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Columna
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Iglesias a la venta

Las últimas monjas madrileñas en vender su convento han sido por ahora las Reparadoras, pero no son las únicas que en las últimas décadas han abandonado sus históricas celdas del centro para trasladar sus espacios de oración a terrenos más baratos de la periferia o del campo. En muchos casos se ha tratado de monjas contemplativas que entendieron que para rezar, aisladas, era mal negocio seguir haciéndolo sobre unos terrenos que costaban un fortunón cuando para sus relaciones con el cielo bastaba cualquier erial. Pero muchas de ellas, que han crecido y envejecido en los añosos claustros que se han visto obligadas a abandonar, no se han mostrado contentas con los traslados de esos ámbitos donde han vivido sus soledades y de donde han decidido sacarlas sus superiores, con los pies más en la tierra que ellas, ajenos a sus nostalgias, tras sustanciosos beneficios inmobiliarios para las arcas de las órdenes religiosas o de la propia iglesia diocesana. No ha sido ajena a esas iniciativas la crisis de vocaciones que sus pastores atribuyen a la secularización de la sociedad en la que vivimos, productora de tales desajustes espirituales, pero así como allí donde los monasterios son de difícil venta u ofrecen rendimientos turísticos se importan inmigrantes con hábitos en la medida en que los claustros se despueblan, en Madrid, no bien se han despoblado aún de hábitos, se recoloca a las monjas que quedan donde el precio del suelo aconseja y se procede a las transacciones que resulten más convenientes. Nada habrá que objetar a las decisiones que adopte la Iglesia en ese sentido para su mejor administración, a menos que sus negocios inmobiliarios afecten al patrimonio artístico. Y, afortunadamente, no ha sido ése el caso del convento de las Reparadoras, obra de Ventura Rodríguez, porque el Senado ha corrido en auxilio de las monjas, de las arcas de la Iglesia, del patrimonio artístico y de su propio ánimo expansivo. Ahora, pues, la iglesia de María Reparadora será templo laico de la alta cámara y puede que María Reparadora haga el milagro, nada fácil, de reparar el Senado para hacerlo útil. Dicen que rondan por allí lúgubres fantasmas, pues no en vano el edificio acogió al Consejo de la Suprema y General Inquisición, pero eso no va a afectar a los refractarios de la memoria histórica ni será un aliciente para sus partidarios.

El Senado ha corrido en auxilio de las monjas, de las arcas de la Iglesia, del patrimonio artístico

Menos suerte corrió, sin embargo, en los años setenta el convento de las bernardas de la calle de Sacramento, parcialmente derruido durante la Guerra Civil, pero que fue recompuesto luego para que, apenas 30 años más tarde, terminara convertido en apartamentos de lujo. No así su iglesia conventual, un valioso ejemplo del barroco madrileño, con una hermosa fachada de tres arcos y singular bajorrelieve en lo alto, que se salvó de la piqueta. Y es que al escaso celo protector de las bernardas que cambiaban de casa y de templo, y a cierta indiferencia de la iglesia diocesana, sobrada tal vez de lugares para la oración, respondió esta vez nada menos que el Ministerio de Defensa para garantizar al Santísimo Sacramento la permanencia de su templo y a los madrileños un ejemplo de su arquitectura que fuera acabado en 1744. El Gobierno la declaró monumento histórico-artístico nacional y el Servicio de Armamento y Construcciones de la Armada se ocupó de su restauración, a costa del presupuesto nacional, no para desacralizarla y dedicarla a dependencias ministeriales, sino para convertirla en iglesia arzobispal castrense en plena democracia, en 1979, año de los últimos acuerdos firmados entre España y la Santa Sede que consagran de hecho a este Estado como confesional.

Madrid no sólo es la sede del arzobispado que ostenta Antonio María Rouco Varela; acoge también la de monseñor Francisco Pérez González, arzobispo castrense del Reino de España. Y la iglesia madrileña del Santísimo Sacramento, una especie de catedral que en lugar de canónigos tiene presbíteros con graduación militar, nos recuerda la existencia de unos funcionarios, pagados con nuestros impuestos, que son curas y soldados a la vez. No sé si la iglesia de los fieles uniformados que capitanea Pérez González se tiene por tan perseguida por el Gobierno que le paga como la de los católicos civiles, pero es inimaginable que se vea tentada a manifestarse en la calle con sus espadas y sus galones, al modo en que suele hacerlo la de Rouco Varela, porque la normativa militar impide intervenir en política a sus cargos. De todos modos, si siendo una misma iglesia parece una iglesia rara, lo que resulta más raro, sin duda, es el Estado que la sostiene. Pero no parece que entre los objetivos del nuevo Gobierno de Zapatero se halle acabar con rarezas como ésta. Ni sería extraño que el Estado siguiera en próximas legislaturas salvando iglesias en desuso para el ejercicio de la actividad de sus sacerdotes militares. Y es que no hay nada como tener a un laicista convencido al frente del Gobierno para saber qué le espera si con la Iglesia topa.

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