Cazador de melodías remotas
Cuentan las crónicas que la Guardia Civil no perdió de vista a Alan Lomax durante los siete meses de 1952 que el folclorista deambuló por media España. Los agentes tenían noticia de que aquel americano estrafalario quería recopilar cantos rurales a través de un inmenso magnetófono para discos de acetato que atesoraba en su maleta, pero la misión les parecía tan inverosímil que se dispararon todas las alarmas. Sospecharon que fuera un espía o un comunista peligroso antes de persuadirse de que, aunque extravagante, aquel hombre de 37 años resultaba inofensivo. Y así fue como el responsable del archivo fonográfico en la Biblioteca del Congreso Estadounidense obtuvo el primer y más asombroso testimonio sonoro y etnográfico de un país aún sumido en la miseria de la posguerra, 75 horas de grabaciones que compendiaban la música tradicional de toda la Península y las islas Baleares.
Lomax: The songhunter (El cazador de canciones)
Rogier Kappers
Rounder, 2007. 93 minutos
Igual que en el caso español, Lomax también transitó por los caminos más remotos y pedregosos de Italia, Escocia, las islas Hébridas, Rumania y hasta la India en busca de expresiones populares que habían sobrevivido de generación en generación pero corrían el peligro de perderse para siempre. Apasionado y estajanovista hasta las últimas consecuencias, la magnitud de su trabajo se resume en una cifra: la Biblioteca del Congreso -en cuya dirección sucedió a su padre, John Lomax, en 1936- almacena hoy más de 10.000 grabaciones de campo realizadas personalmente por él.
Fascinado por la peripecia vital de este hombre, tan extraordinaria como poco conocida, el realizador holandés Rogier Kappers se trasladó en 2001 a Holiday (Florida) para entrevistar a Lomax. Demasiado tarde: el folclorista, entonces con 86 años, había sufrido una hemorragia cerebral y apenas podía articular algún sonido inteligible. Las escenas en el jardín, tambaleándose con el andador y extasiado mientras escucha con los auriculares sus viejas grabaciones, resultan conmovedoras. A partir de ese momento, Kappers tuvo la habilidad de replantear el trabajo como una búsqueda de la huella europea de Lomax, y al volante de su furgoneta se lanzó a rastrear aquellas mismas carreteras secundarias de España, Italia y Gran Bretaña que el folclorista había surcado justo medio siglo antes.
El resultado es Lomax: The songhunter (El cazador de canciones), un documental que ha obtenido cuatro premios internacionales y ahora aterriza, por fin, en las estanterías españolas. Lástima que a nadie en la productora Rounder se le haya ocurrido que las andanzas del viejo Lomax pudieran interesar al espectador hispanoparlante, de modo que debemos conformarnos con la versión original en inglés y la opción de subtítulos en francés, alemán y holandés. Pero el esfuerzo merece la pena, sobre todo porque el apartado de Lomax en España ocupa no menos de un tercio del metraje, con escalas en Corcubión (A Coruña), O Cañizo (Ourense), Val de San Lorenzo (León) y las afueras de Andorra, en la provincia de Teruel.
Es ahí, en lo ancho de un secarral, donde el pastor José Iranzo rememora cómo triunfó en el concurso nacional de jotas celebrado en 1943 en el Teatro Principal de Zaragoza. No encontraron micrófonos en toda la provincia y le tocó cantar La palomica a pleno pulmón. "He estado en Cuba con Batista, en Nueva York con los Kennedy o en el palacio de Fez con Hassan II. Es muy bueno viajar, ése es el mejor bachiller", relata el abuelo, casi nonagenario, sin quitarle el ojo a sus ovejas. No menos entrañable es la recuperación de la leonesa Dolores Fernández, gran intérprete de romances fallecida en 2003. Dolores recuerda el alboroto que provocó la visita del folclorista de Austin: "Siempre me venía gente a casa a escucharme, pero que llegara un señor que te grababa y luego lo podías escuchar era toda una novedad...". Pero quizás la escena más pintoresca transcurre en O Cañizo, un enclave que Lomax definió en su diario de campo como "villorrio miserable", aunque ya por entonces le dejó una honda impresión: "Nunca olvidaré este pueblo. Sus gentes se transforman en cuanto la música comienza a sonar. Cuando me marché a descansar, a las tres de la madrugada, todos seguían bailando como posesos". Medio siglo más tarde, los más viejos del lugar se congregan en el supermercado e improvisan una xuntanza de danza, gaita y panderetas ante la asombrada cámara de Kappers.
Lomax siempre defendió con arrolladora vehemencia la cultura tradicional, "el mejor símbolo", en su opinión, "de la dignidad humana y la libertad de expresión". Nacido en 1915 en el seno de una familia eminentemente melómana, a los veinte años experimentó su particular caída del caballo cuando oyó por vez primera a los presidiarios negros en las cárceles de Tejas, Misisipi o Luisiana. "Para entonces yo ya había escuchado todas las sinfonías del mundo, increíbles composiciones para cámara y el mejor jazz, pero me di cuenta de que nada de eso superaba a aquellos hombres que cantaban para amenizar sus trabajos forzados", reflexionaba. A partir de ese momento, Lomax desarrolló todo un modelo de clasificación musical a partir de 37 parámetros que hoy es un referente básico para la etnomusicología, pese a que en su momento tuvo que lidiar con la indiferencia, cuando no desprecio, del mundo académico.
"Alan cambió la visión esnob de la sociedad. Él fue el primero en hacernos comprender que todos, también las clases humildes, tenemos nuestra propia cultura", exclama la veterana folclorista Henrietta Yurchenko en The songhunter. El largometraje retrata a un hombre pasional y testarudo, capaz de persuadir a las principales radios y televisiones estadounidenses de que prestaran atención a Leadbelly, Pete Seeger o Woody Guthrie, pero no elude aspectos más controvertibles de su personalidad. Su hija Anna Lomax Wood cuenta a cámara, por ejemplo, el mal trago que aquellas expediciones europeas de los años cincuenta supusieron para ella. "Yo tenía ocho o nueve años cuando mi padre me explicó que prefería dejar la vida familiar en un segundo plano. Consideraba que como no había nadie más haciendo lo que él hacía, ésa debía ser su principal ocupación. No es que me abandonara, pero... se marchó". En cualquier caso, la cinta hace justicia a la memoria y la figura de aquel viejito tejano al que pocos recordaban cuando la enfermedad, el 19 de julio de 2002, se lo llevó para siempre.
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