Horror y belleza del arte azteca
Para la sociedad mexica un artista era "el que dialoga con su corazón", el toltécatl. Debe haber sido un diálogo a menudo tormentoso ya que buena parte de las tallas y esculturas de los aztecas, aún hoy, llegan a producir espanto y asombro, cuando no el más puro horror. El rostro de la muerte, las torturas infligidas a los cautivos y los elegidos para el sacrificio -desollados, decapitados, a muchos se les extraía el corazón aún vivos-, o las figuras monstruosas de algunos de sus dioses con algunos rasgos de animales feroces son los acentos dominantes de una estética que se asentaba en las ideas de la victoria, del poder, del orgullo. "El arte mexica es grito de victoria. Es Ehécatl dominante. Es Coyolxauhqui mutilada pero no vencida. Es la voz de un pueblo vencedor, seguro de sí mismo. He aquí la gran diferencia con otras expresiones artísticas del México antiguo", explica en sus conclusiones el ensayo de Beatriz de la Fuente, incluido en el catálogo de la exposición El imperio azteca.
El arte y la arquitectura eran formas de expresión del poder político y religioso
Y pese a las amenazadoras presencias, es un arte que, a los ojos contemporáneos, puede ser fascinante, terriblemente hermoso, de una "belleza convulsa", como aseguró André Breton cuando vio en la diosa Coatlicue una ilustración de la perturbadora fuerza que buscaba conseguir el surrealismo.
El dominio de los aztecas fue muy breve. Duró apenas de 1428 a 1521. Fue asentarse y crecer admirablemente hasta alcanzar la cúspide de la civilización y luego perderlo todo en un par de años, a manos de un puñado de forasteros exploradores. Desde la fundación de su capital Mexico-Tenochtitlán, una isla sobre el lago Tetzcoco -el actual sitio de la capital, México, DF-, se levantó una ciudad monumental con altas pirámides y una red de canales unidos por puentes tan anchos que podían ser cruzados por diez jinetes a caballo en línea.
Mientras en Europa se desarrollaba en todo su esplendor el Renacimiento, en las artes y en las ciencias, al otro lado del mundo desconocido la civilización azteca llegaba a su cima. Pero la historia dio un vuelco inesperado en muy poco tiempo. Relata Hugh Thomas en su libro La conquista de México que a su llegada en 1519 a Tenochtitlán, la capital del imperio azteca -a la que Hernán Cortés y sus acompañantes llamaron "la gran Venecia" o "Venecia la rica"-, los españoles admiraron una ciudad con anchas avenidas de tierra bien batida con canales centrales y vías peatonales en ambas direcciones. Las amplias casas de los ricos tenían patios y jardines floridos, de las que salía el irresistible olor del chocolate humeante. Pese a la sorpresa que les causaba la grandiosa capital del imperio, calcularon mal al pensar que "era su señorío casi como España", cuando la superficie de los territorios dominados por los mexicas en ese momento cuadruplicaba la del reino ibérico.
El arte y la arquitectura eran
formas de expresión del poder político y religioso. En el Templo Mayor varias figuras de piedra, cubiertas de joyas de turquesas y de carey, máscaras y cinturones de oro representando serpientes y collares de cráneos humanos le parecieron "muy lindas" a Cortés. Aunque no pudo reprimir su rechazo por otras esculturas que le resultaron demoniacas y repulsivas. Frente a algunos de los ídolos se encontraban en los braseros los corazones todavía calientes de los sacrificios, las paredes estaban salpicadas de sangre y despedían un olor nauseabundo. Cortés tuvo el impulso de ofrecerles reemplazar las imágenes de la Virgen y del Cristo crucificado en lugar de esos "ídolos dioses que no son sino cosas malas, que se llaman diablos", algo que naturalmente ofendió a Moctezuma, que tenía a sus dioses como benefactores.
Quizá resulte interesante rememorar las lejanas impresiones generales de aquel primer contacto al visitar la gran exposición en el Guggenheim de Bilbao. La muestra, comisariada por Felipe Solís, director del Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México, incluye 600 piezas entre las que se cuentan hallazgos arqueológicos encontrados la década pasada y que salen por primera vez de México. El interior del espacio arquitectónico del edificio de Frank Gehry ha sido transformado para la ocasión por Enrique Norten, que ha planteado una especie de vitrina de cristal continua, que guía el recorrido. Una estructura que se contrae y se expande de acuerdo con las características del museo para crear espacios y salas transparentes.
La exposición propone diez te-
mas para acercarse al imperio mesoamericano. El entorno natural mexicano da cuenta de la flora y fauna de la zona. Las tallas de los aztecas reprodujeron en detalle las plantas y animales de su entorno, con un realismo estilizado pero elocuente. La sociedad, vida palaciega y vida cotidiana ofrece retratos de los pipiltin (nobles), los macehualtin (gente común) y los pochtecas (comerciantes), así como de las joyas y adornos que usaban: de oro los ricos y de arcilla los pobres. Pueblos y sociedades de la época azteca contiene preciosas figurillas y esculturas de hombres y mujeres del posclásico tardío mesoamericano. Su ideal de belleza: la juventud. Las mujeres siempre son diosas, nunca humanas. Los hombres sí pueden ser dioses o humanos. Visión sagrada del universo, Religión: dioses y ritos y Templo Mayor dan una muestra del complejo universo religioso azteca. Es ahí donde se encuentran algunas de las piezas más impresionantes. Entre ellas, la figura de Mictlantecuhtli (circa 1480), el dios de la muerte y la oscuridad, descubierta hace menos de una década. Una escultura de barro cocido de casi dos metros de altura, con medio cuerpo desollado, enormes garras y la cabeza con pequeños orificios donde solía enhebrarse cabello natural. Una imagen sobrecogedora por su actitud amenazadoramente tierna, lejos del hieratismo habitual. La sección Culturas legendarias: ancestros de los aztecas ilustra la herencia reconocida de los aztecas por las formas y símbolos de los olmecas, los toltecas y los teotihuacanos. Pueblos y culturas bajo el dominio azteca, distribuida en dos salas, alude a las campañas que les permitieron dominar a los Estados de su entorno. El imperio tarasco está dedicado al pueblo que frenó la expansión azteca, su peor enemigo, que cultivó una original tradición plástica. Por último, El ocaso de los imperios: la conquista española de México ilustra la campaña de evangelización de los pueblos mexicanos y la destrucción de la sociedad azteca, muchos de sus objetos de arte y sus ciudades.
Los ojos de hoy tal vez ya no miren con espanto estas figuras, sino que hallen en ellas cierto tipo de belleza más acorde con la sensibilidad actual, en la que el simbolismo y el significado llegan a cargar la representación de peso poético. La muestra de Bilbao, una versión ampliada de la que ya se vio en Londres y Nueva York, es una oportunidad tanto para someterse al encanto de un mundo misterioso como para decidirse a conocer mejor y con detenimiento una de las más complejas y fascinantes civilizaciones levantadas por los seres humanos.
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