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Reportaje:MEMORIA DEL HOLOCAUSTO

Viaje al pasado con el deportado 42695

Viaje al pasado con el deportado 42695Una mañana soleada de Jerusalén, en mayo, un anciano de paso vacilante se acercó lentamente al más sagrado de los lugares de la religión judía. Enfrente de él se alzaba imponente el Muro de las Lamentaciones, conocido en hebreo como Kotel. Un tatuaje en el brazo izquierdo llamó la atención de algunas personas que se encontraban en el lugar. Con respeto y delicadeza se acercaron al hombrecillo y, tras unos minutos de conversación, le ayudaron a colocarse el talit, el chal de oración, y a atarse en el brazo las cuerdas de cuero que se utilizan en el ritual. Poco después el anciano, lleno de emoción, se acercó al Muro sagrado y, guiado por un rabino, comenzó a orar.

Zysman Wenig no es un intelectual ni un pensador. No es un Primo Levi ni una Hanna Arendt. Es un humilde artesano, un hombre simple
"Ésta es una historia francesa. Esto ocurrió aquí, aunque nos duela; los policías que fueron a buscarle eran franceses", dice un joven al oír el relato

Zysman Wenig, de 94 años, fue el deportado número 42695, estuvo en los campos de Auschwitz, Mauthausen y Ebensee, y es el único superviviente de una familia de 14 miembros. Ante el Muro rezó el Kaddish, la milenaria oración judía por los muertos, ante lo que queda del Templo de Salomón.

Zysman Wenig no es un intelectual ni un pensador. No es un Primo Levi ni una Hannah Arendt. Es un humilde artesano, un trabajador, un hombre simple al que, posiblemente, "esa sencillez y esa falta de imaginación permitieron sobrevivir", en palabras de su nieta, Milena, de 37 años. Zysman nunca contactó con ninguna organización o medio de comunicación para contar su historia; confiesa que nunca fue su intención hacer "una carrera política de la desgracia". Pero este año, en vísperas del Día del Holocausto que se conmemora el próximo día 27, este anciano deportado ha emprendido una búsqueda de su propio pasado. Ésta es la historia de un hombre que logró sobrevivir del horror, una pequeña historia dentro de la Historia, que abarca un siglo y que le lleva desde Polonia a París y Normandía antes de llegar, 60 años después de la liberación, a las colinas de Jerusalén. EL PAÍS le ha acompañado.

La vida no era fácil en la aldea de Konsk, en la Polonia oriental. Fue en esa pequeña comunidad de las afueras de Lvov (hoy Ucrania) donde vio la luz Zysman un día de 1913, en el seno de una familia de judíos no practicantes. La miseria y las privaciones, unidas al antisemitismo rampante, hicieron que la vida del pequeño Zysman no fuera precisamente idílica. Noventa años más tarde, en Jerusalén, recuerda aún "los insultos, las pedradas y los escupitajos" que recibía camino de la escuela por ser judío. Comenzó a trabajar a los ocho años como ayudante en el taller de confección de uno de sus tíos.

Al llegar a la adolescencia, el joven Zysman vio con temor acercarse la fecha del servicio militar e, intentando huir de su destino, emigró de forma ilegal a la que él creía iba a ser "la ciudad de la luz y la libertad": París. Era el inicio de los años treinta. Instalado en el Marais, el tradicional barrio judío de la capital francesa, comenzó a abrirse paso en la vida con modestos trabajos de corte y confección y allí conoció a su mujer. Nada hacía prever al joven artesano la tormenta que se cernía sobre Europa y que iba a destrozar su vida, junto con la de otros muchos millones de personas. El 1 de septiembre de 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial.

París cayó en 1940 ante el avance arrollador de los ejércitos mecanizados de la Wehrmacht hitleriana y comenzó así la ordalía del joven Zysman, que acababa de ser padre de dos pequeños, Roger y Jacques. Zysman recibió la orden, junto con todos los judíos de Francia, de ponerse a disposición de las nuevas autoridades de la ciudad.

"Yo siempre fui respetuoso con la ley y el orden. Creí que era mi deber presentarme ante la policía. Nadie podía imaginar lo que iba a venir a continuación". Lo que siguió fue el internamiento en el campo de concentración de Pithiviers, en las afueras de París, donde permanecería 13 meses hasta su deportación en el convoy número 4 hacia los territorios del Este, dejando atrás mujer e hijos. Wenig llegó al recién creado campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau el 27 de junio de 1942. Recuerda: "Mi suerte fue hablar alemán. Eso me salvó la vida. Yo era capaz de entenderme en alemán con los SS, en polaco con los kapos (colaboradores de los nazis) y en yídish con mis compañeros".

Mientras tanto, la esposa de Zysman llegó a Normandía, al pueblo de Beauchamps, acompañada de sus dos hijos para dejarlos al cuidado de un matrimonio de amigos cristianos: Claude y Marie Monnier, que iban a proteger a los niños durante toda la ocupación con riesgo de sus vidas. Ella volvió a París, donde pasó la ocupación oculta y más tarde murió.

Pacto de silencio

La tarea de los vecinos de Beauchamps no fue fácil, pues a pocos kilómetros se encontraba un cuartel de la temida Gestapo, la policía política del III Reich. El actual alcalde de Beauchamps, Alain Brière, rememora: "El pueblo hizo un pacto de silencio. Sabían que Claude y Marie no podían ya tener hijos y, aún así, los pequeños se convirtieron en el secreto de todos". Uno de esos dos pequeños era el padre de Milena.

