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Columna
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¿Talante o prestidigitación?

Porque, desde diciembre de 2003 en Barcelona y desde abril de 2004 en Madrid, las urnas diseñaron geometrías de gobierno complicadas, porque en Euskadi se huele ya a elecciones, el hecho es que, hoy más que nunca, los escenarios políticos vasco, estatal y catalán se hallan conectados entre sí como vasos comunicantes, de modo que cualquier movimiento significativo en uno de ellos repercute inexorablemente en los demás. Es inútil querer preservar compartimientos estancos: ya no los hay, y las derivaciones del pacto sellado en La Moncloa el pasado viernes por Rodríguez Zapatero y Rajoy deberían convencer de ello hasta a los más reacios.

A juzgar por lo que ha dado de sí en apenas una semana de vida, el acuerdo del 14 de enero entre el PSOE y el PP -"pacto por la lealtad", según los socialistas; "pacto de consenso constitucional", para los populares; "pacto territorial", según la etiqueta más aséptica...- va a hacer las delicias de exégetas, hermeneutas y arúspices de la política. Pero ¿cómo lo están interpretando los contrayentes? Según Mariano Rajoy, él acudió al palacio presidencial portador de una propuesta de pacto de Estado sobre modelo territorial, y el jefe del Ejecutivo la aceptó. Al fin y al cabo, razona Rajoy, "148 diputados [los que tiene el PP] son más que ocho [los de Esquerra Republicana]" y, ante la situación crítica creada por el plan Ibarretxe, se precisa que los dos grandes partidos estatales "tiren del mismo carro y digan a los españoles que tranquilos, que esta batalla la vamos a ganar". Por si quedaban dudas, el propio líder de la oposición ha remachado el clavo: "He hecho este pacto porque me preocupa que partidos que representan el 2% de los votos [transparente alusión a ERC] estén poniendo en juego cosas que importan al conjunto de los españoles y por las que ha muerto mucha gente".

Coherentes con esta lectura del acuerdo, los dirigentes del PP se han apresurado a intentar su traslación a los escenarios catalán y vasco. El mismo Rajoy no tardó ni 24 horas en proponer a los socialistas de Euskadi la vuelta al "bloque constitucionalista" para intentar, el próximo mes de mayo, esa conquista de Ajuria Enea que no lograron en 2001. Un envalentonado Josep Piqué, por su parte, interpreta el pacto de La Moncloa como un cerrojo a las reformas basadas en "mayorías coyunturales", aunque desconfía de que el PSC vaya a cumplirlo. Y Eduardo Zaplana, circunstancialmente melifluo, arguye que, si el Gobierno de Rodríguez Zapatero se halla en trance de cambiar de aliados, también debería reconsiderar la devolución a la Generalitat de los papeles secuestrados en Salamanca. Lo dicho: todo está interconectado.

Y en el PSOE, ¿qué se dice en el PSOE? En ese campo las glosas del acuerdo con el PP son mucho más matizadas, ambiguas, polifónicas y polisémicas, pero hay algún solista que no puede ser ignorado, como José Bono: "Mi idea de España como patria para la igualdad es mucho más moderna que la visión insolidaria y excluyente de los que dicen que pagar más impuestos genera más derechos. (...) "El señor [Carod] Rovira tuvo que dejar el Gobierno de Cataluña por sus malas compañías o... visitas, y según tengo entendido, sus opiniones tremendistas cada vez pesan menos hasta entre sus correligionarios. (...) En el PP y el PSOE tenemos que esforzarnos para defender juntos los valores constitucionales (...), por no vernos como adversarios en esta materia. (...) Lo que debe cerrarse es la ventanilla de las ocurrencias insolidarias y disgregadoras" (entrevista en El Mundo, 17-1-2005).

Pese a los esfuerzos de José Montilla y de otros dirigentes del PSC por preservar el escenario catalán de la influencia del pacto monclovita, incluso por negar que haya habido pacto alguno -sólo una oferta de "diálogo"de Rodríguez Zapatero a Rajoy, según la interpretación de Miquel Iceta-, era inevitable que la cumbre PP-PSOE del 14 de enero, que las recurrentes tesis de Bono, que la disposición del Gobierno central a elevar, como pide el PP, la mayoría necesaria en el Congreso para las reformas estatutarias, que todo eso desatase la inquietud y el recelo de sus socios en el Gobierno de la Generalitat. Es el caso, sobre todo, de Esquerra Republicana, que lleva todo un año acumulando percepciones y experiencias de laminación competencial en detrimento de sus cargos de gobierno, que siente su imagen como fuerza clave del tripartito eclipsada o disminuida, que está viviendo serias dificultades de relación política con el PSC en el Camp de Tarragona (de donde, no lo olvidemos, es oriunda buena parte de la actual cúpula republicana). Cuando, a principios de diciembre y en el curso de una conversación privada, un altísimo dirigente de ERC describió al PSC como "una máquina de matar", estaba expresando en clave metafórica los problemas diarios de cohabitación entre dos aparatos y dos culturas políticas muy distintos.

En clave catalana, pues, lo del 14 de enero en La Moncloa constituye un elemento perturbador, una dificultad añadida cuya importancia ponderará el tiempo. ¿Habrá sido un simple sortilegio de ZP para amansar a la caverna o se traducirá en medidas legislativas concretas? Si, según tiene anunciado, el PP se opone a definir Cataluña como nación o comunidad nacional en el nuevo Estatut, ¿el PSOE hará suyo semejante veto? ¿Podrían los socialistas pactar con el PP en Euskadi y seguir gobernando con ERC la Generalitat? Mientras aguardamos las respuestas, sería bueno que Rodríguez Zapatero no confundiese el talante o la habilidad táctica con el funambulismo o la prestidigitación. Parafraseando a Abraham Lincoln, en política se puede contentar a todos alguna vez y se puede complacer a algunos todo el tiempo, pero no es posible contentar a todo el mundo siempre.

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