros— y cocino”. Pero de pronto, mientras hacía un curso básico de marinería, conoció a Constantina, exlogista de MSF, que le sugirió que intentase hacerse un hueco entre la tripulación del Dignity. No solo prepara tres comidas al día para vegetarianos, celíacos, intolerantes a la lactosa y un musulmán en pleno Ramadán, sino que hornea entre seis y ocho barras de pan que le salen excepcionales cada mañana. Durante el día, su tarea principal es pasar un detector de metales por el cuerpo de los que suben al barco. “Nunca hemos encontrado armas ni cuchillos”, asegura.Claudio Alvarez (EL PAÍS)Alfonso (izquierda). Es motero de corazón, natural de las rías Baixas (Galicia) y gran experto en navegación y técnica de un barco. Aceptó el trabajo de contramaestre peque le “picaba la curiosidad”. Él ha estad en casi todos los países que tienen costa de África y cada vez entiende más a las personas que hoy rescata. “Donde no hay, todo vale”, asegura. Y desde que observó la más mísera de las miserias en nigeria y en Costa de Marfil él no tira nada. “Ni unos zapatos viejos”, dice. Cada vez se siente más afortunado con lo que tiene y afirma que no necesita más: un hijo, un huerto, un perro y su yamaha. Lo único que teme, cuenta desde la cubierta de botes del Dignity donde descansan decenas de migrantes rumbo a Sicilia es encontrarse con un niño o niña fallecido. “Eso sería un horror”, advierte. Arturo, también gallego, de Ferrol, envió su currículum a MSF España y al poco tiempo le contactaron. Lo único que tuvo que hacer fue enviar una carta de motivación. “Ayudar a la gente” era la suya y al minuto ya estaba contratado. Arturo es alto, simpático y muy animado, siempre con una sonrisa. Es marinero pero se encarga de subir uno a uno a los migrantes al barco. Es casi la primera persona con la que miles de subsaharianos establecen contacto físico. También fue buzo profesional, trabajó temporadas en plataformas pletoríferas… sólo se emociona al hablar de Santiago de Compostela. Allí estudió Geografía durante dos años: “Fueron los mejores años de mi vida”.Claudio Alvarez (EL PAÍS)Es la más veterana en el Dignity I, donde en 2015 asistió un parto de una migrante a bordo. Astrid, medio española medio sueca, siempre quiso trabajar para MSF y estudió medicina para entrar específicamente en la ONG. Pero retrasó su aventura como personal de emergencia porque quería esperar a poder separarse de su hijo Max, que ahora tiene 22 años y quiere dedicarse al mundo del cine. Para Astrid, que en septiembre se reincorporará como matrona al hospital de Karolinska, en Estocolmo, los más importante es la relación con Max. “Sé que él está muy orgulloso de mí y que presume con sus amigos. Quiero darles un buen ejemplo”. Durante los rescates, Astrid reparte los packs con comida energética, calcetines, toalla y agua a los que acaban de ser rescatados pero siempre mantiene un foco principal: las mujeres. “La matrona está para entender la vida de la mujer”. Ella tiene la “difícil” tarea de indagar en el pasado mas oscuro y personal de las docenas de mujeres que examina cada día. “Si conocen la menstruación, si están embarazadas, si han abortado, si han sufrido violaciones, si tienen alguna enfermedad de transmisión sexual…”, narra desde su camarote, donde aprovecha un momento de tranquilidad para leer o pensar.Claudio Alvarez (EL PAÍS)Daniel, marinero. Es de Barcelona . “Esto es muy gratificante para mí”, exclama. Hablador y con unos ojos azul intenso David se encarga de aproximarse en la zodiac a los gamones donde viajan docenas de migrantes. “Cada vez es diferente, hay muchos riesgos”, aforra y confiesa que hay veces que ha tenido que recular y hasta ponerse borde con alguno de los salvados “porque se te vienen encima”. Daniel trabajaba en barcos privados. No yates de lujo pero sí con cierta comodidad. Confiesa vivir “desinformado”. Era consciente del drama de los refugiados porque lo veía por Facebook, pero desconocía la dimensión de lo que sucede. “Esto te cambia. Me gusta saber que estoy haciendo algo”.Claudio Alvarez (EL PAÍS)David es el segundo oficial del Dignity I. Con experiencia en "casi todo", segñun él mismo --ha estado en una oficina de turismo, ha sido vendedor, socio de un negocio, buzo profesional, capitán...- le llamaba la atención echar una mano en este proyecto de MSF que empezó en 2015. Se pasa el día leyendo y ahora está estudiando por las noches en la Universidad a Distancia un grado en redes sociales y gestión en diferentes canales de internet. a David, que este verano se embarcó por primera vez en el Dignity, le impresionó ver "los ojos abiertos" del migrante que falleció ya con el chaleco salvavidas puesto. Quiso rescatarle en cuando lo avistó pero nadie le dijo que su vida estaba en peligro.Claudio Alvarez (EL PAÍS)Salah Dasuki, de 31 años tiene una misión especial: es el primero en aproximarse a las pateras para tranquilizar en inglés, francés o árabe —idiomas que maneja a la perfección— a los cientos de migrantes que se dirigen hacia una muerte casi segura en el Mediterráneo. Se siente identificado con el drama de los refugiados; él también se jugó la vida al huir de su país, Siria, y también pagó miles de euros a las mafias para alcanzar Europa, “la oportunidad de oro para rehacer una vida”, como la describe. Pero él, en cambio, “volvería mañana por la mañana a Damasco. Haya guerra o no”.Claudio Alvarez (EL PAÍS)