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Reportaje:

Un pediatra entre montañas de basura y traficantes

Una parroquia da asistencia médica a niños de la Cañada Real, un violento mercado de drogas

Oriol Güell

La Cañada Real Galiana se ha convertido en los últimos años en una ciudad fantasma y fuera de la ley, situada a 10 kilómetros del centro de Madrid. No hay un censo de población, pero la policía cree que tiene entre 30.000 y 40.000 habitantes, que viven en medio de un gigantesco mercado de drogas, rodeados de miles de toneladas de basuras y escombros y sin más presencia del Estado que la esporádica irrupción de la policía. Como todo el asentamiento -que arranca al sur de Coslada y discurre por el este de la capital a lo largo de 14 kilómetros hasta Perales del Río- es ilegal, tampoco llega allí la sanidad, la educación o los servicios sociales de las administraciones públicas. Cientos o miles de niños (nadie sabe cuántos) crecen en estas condiciones, muchos de ellos sin escolarizar, sin casi acceso a la sanidad pública ni a programas de apoyo social.

"Van a urgencias si el niño está muy mal, pero nada más. Recelan de todo lo administrativo"

Un paisaje del Tercer Mundo en el Madrid candidato olímpico, donde, sin embargo, sí existe un pequeño reducto de progreso y esperanza: la parroquia de Santo Domingo de la Calzada. Un párroco, un pediatra jubilado y un puñado de voluntarios de la asociación Ápice intentan desde hace un año sacar adelante un proyecto de apoyo sanitario y educativo para los niños de la Cañada.

"Los miércoles, el pediatra pasa consulta y los de Ápice dan clases de alfabetización, apoyo escolar con ordenadores y algo de inglés", explica Ángel Arrabal, párroco de 57 años, ordenado en 1972 y con una larga trayectoria en labores de apoyo social que inició en Usera y que también le ha llevado a vivir largas temporadas en países africanos.

"Los niños que vienen a la parroquia viven en situaciones muy dispares, pero ninguna buena. Hay niños españoles que viven en infraviviendas con altos índices de fracaso escolar. Luego están los inmigrantes rumanos o bosnios, muchos de ellos sin escolarizar ni vacunar. Y luego, los que no vemos, que a saber cómo están, pero que también viven aquí", afirma Arrabal. "Porque, quieras o no, al menos los que vienen a la parroquia viven en familias que tienen una sensibilidad o un interés para que a los niños los vea el médico, aprendan y participen en un proyecto social. Los otros, quién sabe".

Antonio Ortuño, de 68 años, es el pediatra voluntario que acude las tardes de los miércoles a la parroquia. Con 42 años de trabajo en la sanidad pública y muchos de relación con las parroquias de Usera, Ortuño coincidió hace un año en una comida con Arrabal. Este último empezaba a dar forma al proyecto de la parroquia y Ortuño no dudó en sumarse a la iniciativa.

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"Abrimos la consulta en enero. Al principio costó que la gente viniera, por la desconfianza. Dudaban antes de responder a cualquier pregunta, como si tuvieran miedo de que informáramos a la policía si no tenían papeles o lo que fuera", recuerda Ortuño. "Pero poco a poco la gente ha ido viniendo. Las últimas semanas he atenido a entre 15 y 20 niños cada miércoles", añade.

Las madres que acuden a la consulta lo hacen principalmente por dos razones. Un primer grupo, sobre todo inmigrantes bosnios o rumanos sin papeles, no tienen ni tarjeta sanitaria ni el calendario vacunal cumplido, y tampoco van a la escuela. "Van directamente a urgencias si el niño está muy mal, pero nada más. En general, recelan de todo lo administrativo. Por eso es importante atraerlos a la consulta, por la salud de los niños y como primer paso para su integración", explica Ortuño.

