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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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El verano invencible

1 - Según el tópico, hay libros en nuestra biblioteca que nos están esperando desde la noche de los tiempos, aguardan el día y el momento en que nos saltarán al cuello y lograrán que los leamos. Es posible que el tópico tenga un punto de verdad, y lo digo por lo ocurrido con mi ejemplar de El verano, de Albert Camus. Lo editó la mítica Sur, de Buenos Aires, en 1954. Es un volumen de pocas páginas, que siempre supe que estaba ahí entre mis libros, pero que nunca me molesté en abrirlo para saber qué contenía. Creo que ante todo me gustaba el libro como objeto en sí: la portada de gusto antiguo de la edición suramericana, su color rojo sandía discretamente añejo.

Desde que robé ese libro -una noche de 1983, en una casa de la calle de Beethoven- siempre di por hecho que el libro contenía una narración de corte veraniego, emparentada con el calor de Argel y El extranjero. Si no abrí el libro hasta ahora fue porque, además de no interesarme mucho su posible contenido, perdí provisionalmente el ejemplar nada más incorporarlo a mi biblioteca. Me fue arrebatado por un amigo que rodaba una película basada en un libro de Juan Marsé. Se lo llevó para ponerlo en la mesita de noche de Teresa, la de las últimas tardes, en una secuencia veraniega. Es decir, el libro robado, nada más llegar a mi acogedor hogar, sufrió un trauma inesperado. Lo llevaron a un rodaje cinematográfico, lo colocaron en una mesita de noche de una casa de Blanes, lo iluminaron con mil focos. Cuando volvió a casa, el libro ya no parecía el mismo. Tal vez también por eso, durante años lo tuve ahí, junto a otros de Albert Camus, sin decidirme ni tan siquiera a tocarlo, como si para mí hubiera quedado demasiado marcado por su extraña trayectoria después del robo.

Cuando ayer pensé en él y fui a rescatarlo del lugar de la biblioteca en el que parecía haberse ya eternizado, mi primera sorpresa llegó al ver que no era una novela corta, sino un conjunto de breves ensayos. Ensayos muy narrativos, dicho sea de paso. Un libro de estructura agradablemente moderna. Al final de los ensayos, había un Diario de a bordo, que me pareció un bello y extraño texto sobre el mar: "Siempre tuve la impresión de vivir en alta mar, amenazado, en el corazón de una magnífica felicidad". Tras leer el libro, llegué a la conclusión de que la magnífica felicidad y el "invierno del mundo" eran los temas centrales. La alusión invernal venía dada por el estallido de la II Guerra Mundial. Estaba escrito en 1940 y, en lugar de resignarse a la muerte del espíritu, el autor decidía poner todas sus energías en la lucha en favor de la recuperación del espíritu, y eso quedaba patente en todos los ensayos que precedían a su texto raro sobre el mar, donde el verano -con su belleza, su ansiedad cargada de vida y su irresistible atractivo- era comparado, en cuanto a potencia, nada menos que con un amor inmortal, con una gran obra, con un acto decisivo, con un pensamiento que nos cambia la vida.

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- "En lo más profundo del invierno, finalmente aprendí que dentro de mí se encuentra un invencible verano" (Albert Camus).

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- En el ensayo Los almendros hallé la esencia del mejor Camus. Comienza hablando de la melancolía de Napoleón cuando le reconoció a Fontanes que los dos poderes eran el sable y el espíritu, pero que a la larga el sable era siempre vencido por el espíritu. La melancolía de Bonaparte, comenta Camus, es el precio de tanta fatua gloria vana. Es un comentario del verano de 1940, en pleno desgarro mundial, cuando tampoco él cuenta precisamente con mucho tiempo y espacio para la melancolía, en pleno triunfo del tanque de guerra, sustituto del sable. Camus ha cambiado sus meditaciones sobre el absurdo de la vida por la acción, por la intervención directa en la realidad. Tiempo sí que tiene para expresar su deseo de no inclinarse nunca ante el tanque, ni dar jamás razón a la fuerza que no esté al servicio del espíritu. Y también para recordar, a lo largo de unas líneas memorables, los inviernos en "la fácil Argel" de su infancia, cuando aguardaba siempre con paciencia porque sabía que en una noche, en una sola noche fría y pura de febrero, los almendros del valle de los Consuls se cubrirían de flores blancas. "Y entonces", escribe, "me maravillaba al ver cómo esa nieve frágil resistía todas las lluvias y vientos del mar. A pesar de todo, cada año perduraba el tiempo necesario para que se preparara el fruto".

Camus pide que no se vea en esto un símbolo, piensa que no conquistaremos nuestra felicidad con símbolos y que para lograrla es necesario algo más serio. Y dice que muchas veces, cuando piensa en el peso del mundo, tan abrumador en Europa, se acuerda de Argel y de los países vivos y fáciles del sur, donde existen aún tantas bellas fuerzas intactas. Cuanto más sintamos que vivimos entregados a ese mal que Nietzsche llamaba espíritu de torpeza, más veremos, dice Camus, lo inútil que es llorar por el espíritu y lo urgente que es ponerse a trabajar ya inmediatamente por él, situar en primer plano el verano invencible y profundo de la vida, los irreductibles almendros en flor, la bella fragilidad de la sabiduría. Se trataría, pues, de buscar la salvación del espíritu nada menos que en el imposible mundo moderno. Seguro que las propuestas de Camus no han perdido actualidad. Así creo que lo entienden quienes, por ejemplo, proponen utopías y nos animan a ir en busca de la magnífica felicidad de la irrealidad frente a una realidad que lleva letra y música de Manolo Escobar y que hace tiempo perdió ya todo sentido.

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