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Reportaje:IDA Y VUELTA

La biblioteca clandestina

Antonio Muñoz Molina

Una oquedad desconocida de la historia española se abre en la penumbra de una sala de la Biblioteca Nacional; una oquedad como de una casa casi del todo a oscuras, una habitación clausurada en la que huele a polvo y a esos olores que nos repelían cuando nos aventurábamos de niños a empujar las puertas de pajares y desvanes en los que se guardaban cosas olvidadas, baúles que no había abierto nadie en mucho tiempo, con ropas y papeles viejos, manchados no se sabe de qué, mordidos por la carcoma y los ratones, parcialmente podridos por la humedad. Llego desde la claridad excesiva de la mañana de verano y los ojos tardan en acostumbrarse a la luz escasa, gradualmente opresiva, como el espacio demasiado estrecho, interrumpido por columnas: casi podría oler el papel viejo de los libros, que a veces tiene manchas de humedad en los márgenes, el cuero muy gastado de las encuadernaciones, si no fuera por las vitrinas en las que están guardados, en las que se exponen con esta iluminación tenue, después de haber permanecido ocultos durante siglos, en algunos casos cuatro siglos enteros.

Cuál sería el destino de cada una de las personas que se tomaron tanto trabajo para que los inquisidores no los encontraran

Son libros pero están copiados a mano, no impresos. Parecen estar escritos en árabe, pero sólo son árabes los caracteres, que transcriben los sonidos del español. Son textos religiosos, tratados de medicina, leyendas fantásticas, relatos de peregrinaciones, itinerarios de huida para perseguidos, compendios legales, manuales para la interpretación de los sueños. En su mayor parte los escribieron moriscos españoles que practicaban en secreto su religión o que querían transmitir sus preceptos y los tesoros de su cultura a correligionarios que habían perdido la lengua árabe y que en muchos casos serían analfabetos: libros copiados clandestinamente de otros libros, leídos en voz alta delante de un grupo de oyentes que no sabían leer y que escucharían como esos huéspedes de la venta que en el Quijote escuchan la lectura de una copia manuscrita de El curioso impertinente. Para nosotros el acto de leer está asociado a la soledad y a la imprenta; también a la disponibilidad ilimitada de los libros: pero la primacía de lo impreso parece que tardó mucho tiempo en establecerse, y que durante siglos perduraron culturas orales de las que no han quedado casi rastros, del mismo modo que continuó la transmisión manuscrita de libros que así podían escapar más fácilmente al control del Estado y de los inquisidores. Los moriscos fueron expulsados definitivamente de España en 1610, pero mucho antes se había prohibido el uso de la lengua árabe, hablada o escrita. Un libro podía ser un tesoro inapreciable que se multiplicaba al ser copiado y leído en voz alta, pero también podía traer consigo la desgracia, la prisión y el tormento. Un simple papel en el que estaba escrita una frase piadosa protegía de la enfermedad y de la mala suerte a quien lo llevara consigo. Los inquisidores registraban a los moriscos sospechosos de apostasía secreta y les encontraban en el interior de la ropa pedazos de papel o de pergamino que guardaban como escapularios y que peleaban para no dejarse arrebatar. En muchos casos, eran analfabetos: pero esas palabras castellanas escritas en caracteres árabes que ellos no sabían descifrar les servían como talismanes, irradiaban su efecto benéfico sin necesidad de ser leídas, por el solo hecho de existir.

Un mundo entero de cuya amplitud y riqueza yo no tenía la menor idea se entreabre en esta sala sombría de la Biblioteca Nacional; un idioma de sonoridades a la vez limpias y mestizas, un español secreto y perdido que fue la lengua de aquellos compatriotas a los que les fue impuesta la expulsión. Como los judíos más de un siglo antes, los musulmanes españoles vivían como extranjeros en los lugares en los que habían nacido y debieron elegir entre la conversión forzosa y el destierro, y en muchos casos acostumbrarse a una doble vida clandestina en la que no faltaba nunca la sombra siniestra de la Inquisición. No es, desde luego, un maleficio solo español, el resultado de una predisposición genética a la intolerancia, como parece creer desdeñosamente Henry Kamen: en la Europa de los siglos XVI y XVII las guerras de religión y las persecuciones de herejes fueron una epidemia que dejó tras de sí grandes montañas de cadáveres. Pero quizás nuestra historia posterior, el catálogo de exilios que se prolonga desde los liberales y los afrancesados de 1812 a los republicanos de 1939, nos ha hecho más sensibles a estos desgarros del pasado lejano. Muchos de nosotros crecimos en un país en el que aún se podía tener una sensación de secreto y peligro al leer ciertos libros, y en el que la propaganda oficial celebraba con el mismo orgullo y con parecido lenguaje la expulsión de los judíos y de los moriscos y la derrota de los rojos. Al llamar Cruzada de Liberación a la Guerra Civil nuestros libros de texto la convertían casi en la última batalla victoriosa de la Reconquista.

Por eso nos conmueve tanto el monólogo del morisco amigo de Sancho en la segunda parte del Quijote: "Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural". Me acordaba del desolado morisco Ricote en la Biblioteca Nacional, y de esos cartapacios en caracteres árabes en los que Cervantes dice haber encontrado la historia de Don Quijote escrita por Cide Hamete Benengeli, culminando la estupenda ironía de que sea morisco y por lo tanto sospechoso y destinado a la expulsión el autor de las aventuras de un hidalgo tan católico y de un escudero pobre y analfabeto cuyo máximo orgullo es su limpieza de sangre, sus "tres dedos de enjundia de cristiano viejo".

Ricote le cuenta a Sancho que ha vuelto a España para buscar el tesoro que dejó escondido antes de marcharse. Casi todos estos libros que ahora permanecen abiertos en la tenue luz aséptica de las vitrinas vienen de escondrijos a los que sus dueños no regresaron. Los envolvían reverencialmente en lienzos de lino y les ponían unas piedras de sal o unas ramas de espliego para que no los dañara la humedad y los guardaban tan meticulosamente que han tardado siglos en ser descubiertos. Qué historia habrá detrás de cada uno de ellos; cuál sería el destino de cada una de las personas que se tomaron tanto trabajo para que los inquisidores no los encontraran, o con la esperanza de volver a encontrarlos intactos cuando les fuera posible el regreso. En el pueblo de Ricla, en Zaragoza, apareció uno en 1719, debajo de un tejado; en 1728, en el mismo pueblo, el lugar escogido había sido un pilar hueco en un patio; en Agreda, en 1795, se encontraron unos libros moriscos al derribar una pared, descubriendo en ella una alacena tapiada. El hallazgo más cuantioso sucedió en Almonacid de la Sierra, en 1884: en el derribo de una casa antigua se descubrió que entre el suelo de obra y el falso suelo de madera de una habitación había más de ochenta volúmenes, intactos después de trescientos años, con sus telas de lino y sus piedras de sal. El fuego del que habían escapado al final acabó con muchos de ellos: los albañiles los usaron para prender hogueras.

Memoria de los moriscos. Escritos y relatos de una diáspora cultural. Biblioteca Nacional. Madrid. Hasta el 26 de septiembre.antoniomuñozmolina.es

Fragmento de uno de los libros de la exposición <i>Memoria de los moriscos. Escritos y relatos de una diáspora cultural</i>, en la Biblioteca Nacional.
Fragmento de uno de los libros de la exposición Memoria de los moriscos. Escritos y relatos de una diáspora cultural, en la Biblioteca Nacional.

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