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Columna
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Soy seropositiva

Todo empezó con una serie de pequeñas gripes que aparecían de forma intermitente. Ésa fue la señal. Entonces pensé que quizá todo había empezado antes, quién sabe si incluso muchos años antes, algún día feliz, alguna noche loca. Aunque también era posible que todo hubiera empezado en mi cabeza, con el diagnóstico de un amigo, con la muerte de un conocido, con las alusiones más o menos veladas de unos o las confesiones más o menos explícitas de otros.

Cuando pasaba el episodio gripal, cedía la preocupación pero cuando reaparecía el malestar no era sólo físico: volvía con un miedo que se convirtió en obsesión. Jamás me había hecho la prueba del VIH y quizás ahí estaba la clave, quizás estaba infectada y sufría los primeros síntomas. Esa posibilidad me aceleraba el pulso, y las ideas negativas comenzaron a invadir mi pensamiento como acaso mis células, mi sangre habían sido ya conquistada por un ejército dispuesto a atacar mi organismo, a debilitarlo, a acabar incluso con él.

¿Cómo es posible que aún se oculte una infección que afecta a millones de personas?

Nunca antes había tenido una conciencia tan clara de que mi vida es vulnerable. Yo, una persona joven, aparentemente sana, con ganas de vivir. Las preguntas fueron multiplicándose; ciertos recuerdos, aún vagos y lejanos, se hicieron presentes como una punción; ciertas especulaciones cobraron una amenazadora presencia: ¿pudo ser aquella vez que...?, ¿o aquella otra...?, ¿me habrá contagiado mi pareja?, ¿o yo a él? Aún sin saber si estaba infectada por el virus del sida la culpa ya era lacerante: ¿cómo pude ser tan inconsciente aquella vez (que apenas si recuerdo)?, ¿cómo es posible que alguien como yo se deje llevar y no ponga medios para protegerse?, ¿cómo soportaré haber contagiado a la persona que amo?, ¿por qué nunca me he hecho la prueba?

El miedo es un arma de doble filo: paraliza o da fuerzas. Me las dio. Si estaba infectada por el VIH, lo mejor era saberlo cuanto antes. Tenía que hacerme la prueba. Aún tardé algunos días, puede que unas pocas semanas, en pedir hora para mi médica de cabecera, pero la decisión ya estaba tomada, había que actuar. En primer lugar, para despejar una duda angustiosa. Y, de ser seropositiva, para empezar cuanto antes a seguir un tratamiento que actualmente puede evitar o cronificar la enfermedad y a poner los medios para no transmitírselo a mi pareja, si es que aún estábamos a tiempo. Sentía vértigo. Pero también una inesperada fortaleza: la existencia en entredicho cobra otro sentido; en cierto modo, mejor. Era fresca y soleada la mañana en que salí, muy temprano, con un algodón en el pliegue de mi brazo y quince días por delante para conocer los resultados.

Podía haber ido a hacerme una prueba rápida, pero algo me decía que ese tiempo de incertidumbre sería bueno para prepararme. Para ser seropositiva. Me juré no ocultarlo; de hecho, mucha gente supo que esperaba esos resultados. Diría a todo el mundo que soy seropositiva, y eso estoy haciendo. Por mi dignidad, por la de mis amigos y por la de todas las personas que, enfermas o simples portadoras del virus, viven en el armario de la estigmatización.

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¿Cómo es posible que a estas alturas casi nadie declare abiertamente, con naturalidad, sin medias o inexistentes palabras, que es seropositivo o que ha desarrollado el sida? ¡Qué injusta y retrógrada discriminación sufren tantas personas por el hecho de ser enfermos o de poder serlo! ¿Es que no somos todos, y sin remisión, enfermos potenciales? ¿Quién, con una vida normal, es decir, sujeta a las vicisitudes de la existencia, puede asegurar que mañana no padecerá una enfermedad, cualquiera, también el sida? ¿Cómo es posible que aún se oculte una infección que afecta a millones de personas de cualquier orientación sexual, condición y procedencia social o estilo de vida?

¿Cómo es posible que en mundo infestado de virus el VIH sea tabú? La respuesta es vergonzosa: porque se relaciona con lo sexual. Vale que enfermes por comer carne torturada de anabolizantes y antibióticos. Vale que enfermes por respirar o ingerir sustancias contaminantes con las que se enriquecen respetables empresas.

Vale que enfermes a causa de las dudosas condiciones sanitarias de un hospital. Vale que enfermes de pobreza, de guerra, de estrés. Pero por echar un polvo no vale. Así de claro. O por lo que sea: si es VIH, no. ¿Cuántas personas a nuestro alrededor hablan de ello como quien nos habla de una alergia o de un tumor? ¿Cuántos famosos, cuántos reconocidos profesionales? ¿Cuántas necrológicas mencionan el sida? Ese silencio es culpable y maltrata a las personas con VIH, es un abuso. Y es una ingenuidad: todos, algún día, seremos titulares de unos resultados médicos indeseados, de la clase que sean. Los míos, esta vez, fueron negativos. Para mi alegría, cómo no. Y para darme otra oportunidad de protegerme.

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