Poco después de llegar al más célebre de los "campos de la muerte", Zysman consiguió ser destinado a trabajos en un taller a cubierto. "Al estar bajo techo no me mató el terrible frío y nos daban un poco más de comida dado que éramos útiles". El hambre extrema iba de todas formas a acompañarle durante toda su estancia en el infierno, aunque recuerda con humor que "a veces me alimentaba un poco mejor dado que lograba robar algo de la comida de los perros de los guardias SS". La dureza de la infancia le ayudó igualmente, ya que, reflexiona Zysman, "yo estaba acostumbrado al frío y al hambre, mientras que los judíos holandeses urbanos morían como moscas en las mismas condiciones".

Sus ojos se llenan de lágrimas al recordar la escena que, aparentemente, más le marcó en su largo cautiverio: un padre con su hijo agonizante en brazos que pedía al cielo "un día más, sólo un día más de vida". Mientras tanto, ni una sola noticia de su familia. "Era terrible no saber si estaban vivos o muertos". Wenig se salvó de una muerte segura en varias ocasiones, aunque aún hoy conserva una atrofia en su mano derecha fruto de los culatazos de un guardia, además de un tabique nasal dislocado y la pérdida de varios dedos de los pies tras la "marcha de la Muerte".

Esa agotadora caminata bajo la nieve fue la que llevó a Zysman y miles de compañeros de desgracias desde Auschwitz hasta el campo de concentración austriaco de Mauthausen, como consecuencia del imparable avance del Ejército Rojo de Stalin. Luego, fue trasladado al campo de Ebensee, también en Austria. Allí fue liberado por el Ejército de Estados Unidos el 6 de mayo de 1945. Zysman rememora: "Me salvó una vez más de la muerte vomitar la comida que nos daban los americanos. Muchos de mis compañeros murieron entre horribles dolores, tras comer hasta hartarse después de años de hambre". Después de un viaje de retorno de un mes, llegó al hotel Lutecia de París, centro de reagrupamiento de los antiguos deportados. Pesaba 35 kilos.

Regreso al barrio

Ya liberado, Zysman regresa a su barrio, donde una vecina le informa del paradero de sus hijos. Después de cuatro años, los niños vuelven con su padre. Zysman salió adelante gracias a un pequeño taller de corte y confección que le permitió sacar adelante a su familia recuperada. Temporada tras temporada, la tienda presentó colecciones de moda, mientras su hijo mayor, Jacques, partía a la guerra de Argelia. Zysman se retiró en 1973. Jacques se dedica hoy con éxito a las finanzas, mientras que Roger vive en España, en las Alpujarras. Roger recuerda que "fue una infancia bella, en la que no teníamos conciencia de lo que estaba pasando". Para él, vivir en Normandía era "algo cercano al paraíso". El reencuentro, tras la guerra, con su verdadero padre y el retorno a París no fueron algo fácil para este hombre que confiesa: "Mi padre era un extraño". Ambos hermanos se encontraron recientemente en Beauchamps para rendir un recuerdo póstumo, junto con su padre, al matrimonio que les salvó la vida.

En París, siguieron los homenajes, esta vez a Zysman Wenig y, a través de él, a la memoria de la Deportación francesa. Hay uno que merece especial atención: el encuentro del anciano con estudiantes de instituto, de entre 15 y 17 años, en un barrio de clase media de las afueras de París. Cientos de adolescentes se apiñaron en un auditorio para escuchar la historia viva de labios de uno de los escasos supervivientes que quedan en Francia. La emoción y las lágrimas de los jóvenes inundaron la sala dado que, para muchos de ellos, era la primera noticia directa de un episodio histórico que muchos creían "casi mítico".

La idea central del encuentro fue "la transmisión de la memoria". A ninguno le cabe duda de que "oír la narración de lo ocurrido entre 1939 y 1945 de labios de uno de los protagonistas tendrá mucho más peso para estos adolescentes que docenas de libros y manuales de Historia". Al final del día se realizó un debate que intentó "invertir los roles", a fin de ver qué tenían que decir al respecto los jóvenes. Uno de ellos, especialmente avisado, comentó: "Ésta es una historia francesa. Esto ocurrió aquí, aunque nos duela, y los policías que fueron a buscar a Zysman y cuidaban el campo de concentración de Pithiviers no eran alemanes, no eran SS, eran franceses. Y la historia puede repetirse, como hemos visto en la ex Yugoslavia". El mensaje final de tolerancia quedó claro a todos, al igual que la idea de que "todo puede, de una u otra forma, volver a pasar".

Zysman Wenig no guarda rencor alguno hacia el pueblo alemán. Su nieta Milena, que hoy trabaja en una agencia de representación artística y canta jazz por las noches en los clubes de París, afirma: "Lo importante no es la anécdota de lo que les han hecho; lo importante es lo que ellos han sabido hacer con lo que les hicieron".

La historia de Zysman Wenig es única (como toda historia), pero, al mismo tiempo, abarca la peripecia y el drama vital de esos millones de hombres, mujeres y niños devorados por ese infierno que en hebreo se denomina Shoah (cataclismo).

Zysman cumplió 94 años el pasado domingo. Vive hoy solo en su casita de los suburbios parisienses y se mantiene gracias a una modesta pensión que el Gobierno alemán concede a los antiguos deportados. Tiene seis nietos y cinco bisnietos. Es uno de los 200.000 testigos vivos que quedan del Holocausto.

Zysman Wenig, con su nieta Milena.
Zysman Wenig, con su nieta Milena.RODRIGO CARRIZO

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