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Columna
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El candidato que llegó de Siberia

La actitud de Trump y de sus colegas hacia Putin supera la admiración y se acerca a la sumisión

Donald Trump, en la convención republicana de Cleveland.
Donald Trump, en la convención republicana de Cleveland.Jonathan Ernst

Si resulta elegido, ¿se convertirá Donald Trump en el hombre de Vladímir Putin en la Casa Blanca? Esta pregunta debería parecer ridícula e indignante. Después de todo, debe de ser un patriota; hasta lleva sombreros en los que se promete devolver a Estados Unidos su grandeza.

Pero estamos hablando de un candidato ridículo e indignante. Y la trayectoria reciente de la campaña de Trump ha llevado a bastantes expertos en política exterior a preguntarse por la clase de dominio que ejerce Putin sobre el candidato republicano, y si seguirá teniendo esa influencia en caso de que este gane.

No hablo simplemente de admirar los logros de Putin, de sentirse impresionado por la "fuerza" de este dictador de facto y querer emular sus actos. Hablo más bien de indicios que apuntan a que, una vez en el cargo, Trump tendría una política exterior favorable a Putin, a costa de los aliados de Estados Unidos y de los propios intereses del país.

Lo que no significa que Trump no admire realmente a Putin. Al contrario, ha elogiado una y otra vez al déspota ruso, a menudo en términos extravagantes. Por ejemplo, cuando Putin publicó un artículo en el que criticaba la excepcionalidad estadounidense, Trump lo llamó "obra maestra".

Pero la admiración por el putinismo no es rara en el partido de Trump. Mucho antes de la candidatura de Trump, la envidia de la derecha hacia Putin ya era habitual.

Por un lado, Putin es alguien que no se preocupa por insignificancias como las leyes internacionales cuando decide invadir un país. Es "lo que se dice un líder", declaraba Rudy Giuliani después de que Rusia invadiera Ucrania.

También está claro que la gente que coreaba alegremente "Enciérrenla" —por no mencionar al asesor de Trump que pidió la ejecución de Hillary Clinton— encuentran mucho que admirar en el modo en que Putin trata a sus críticos y rivales políticos. Por cierto, mientras el servicio secreto investiga los comentarios sobre la ejecución de Clinton, lo único que se les ha ocurrido decir a los responsables de la campaña de Trump es que "no están de acuerdo con esas afirmaciones".

Y, en la derecha, hay muchos que también parecen sentir una extraña y un tanto espeluznante admiración por el estilo personal de Putin. Rush Limbaugh, por ejemplo, comentaba que, mientras habla con el presidente Obama, "es probable que Putin esté sin camisa, practicando taichí".

Todo esto es, o debería ser, tremendamente inquietante; ¿qué dirían los medios de comunicación si figuras destacadas del Partido Demócrata elogiasen de forma habitual a dictadores de izquierdas? Pero lo que vemos ahora en Trump y sus compañeros va más allá de la emulación y empieza a parecerse a la sumisión.

Primero, el conflicto de Ucrania, respecto al que los dirigentes republicanos han adoptado siempre una postura inflexible y criticado a Obama por su inacción; John McCain, por ejemplo, acusaba al presidente de "debilidad". Y la plataforma del Partido Republicano iba a incluir una declaración reafirmando esa postura, pero acabó diluida y convertida en algo anodino por la insistencia de los representantes de Trump.

Luego llegó la entrevista de Trump con el New York Times, en la que, entre otras cosas, declaró que aunque Rusia atacase a miembros de la OTAN, él sólo acudiría en su ayuda si esos aliados —a los que estamos obligados a defender a causa del tratado— hubiesen "cumplido con sus obligaciones hacia nosotros".

Ahora bien, parte de esto se debe a la profunda ignorancia política de Trump, a su aparente incapacidad para entender que no se puede dirigir el Gobierno de Estados Unidos de la misma manera en que ha dirigido su ruinoso imperio empresarial. Sabemos, por multitud de relatos, de sus impagos a proveedores, de su costumbre de aprovecharse de las empresas aunque estén a punto de quebrar, que para él los contratos son sugerencias, y las obligaciones financieras claras, puntos de partida para la negociación. Y sabemos que no tiene una opinión diferente de la política fiscal; ya ha hablado de renegociar la deuda de Estados Unidos. Así que ¿por qué iba a sorprendernos que viera las obligaciones diplomáticas de la misma manera?

¿Pero hay algo más en esta historia? ¿Existe algún canal específico de influencia?

Se sabe que Paul Manafort, el director de campaña de Trump, ha trabajado como asesor para distintos dictadores, y que durante años estuvo a sueldo de Viktor Yanukóvich, expresidente de Ucrania y aliado de Putin.

Y hay motivos para preguntarse por los propios intereses financieros de Trump. Recuerden que no sabemos nada de la verdadera situación de su imperio empresarial y se ha negado a publicar sus declaraciones de la renta, que nos darían más información. Sí sabemos que tiene mucha relación, aunque sea turbia, con empresas rusas y rusos adinerados. Se podría argumentar que es el sector privado, no el Gobierno, pero en el paraíso de amigotes capitalistas de Putin, esa distinción carece de significado.

En cierto sentido, los motivos de Trump no deberían importarnos. Debería horrorizarnos el espectáculo del candidato de un partido importante insinuando con toda tranquilidad que podría abandonar a los aliados de Estados Unidos, igual que debería horrorizarnos que el mismo candidato insinúe que podría incumplir las obligaciones financieras de Estados Unidos. Pero aquí pasa algo muy extraño e inquietante, y no deberíamos pasarlo por alto.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía.

© The New York Times Company, 2016.

Traducción de News Clips.

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