El otro grupo lo forman hijos de familias españolas, algunas gitanas, que sí están escolarizados y tienen pediatra asignado en la sanidad pública. "Pero el centro de salud lo tenemos a más de una hora. Vamos al de Vallecas o al de Rivas-Vaciamadrid", cuenta Silvia, de 28 años y madre de tres hijos. El pasado día 8, Silvia acudió a la consulta de Ortuño con sus amigas Olga, de 28, y Juli, de 28. Entre las tres suman siete hijos. "Para ir al médico tenemos que andar dos kilómetros y luego coger un autobús que tarda más de 40 minutos", añade Olga. A su lado, una mujer rumana sonríe sin pronunciar palabra.

Como cualquier ciudadano, los habitantes de la Cañada tienen derecho a la sanidad pública. Pero, puntualiza un portavoz de la Consejería de Sanidad, no en la Cañada: "Es un barrio que no existe legalmente y, por lo tanto, no puede planificarse la construcción de equipamientos sanitarios allí".

Entrar, salir o pasar unas horas en la Cañada tiene cierto riesgo. "Está muy peligroso", advierte Silvia. Mientras Ortuño pasaba consulta el miércoles 8 de junio, un coche se acercó a la parroquia tras estar más de media hora circulando alrededor del edificio. En el interior, cuatro hombres jóvenes con aspecto intimidatorio le preguntaron al cura: "¿Qué hacéis aquí?".

Curtido, Arrabal señaló a los niños, les explicó que están estudiando y que hay un médico que atiende a otros niños, y pronunció varios nombres de habitantes de la Cañada a los que conoce y que deben ser respetados en el asentamiento. Finalmente, el hombre del coche se despidió con un gruñido y una mirada de perdonavidas.

"Esto es así", afirma Arrabal mirando al coche que se aleja. "Por eso hemos hecho coincidir la consulta y las clases de alfabetización el mismo día, para hacer masa crítica y sentirnos más seguros. Pero creo que ya nos hemos ganada el respeto de muchos en la Cañada. Tenemos cinco ordenadores para que los niños se inicien en la informática y, tras seis meses, ahí siguen", cuenta satisfecho.

Un poco de leche y medicinas

La salud de los niños de la Cañada "no es muy buena", explica Ortuño. "La mayoría está más o menos bien, pero un poco en el límite. En general, la higiene y la alimentación no es la adecuada. Sufren problemas de piel y trastornos respiratorios en mayor medida que otros niños", añade.

Un problema que le preocupa es la vacunación de los niños, especialmente los inmigrantes bosnios y rumanos. "Muchos no están al día. Y aquí no podemos vacunar porque no podemos garantizar la cadena de frío que necesitan las vacunas. Estoy intentando acordar con los servicios sociales que venga un equipo de vacunación", relata.

La parroquia ha hecho un esfuerzo para adecentar la consulta de Ortuño. Un espacio limpio, de baldosas blancas que tiene una camilla y una báscula. Fuera, una pequeña sala de espera. "Lo hemos hecho todo nosotros, sin ninguna ayuda pública", afirma Arrabal.

Otro problema es el coste de las medicinas para los padres con pocos recursos. "Yo no puedo dar recetas de la sanidad pública y, claro, les hago mi receta, pero les cuesta todo el dinero. Estoy seguro de que muchos luego no las compran", sigue Ortuño. "Tengo un pequeño armario con medicinas de muestras y leche que me dan los fabricantes. Las reparto entre los que más las necesitan".

En su labor, Ortuño está ayudado por su mujer, Consuelo Terriza, que se encarga de limpiar el espacio y recibir a las madres. También por Javier Padilla, un estudiante de cuarto curso de Medicina. "La consulta lleva sólo seis meses abierta y aún es pronto para hacer balance del trabajo hecho. Pero para que se consolide, haría falta abrirla más días y tener apoyo de las administraciones", diagnostica Padilla.

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Sobre la firma

Oriol Güell
Redactor de temas sanitarios, área a la que ha dedicado la mitad de los más de 20 años que lleva en EL PAÍS. También ha formado parte del equipo de investigación del diario y escribió con Luís Montes el libro ‘El caso Leganés’. Es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Autónoma de Barcelona y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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