El pasado en presente
Las palabras de un diario nos llegan desde el más inaccesible de todos los lugares, el presente de otro tiempo que no hemos vivido; el presente puro y verdadero, no el inventado por la ficción, no el evocado y corregido desde la lejanía por los libros de memorias, en los que actúa siempre no sólo el olvido, sino también el conocimiento de lo que sucedió después. En unas memorias, como en un relato histórico, los acontecimientos se ordenan según el grado de relevancia que resultaron tener mucho después. El historiador es un falso profeta que vaticina como inevitable lo que pudo muy bien no haber sucedido. Nos apasionan los libros de historia por un motivo muy semejante al que nos lleva a leer novelas: porque buscamos en ellos el desorden y el azar de la experiencia humanas convertidos en una narración, y dotados, por lo tanto, de un principio y un final, de un arco inteligible. Causas y efectos se concatenan luminosamente. Nuevos hallazgos, por mínimos que sean, vienen a llenar huecos o celdillas en la gran trama de lo sucedido. Con tanta ayuda del recuerdo como del olvido, el memorialista construye la novela de su vida, organizándola como un viaje de búsqueda, de aprendizaje o descubrimiento, cuyo fruto final es muchas veces la desengañada pero valiosa experiencia. No lo hace por mentir a propósito. Lo hace porque el instinto del relato es tan poderoso dentro de nosotros como el de la supervivencia, y probablemente forma parte de él. Aunque no queramos justificarnos o escondernos, aunque tengamos el raro coraje necesario -o la falta de escrúpulos- para contar las cosas tal como fueron, o como las recordamos, sin que nos importe nuestra vergüenza o el daño que podamos hacer a otros con nuestras revelaciones, estaremos dando a los hechos de otro tiempo significados que sólo iban a adquirir en razón de lo que sucedería después, es decir, de lo que entonces no existía: no estaremos viendo aquel presente, sino el pasado en el que iba a convertirse.
Hay otro motivo algo más perverso para leer un diario: su autor escribe en una prisión del tiempo tan rigurosa como la nuestra; como dice admirablemente Ian McEwan sobre las caras en las fotos antiguas, es inocente del porvenir. Nos reconocemos en esa pulsación de la vida presente, y a la vez tenemos una ventaja sobre esa conciencia alerta que sin embargo está ciega a lo que va a ocurrirle dentro de muy poco, que es incapaz de romper el velo consolador o sombrío de su inocencia: nosotros sí sabemos. Las páginas en blanco que el autor del diario mira a veces en su cuaderno con una expectativa casi nunca libre de aprensión nosotros somos capaces de leerlas sin ningún esfuerzo, con una clarividencia más aguda porque contrasta con su propia ignorancia. Somos adivinos alojados en la oscuridad del futuro; deidades intrusas que leemos sus pensamientos más ocultos y predecimos sin vacilación el desenlace de cada una de sus incertidumbres y también la fecha de su muerte.
Leo sin descanso, sin fatiga, con la avaricia de seguir avanzando unas fechas más, los dos volúmenes de los diarios de Carlos Morla Lynch que ha publicado Renacimiento en ediciones generosas, el primero de ellos transitado por la presencia de Federico García Lorca, el segundo convertido en una crónica gradualmente macabra y absurda de los años de la Guerra Civil, que Morla Lynch pasó entera en Madrid, al frente de la Embajada de Chile. Yo sólo conocía la antigua edición, mucho más reducida, del primer volumen, En España con Federico García Lorca, que se publicó aquí hace muchos años, y que fue una mina para estudiosos y biógrafos. Ahora es un tomo de casi seiscientas páginas, y junto a las ochocientas del segundo -España sufre: Diarios de guerra en el Madrid republicano- constituye un testimonio de cuyo valor no sé si estamos en condiciones de darnos cuenta, por esa mezcla de distracción y de mezquindad que es tan frecuente entre nosotros.
Morla Lynch llegó en el momento justo y se quedó para contar en primera persona el derrumbe. Llegó a tiempo de ver el final de la dictadura de Primo de Rivera y el advenimiento de la República y vio en Madrid el 28 de marzo de 1939 la entrada de las tropas de Franco que bajaban por la Castellana y eran recibidas por multitudes que agitaban banderas rojas y amarillas, súbitamente regresadas a la ciudad como de la noche a la mañana después de ocho años de banderas tricolores y banderas rojas. Era, sin duda, el autor de diario ideal: por su profesión se movía en los salones del poder y de la celebridad, pero tenía también una querencia por los barrios populares, los teatros de variedades, las plazas de toros, los barracones de feria, las tabernas en las que trababa amistades entre románticas y mercantiles con limpiabotas y camareros muy jóvenes. Tenía talento para la literatura y para la música, pero le faltaba el ensimismamiento de la verdadera vocación, que es una lente poderosa pero habitualmente concentrada en un campo demasiado estrecho de la experiencia: eso le permitía fijarse en todo, admirar sin reservas y prestar a los demás más atención que a sí mismo. Su devoción reverencial por lo que entonces aún no se llamaba la alta cultura no lo volvía esnob, de modo que se emocionaba por igual con Debussy que con Pastora Imperio, y poseía la rara virtud de ser sensible a los signos en apariencia triviales que son los que contienen la tonalidad exacta de un tiempo: los anuncios de la radio, los carteles en las calles, los giros en el habla de la gente en un bar. Era un hombre de inclinaciones progresistas, pero nada sectario, lo cual le permitía observar con cercanía cordial y a la vez con perspicacia las tremendas colisiones políticas de la España de entonces. Recién llegado a Madrid, un día de marzo de 1929, estaba dándose un paseo por la Gran Vía y vio en el escaparate de una librería el título de un libro que le llamó la atención, Romancero gitano. Buscó al autor y se hizo amigo suyo, y a lo largo de los siguientes siete años escribió casi cada día la crónica de aquella amistad, de aquella ciudad y aquel tiempo, lejano y mitológico para nosotros, presente y vivo para él. El 29 de abril de 1936 asistieron juntos en el teatro de la Comedia a un recital de negro spirituals de la contralto americana Marian Anderson, y al salir había guardias armados en todas las esquinas. El 24 de junio, en casa de unos amigos, García Lorca leyó en voz alta La casa de Bernarda Alba, que había terminado de escribir, según dijo, sólo unos días antes, exactamente el 19. Unos días después los dos amigos se sentaron a la caía de la tarde en el balcón de la casa de Morla Lynch, que daba a las arboledas del Retiro. El 13 de julio Morla Lynch anota la noticia del asesinato de Calvo Sotelo y luego su extrañeza por la ausencia de García Lorca: "Hace días que no le vemos, pero no debe haber partido todavía para Granada". Leyendo un diario sentimos que aún se puede evitar un crimen; que el desastre inminente que todos ignoran podría no llegar.
Carlos Morla Lynch. En España con Federico García Lorca (Páginas de un diario íntimo, 1928-1936). Prólogo de Sergio Macías Brevis. Renacimiento. Sevilla, 2008. 650 páginas. 33 euros. España sufre (Diarios de guerra en el Madrid republicano). Renacimiento. Sevilla, 2008. 840 páginas. 35 euros.
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