Color y música de la escultura
Al cuidado de Paul Moorhouse, gran especialista y amigo del escultor, la selección y el montaje de la retrospectiva del escultor británico Anthony Caro (New Malden, Surrey, 1924) en la Tate Britain de Londres -compuesta por 48 obras, entre 1951 y 2004-, no sólo es ejemplar, se mire por donde se mire, sino que por ello nos redescubre a Caro, que así queda revalidado como uno de los mejores escultores europeos de la segunda mitad del XX.
Esto es algo que nadie discutía durante la década de 1960, cuando, trasladado a Nueva York, se convirtió en una figura clave de lo que Clement Greenberg definió como la abstracción pospictórica, contando a su favor el hecho de ser la encarnación mesiánica de lo que el célebre crítico estadounidense esperaba como el prototipo del genuino escultor moderno. En este sentido, que, en 1963, le escribiera un prefacio laudatorio Michael Fried fue tan significativo al respecto, como que, en 1970, Hilton Kramer lo calificase, en una crítica de The New York Times, como "uno de los más grandes artistas de su época", si bien esta última exaltación fue ya el presagio de su ingreso en sucesivas décadas de oscuridad.
Esta exposición demuestra que Caro no se hallaba "agotado" o "perdido", sino abriéndose a experiencias más profundas, complejas y arriesgadas
¿Qué es lo que ocurrió para tan
abrupto cambio de aprecio crítico? Obviamente que no siguió el camino entonces trazado por la canónica vanguardia terminal, que no era otro que la del minimalismo o lo que otra de las discípulas de Greenberg, Rosalind Krauss, denominó la "sintaxis del doble negativo", pero, sobre todo, y peor, que Caro volvió por los fueros de las formas orgánicas. De esta manera, Caro ingresó en esa legión de artistas "pasados de moda", al que ciertamente se le respeta, pero se le da por terminado. Que en la década de 1980, Caro se interesase por una analogía constructivista de filiación figurativa, llegando a hacer relieves en bulto redondo que parodiaban cuadros históricos famosos, como El almuerzo campestre, de Manet, o Los fusilamientos del 3 de mayo, de Goya, incrementó injustamente su descrédito. Es cierto que su instalación en el Arsenale de Venecia, en 1999, del impresionante Juicio final (1995-1999), donde se mezclaban toda clase de materiales, como cerámica, madera y acero, produjo cierto estremecimiento, pero sin quebrar del todo la reticencia.
Si me he permitido trazar una síntesis de la trayectoria de Caro, no es sólo para explicar el, más o menos, aleatorio destino crítico que deben soportar los artistas, sino porque la presente retrospectiva explica el sentido de su evolución y, a mi juicio, logra restituir su valor como, en efecto, uno de los escultores más singulares, refinados e interesantes de las últimas décadas. Con una precisa, escueta y muy inteligente selección, esta muestra retrospectiva arranca con unas potentes obras de comienzos de 1950, donde se aprecian las huellas de la prehistoria -Venus de Willendorf-, pero también de los consagrados contemporáneos Henry Moore, Picasso y Matisse. Al final de esta década, principalmente los dibujos de Caro ya insinuaban su progresivo acercamiento al dibujo espacial de Julio González y David Smith, pero, en Nueva York, como antes se advirtió, reorientó su obra en clave pospictórica, logrando unas bellísimas formas abstractas con acero pintado, con planos y líneas recortados, que traían ecos de unos Mondrian y Malevich tridimensionales.
La emocionante belleza de algunas de estas construcciones, como las tituladas Sculpture Seven (1961), en acero pintado en verde, azul y marrón; Early One Morning (1962), en aluminio y acero pintados de rojo, o la sutil, delicada y musical Month of May (1963), también en aluminio y acero pintados en magenta, naranja y verde, produjeron un efecto impactante, que siguió su curso venturoso hasta llegar hasta la extraordinaria Prairie (1967), de acero pintado en amarillo mate, no sin antes sorprender con varias de sus celosías de estos mismos años. Inmediatamente después, Caro realizó varias piezas de menor formato, que tomaban como punto de apoyo un pedestal a modo de mesa, de refinadas y complejas formas, que evocaban tanto la dicción constructivista, como la emergencia de una apuesta renovada por David Smith, todo lo cual fue el preludio de su creciente fascinación por lo orgánico, una etapa comparativamente peor aceptada.
No obstante, la sabia selección de esculturas de estos años, desde la maravillosa Focus (1971) en adelante, cuando posteriormente Caro se hace cada vez más barroco y, finalmente, más arquitectónico, nos demuestra que, en absoluto, se hallaba "agotado" o "perdido", sino abriéndose a experiencias más profundas, complejas y arriesgadas. No puedo dejar de resaltar la monumental escultura con la que termina esta admirable retrospectiva, la titulada Millbank Steps (2004), que sintetiza las mejores cualidades de este escultor que ha destacado en un país y durante un periodo pleno de escultores con talento sobresaliente.
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